martes, 15 de noviembre de 2011

El sur

Esperando el tren en Santa Justa me quedo mirando fijamente un cartel publicitario. Está al revés – porque se dirige a los que bajan del tren y no a los que esperamos en el vestíbulo – pero se lee perfectamente: “bienvenidos al sur”.

Inmediatamente pienso en la manada de infelices madrileños que bajan en tropel del Ave y, nada más pisar Sevilla, dejan atrás sus vidas de mierda para disfrutar por unos días de la juerga permanente. Porque en el sur no trabajamos, nos pasamos el día con una cerveza en la mano y hacemos una broma de cualquier cosa. Exceptuando, claro está, a los que trabajamos cuando nos dejan, no nos gusta la cerveza e intentamos cultivar un humor algo más inteligente que el simple chiste de Lepe.

Nunca he sentido el menor sentimiento nacionalista. Todo lo contrario. Para mí la única utilidad de las fronteras es dar nombre a distintos lugares del mundo para saber cuántos me quedan por visitar. Pero sí me considero un gran enemigo de la estupidez humana, aunque se me antoja un adversario demasiado grande, imposible de vencer.

Hace unas semanas, mientras tomábamos unas tapas en una terraza – como buenos sureños – Milú y yo observamos a un grupo de jóvenes catalanes ataviados con imitaciones baratas de trajes típicos andaluces. Se quejaban de que la noche anterior, de juerga con esa misma ropa, varias personas se habían molestado por su indumentaria. Explicaban los forasteros que lo habían hecho por pasarlo bien, sin ánimo de ofender a nadie: “a mí no me molestaría que un andaluz viniera a Barcelona y se pusiera una barretina”. No se trata de molestar, sino de hacer o no el imbécil. Ni aquí viste nadie así ni jamás he visto en Cataluña a un tío con una barretina.

Pero en el fondo estos pobres catalanes, igual que los espectadores del mencionado anuncio de cerveza, no son más que víctimas de una creencia que ni las autoridades andaluzas ni la mayoría de la sociedad se han preocupado por erradicar. Al contrario, han querido aprovecharla, sobre todo como atractivo turístico, hasta que se ha llegado a un punto en el que ya no hay vuelta atrás. Y es que entre el honor y el dinero, lo segundo sigue siendo lo primero.

martes, 8 de noviembre de 2011

Tintín entre olivos - En el juzgado

He tenido que llegar a Jaén para estrenarme como periodista de tribunales. El dato en sí no me importa mucho, pero la experiencia ha sido interesante, aunque no muy agradable. Nada de glamour. Un caso cualquiera – un homicidio – que tan sólo ha merecido la presencia de dos o tres periodistas locales. La administración de justicia en estado puro.

El acusado llega en un furgón policial a la puerta de la audiencia. Lo bajan en plena calle. Nada de entrar por el garaje para preservar la intimidad del detenido. La verdad es que nadie se ha molestado en mirarlo. Quizá ni siquiera tienen garaje. La imagen – un hombre de unos 60 años, vestido seguramente con su mejor traje, esposado y custodiado por dos policías, como si pudiera escaparse – me resulta patética.

Lo seguimos escaleras arriba hacia la sala. Antes de entrar, lo encierran tras una puerta metálica roja con un ventanuco cuadrado en el centro. Un policía hace un gesto a mi cámara para que no grabe el interior. Cuando lo sacan, veo la pequeña estancia: no más de un metro de ancho por dos de largo, una fuente metálica y un saliente de la pared que hace las veces de banco. No creí que quedasen celdas así en el siglo XXI. Aunque no hayan sido más de diez minutos, me parece patético encerrar a alguien en un lugar así.

Comienza la vista y, por los testimonios, compruebo que el buen señor tampoco merece mucho más. El equipo de forenses ha descrito cómo le asestó a su víctima 26 puñaladas. Pero lo veo sentado en el banquillo y parece una mosquita muerta, con cara de perdido. Un día se le cruzaron los cables y ahora no sabe cómo salir de esta. Su abogado intenta jugar con esa pinta de poca cosa para rebajar la condena.

Mientras presencio la escena me hago varias preguntas. La primera es cuántos casos de homicidio se juzgan al año. La segunda es por qué unos sólo interesan al periódico local, que tiene que llenar muchas páginas de una provincia en la que apenas pasa nada, mientras que en otros se crea un circo en que cada mínimo detalle se convierte en la última bomba informativa. ¿Qué hace especial a una muerte frente a las otras?

lunes, 7 de noviembre de 2011

Debatir el debate

Noventa minutos de televisión que van a dar tanto que hablar como un buen partido de fútbol. Cosas del aislamiento, me he dedicado a ver el debate por la tele, a seguirlo por twitter y, por si fuera poco, a ir anotando mis particulares apreciaciones. Siempre me han admirado esos expertos que analizan cada movimiento de pestaña para ver quién ha ganado el debate, así que he ido reflejando aquellos factores, con mayor o menor importancia, que me han llamado la atención. Las he ido anotando en el momento, pero espero que se entienda todo bien. Ahí van las principales.

- los debates deben ser para discutir, no para acordarse de soldados muertos, por muy políticamente correcto que sea. Además, han dejado claro que los dos están de acuerdo.
- Rubalcaba empieza con la corbata doblada hacia la izquierda de la pantalla. Creo que se lo han aconsejado sus asesores para mostrar su giro a la izquierda. Mariano la tiene recta.
- Rajoy llama a su oponente Rodríguez Rubalcaba. ¿preparado de antemano? ¿nervios? ¿fantasmas del pasado?
- Falta rojo en este debate: ni una corbata, ni un rótulo. Símbolo de lo que nos espera, sin duda.
- Rubalcaba se ha afeitado la barba y Rajoy se ha dado un tono más claro en el tinte, ¿verdad? ¿O son los focos, que están muy mal utilizados?

Visto todo esto, ¿quién ha ganado? No lo sé. ¿Quién ha perdido? Al menos, mucha gente ha perdido el tiempo viendo el debate. Poca cosa nueva. Yo he tratado de divertirme sacándole punta a la retransmisión. A ver quién ríe el último el 20-N.