lunes, 18 de julio de 2016

Tintín vuelve a los Balcanes - Bosnia profunda

Hacía tiempo que tenía ganas de hacer un viaje en coche. Y los Balcanes me parecen un sitio muy apropiado para hacerlo. Aunque el imperio de las autopistas de peaje está llegando poco a poco a aquellas tierras, basta con perderse por Bosnia para volver a un tiempo que yo ni siquiera he vivido. Y eso, de forma totalmente involuntaria e imprevista, fue lo que hicimos.

Croacia es un país estrecho y alargado que se extiende por la orilla oriental del mar Adriático. Sin embargo, los acuerdos de paz tras la guerra de los Balcanes dividieron el país en dos para darle a Bosnia Herzegovina un pequeño corredor por el que salir al mar. Y ahí es donde comenzó nuestra aventura particular.

Los viajes en coche han cambiado mucho desde que yo era pequeño. Guardo grandes recuerdos de los veranos de mi primera década de vida, recorriendo Europa en el asiento de atrás de un Golf rojo. En la guantera siempre había un mapa, donde las carreteras aparecían marcadas por colores según la categoría que le hubiese otorgado la autoridad nacional competente. Más de dos décadas después, estamos rodeados de GPS’s que, sin embargo, no siempre hacen el camino más fácil.

Cualquiera que sepa mínimamente leer un mapa habría coincidido en que para llegar desde el norte de Italia hasta la costa de Montenegro bastaba con seguir la carretera que transcurre paralela a la costa croata. Sin embargo, uno de los tres sistemas de navegación que consultábamos indicaba que podíamos ahorrar una hora de trayecto si, al atravesar el corredor bosnio, girábamos hacia el interior para tomar una ruta alternativa. Por supuesto, tardamos mucho más tiempo del esperado. Pero lo que allí vimos nos ha dado para contar muchas más historias que el resto del viaje.

Encajonados entre montañas, ninguno de los sistemas de navegación captaba la señal para identificar dónde estábamos y, por supuesto, no teníamos a mano ningún mapa de la zona. Así que lo único que quedaba en el coche para ayudarnos a decidir qué camino tomar era mi sentido de la orientación. Sabía que teníamos que ir hacia el sur. Lo que desconocía era la clase de carreteras que había en esa dirección. Eso nos llevó en ocasiones a caminos de tierra, carriles por los que apenas cabía un coche y otros lugares que nadie debería perderse.

Avanzamos a través de un amplio valle en el que no se veía ni rastro de presencia humana. De trecho en trecho se veían junto a la carretera viejas casas que la guerra y el paso del tiempo se habían encargado de dejar en ruinas. Según pude ver más tarde en un mapa, viajamos en paralelo a la frontera sur entre Bosnia y Croacia, una zona que quedó prácticamente despoblada tras la guerra. Por lo que me han contado, fue una de las que registró los conflictos más cruentos. De hecho, si se observan las líneas de las fronteras, queda un fragmento de tierra de nadie destinado a separar a los enemigos.


Otra consecuencia de la guerra son los carteles alertando a los viajeros de la presencia de minas junto a la carretera. Veinte años después de que se alcanzara la paz, aún quedan miles de trampas activas por muchas zonas del país, por lo que se recomienda no salirse de los caminos asfaltados. Aunque ya el año pasado me topé con alguna de estas señales en mi primer viaje por Bosnia, no deja de ser impactante el pensar que a cinco metros de ti, y en medio de la nada, puede haber una bomba que te haría saltar por los aires con tan solo pisarla.

La primera forma de vida que encontramos fue un chico ucraniano que esperaba junto a su pareja ante la puerta cerrada de lo que parecía ser el equivalente local a un alojamiento rural con encanto. No sé si él era capaz de señalar en un mapa donde estaba y, por supuesto, no  tenía ni la más remota idea de cómo se llegaba desde allí a Montenegro. Así que los dejamos esperando y seguimos nuestro camino.

De pronto, vimos a lo lejos una mancha oscura que se movía lentamente por la carretera. Al acercarnos un poco más comprobamos que era una tortuga que cruzaba tranquilamente la carretera. Como el nuestro era seguramente el único coche en varios kilómetros a la redonda, paramos y nos bajamos a contemplarla más de cerca. El pobre animal se alarmó un poco por nuestra presencia y, a su manera, comenzó a correr para llegar a su destino. Así que, después de un par de fotos, la dejamos tranquila y seguimos nuestro camino.


Poco más allá, una vaca descansaba tranquilamente en medio de la carretera. Mi conductora, con miedo de que pudiera embestirnos, no se atrevía a acercarse y hacía sonar el claxon desde lejos, pero el animal no parecía inmutarse. Solo cuando otro coche vino en sentido contrario, la vaca se hizo a un poco a un lado y, pegando un acelerón para evitar un ataque de la res, la dejamos atrás.

Cuando estábamos a punto de perdernos otra vez en un cruce de caminos, apareció el tercer coche que veíamos en toda la tarde y conseguimos pararlo. A pesar de que sus dos ocupantes no hablaban ni papa de inglés y de nuestras evidentes limitaciones con el idioma local, conseguimos entender sus instrucciones y en poco más de media hora estábamos cruzando la frontera montenegrina.


Y así concluyó nuestro breve periplo bosnio, en el que puedo decir sin dudarlo que encontramos más animales que personas: una tortuga, cuatro o cinco vacas y un rebaño de cabras frente a apenas cinco humanos. Por primera vez, Montenegro me parecía un lugar civilizado. Sin embargo, como la primera vez, me quedo con ganas de volver a Bosnia.