martes, 14 de julio de 2015

El cuento de la buena pipa

Siempre quise saber de dinero. Pero la realidad es que, tirando por lo alto, nunca he llevado más de 100 euros en la cartera. Así que todo esto de Grecia se me queda grande. Por eso, más que certezas tengo sensaciones. Por supuesto, no son buenas.

Sobre el desastre económico y el caos de una nación, algunos quisieron construir un faro de esperanza, ofrecer el ejemplo perfecto del poder de la ciudadanía. Eligieron a un primer ministro “bueno”, cercano al “pueblo”, la única opción para plantar cara al poder económico global que marca el ritmo de todo ser humano entre la Tierra de Fuego y Vladivostok, con dudosas excepciones como alguna isla caribeña, la mitad de una península asiática y un puñado de países de cuyos nombres no quiero acordarme.

Pero resultó que, frente a la primera decisión controvertida que se le presentó, el nuevo líder decidió dejar la patata caliente en manos de sus súbditos. Durante esos días, pensé mucho en los límites entre el poder del pueblo para decidir sobre su futuro y la legitimidad que conceden en las urnas a un mandatario, al que los ciudadanos otorgan su confianza para que los represente, los gobierne y decida por ellos. Todavía no he alcanzado una conclusión clara en este sentido, aunque estaré encantado de discutir mis ideas al respecto con quien tenga tiempo y ganas.

En aquel momento, los griegos dijeron no a la vía que les proponían desde Europa para hacer frente a su deuda. Pero solo ha pasado una semana y, sin que nadie les preguntara, parece que les han endilgado una solución que no es mejor que la primera. Básicamente, están jodidos para una buena temporada.

Estaba claro que no podían salir bien parados de esta. O los desplumaban sistemáticamente durante las próximas décadas para saldar al menos una parte de la deuda o los aislaban del club de los buenos por no pagar, con lo cual también les cerraban el grifo. En ambos casos, iban a estar cual quinceañero castigado sin paga hasta que acabe la universidad. Aun así, había gente ilusionada con que se decantaran por la segunda opción y que alguien plantase cara de una vez por todas a los mascas del mundo. Pero no pudo ser.

Ahora nos queda saber por qué. ¿Es preferible tragarse el orgullo propio y el de una nación entera a distanciarse de los que controlan los hurdeles mundiales? ¿Ha resultado que Tsipras vende tanto humo como sus predecesores, a los que antes criticaba? ¿O le ha dado vértigo ser el primero en salirse del redil en este proyecto de Europa unida que no acaba de cuajar? A pesar de todas estas dudas, es evidente que al pobre Alexis le ha tocado protagonizar una escena de coprofagia a escala internacional. Y tiene para hartarse, con todo lo que le dejaron los que ocuparon el gobierno antes que él.


Para el ciudadano de a pie, todo esto es bastante desesperanzador. Al menos, para el que conservara alguna esperanza. Los mayores de mi familia tenían un juego cuando yo era pequeño. Empezaba así: “¿Quieres que te cuente el cuento de la buena pipa?”. Y daba igual que dijeras que sí o que no, porque la respuesta siempre era la misma: “Pero si yo no te digo ni que sí ni que no, sino que si quieres que te cuente el cuento de la buena pipa”. Nunca lo pensé hasta el momento de terminar estas líneas, pero quizá me estaban preparando para el mundo en que me tocaría vivir.