viernes, 26 de febrero de 2010

Tintín en el país de los amargados

El joven reportero no podía creer lo que veían sus ojos. Todo un país sumido en la más profunda depresión. Los amargados caminaban por las calles con la cabeza agachada, absorbidos por sus preocupaciones. A veces miraban los escaparates sin atreverse a entrar en aquellas tiendas en las que años atrás habían despilfarrado sus sueldos. Incluso el clima se había contagiado del pesimismo general y una incesante lluvia caía día y noche sobre las calles y los campos del país.

Los hasta entonces llamados emprendedores – que habían gastado fortunas en arriesgados negocios esperando sacarles el doble en poco tiempo – ya no invertían; los banqueros estaban tristes y ya no prestaban su dinero porque sólo ganaban millones y no billones; los turistas ya no viajaban porque detrás de los billetes de avión a un euro se escondían tasas, impuestos y recargos por equipaje.

Mientras paseaba por las desoladas calles de la ciudad, Tintín sólo escuchaba historias de despidos, quiebras, apuros para pagar la hipoteca, parados que no encontraban trabajo, currantes que temían perder el suyo, afortunados que guardaban su dinero para pasar la tempestad. Algunos recordaban aquellos tiempos en que la gente disfrutaba de su vida, salía, gastaba su dinero en los negocios de otra gente, que a su vez podía gastar. Pero aquello había acabado.

Quizá la culpa la tuviesen esos tipos que día y noche asaltaban los hogares de los pobres ciudadanos a través de sus televisores anunciando el fin del mundo. Tintín había soñado una vez con el fin de los tiempos (La Estrella Misteriosa), pero siempre pensó que sería un proceso rápido. Sin embargo, el país de los amargados vivía una intensa agonía que parecía no llegar nunca a su fin. Al igual que las nubes tapaban el sol desde hacía semanas, la angustia de los amargados no dejaba ver un rayo de esperanza en su horizonte.

Tintín no podía aguantar más la tristeza que lo rodeaba. Milú caminaba a su lado con las orejas caídas, presa del sentimiento general. Incluso a él le afectaba por momentos, aunque a ratos se resistía e intentaba contagiar su optimismo a todo aquel que quisiera escucharlo. Lo había intentado, pero un hombre solo no podía luchar contra todo un sistema empeñado en deprimirse.

Resignado, Tintín se dirigió al aeropuerto para coger el primer vuelo que saliera del país. Pero ni el tráfico aéreo se libraba de la amargura. Los controladores estaban muy tristes porque el Gobierno pretendía recortar sus sueldos millonarios. A quién le importaba el bien del país cuando estaba en juego la economía familiar.

martes, 23 de febrero de 2010

Historias de peluquería

La mía es una de esas peluquerías de toda la vida, a pesar de que la llevan dos chavales jóvenes y la han abierto hace pocos años. Son de los que han aprendido el oficio de familia y la influencia del pasado se deja ver desde que se abre la puerta del establecimiento.

Un sofá de skay negro de tres plazas da la bienvenida al cliente mientras las diestras manos de José y Tomás van despachando al resto de la concurrencia. Una mesita de cristales tintados, sujetos por finas barras doradas, ofrece lectura variada: desde el ABC hasta alguna revista con sugerentes páginas centrales. A poco más de un metro, dos viejos sillones hidráulicos hacen de mesa de trabajo de los dos maestros peluqueros. Tomás a la izquierda, José a la derecha.

José trabaja en silencio. Tomás es un tertuliano por descubrir para cualquier programa de actualidad. Su escuela fue la peluquería de su tío. Allí aprendió cuándo hablar y cuándo callar. Si el cliente se sube al sillón y da los buenos días como el que perdona la vida a los presentes, el sonido de las tijeras y el secador son suficientes para pasar el rato. Pero si le dan pie, saca la lengua a pasear y no deja a nadie indiferente.

“Ya he escuchado tantas opiniones sobre el tema que no tengo opinión” comentaba hace pocos días a un cliente en torno a las obras de peatonalización en la calle San Jacinto. Parece extraño y triste que alguien sea incapaz de pronunciarse sobre algo que sucede a escasos 20 metros de su negocio. Pero esta afirmación expresa simplemente la saturación de un ciudadano de a pié que, una tras otra, escucha las posturas de comerciantes, vecinos, concejales, opositores y transeúntes en general. La misma historia que se repite cada día en el telediario: muchas opiniones, pocas soluciones y Tomás sin saber que pensar.

Otras veces sus razonamientos son tan sencillos que hasta puede que sean ciertos. Poco después de hablar de las obras, explicaba a los presentes como, además de los destrozos que han causado, las lluvias no hacían más que agravar la crisis. “Si llueve, la gente no sale. Y si la gente no sale ya no necesita comprarse otro chaleco, otras botas…” Quién sabe cuánta razón habrá en sus palabras. ¿Habrá que preguntar a los meteorólogos cuándo empezará a ir mejor la economía nacional?