Las habilidades sociales nunca
han sido mi fuerte, creo. Al menos, en el sentido más convencional. Pero, como
dice el refranero popular, siempre hay un tiesto para una maceta. Así que, al
final, cada uno acaba encontrando su grupo. Y yo no iba a ser menos. Sin
embargo, llevo días –quien dice días dice años– dándole vueltas a una peculiar
teoría. Tengo la sensación de que siempre me termino juntando con las ovejas
negras del grupo. Nunca con los que mandan, los que dirigen, los influyentes… Siempre
con los críticos, los que ni pinchan ni cortan, los que han quedado marcados
por sus opiniones o sus comportamientos.
No por eso son menos
interesantes. Al contrario, esa decisión de no seguir al pastor-líder es lo que
hace que valgan más la pena y lo que, aunque inconscientemente, provoca que me
acabe acercando a los descarriados del rebaño. Y aún diría más. Si me acabo
juntando siempre con los mismos será porque soy uno de ellos. Y así me va,
dirán algunos. Al menos en un país en que uno no es quien es por sus méritos,
sino por los que tiene a su alrededor y los que lo empujan hacia arriba. Pero
yo, cabezón como el que más, sigo empeñado en que los negocios no han de mezclarse
con el ocio y el placer.
No es cuestión ahora de dar nombres
ni de mencionar lugares. Seguro que mi ganado ovino favorito se reconoce en
estas líneas. Sólo quiero que sepáis que sois buenas ovejas, aunque algunas
estáis además como cabras, y que el negro es sólo un color más, tan bueno o tan malo
como otro cualquiera.