sábado, 31 de enero de 2015

Tintin en Montenegro (I) - Primeras impresiones

Que levante la mano el que alguna vez en la vida se planteó mudarse a Montenegro. Ninguno, ¿verdad? Yo tampoco lo había hecho. Y, sin embargo, aquí estoy. Al final, ha resultado ser un lugar tan bueno o tan malo como cualquier otro. Reconozco que el vuelo hacia Podgorica fue especial: por una parte, por todo lo que daba vueltas en mi cabeza y, por otra, por la serie de personajes montenegrinos que iba viendo a mi alrededor. Pero eso será otro capítulo.

Budva, mi ciudad, ha resultado ser un lugar agradable. Cada mañana me levanto viendo como las primeras luces del día tiñen de naranja las empinadas montañas que se alzan a apenas unos cientos de metros de mi casa. Eso si hay suerte. Otros días, lo que veo es cómo esas mismas montañas tratan de abrirse paso entre una densa capa de nubes que descargan agua en abundancia. Hacia el otro lado quedan la ciudad vieja, una pequeña joya, y el mar. Cualquier combinación de estos tres elementos –monte, casco antiguo y Adriático– dan como resultado vistas dignas de una postal.


La gente me ha recibido bien. Dentro de esta ciudad que en invierno funciona a medio gas, me muevo en un ambiente internacional –de no más de diez personas, pero muy cosmopolita–. Y, aunque solo lleve un par de semanas por aquí, ya he recibido multitud de sonrisas, elogios y cuidados dignos de un buen amigo. El contacto con la gente local no parece fácil a primera instancia, sobre todo por la barrera idiomática, pero poco a poco intento aprender algo de montenegrino. Ya van cinco o seis palabras.

Por lo demás, llevo una vida bastante normal. Me levanto temprano por las mañanas, de camino a la oficina me cruzo con los niños que van al colegio, hago la compra, salgo a tomar un vinito de tarde en tarde… También hago cosas normales para otros, pero que hasta ahora no lo eran para mí: ceno ensaladas, he comenzado a tomar café después de comer… Nada grave. La vida sigue.


martes, 13 de enero de 2015

Tintin en Venecia (IV) - Vaporetto

Aunque es tan necesaria para nuestras vidas, el agua es un elemento extraño para el ser humano. Al menos, para mí lo es. Bañarme en un lago, en un río o en el mar me maravilla y a la vez me asusta un poco. Un elemento extraño, incontrolable; me envuelve, me atrapa y escapa a cada movimiento que yo hago para intentar atraparla. Y como lo incontrolable es interesante, el agua genera un interés especial.

Y eso explica, en gran parte, el encanto de Venecia. Por supuesto que hay iglesias bonitas o palacios grandiosos, pero nada se puede comparar con la sensación de pasear por calles de agua. Recuerdo perfectamente mi primera visita, con apenas siete u ocho años, y cómo aquella sensación me conquistó. Más de dos décadas después, a pesar de que ya sabía qué me iba a encontrar, la sensación ha sido la misma.


Por eso, tomar cualquiera de las líneas del vaporetto y pasear por el Gran Canal o rodear las islas de la ciudad es un placer al que no me puedo resistir. Solo me he privado de experimentarlo más veces por el altísimo precio del billete. El bono de un día se acerca bastante a las tarifas que en otras ciudades tiene el abono mensual de transporte público. Pero esto es Venecia. Y en vez de viajar sobre asfalto en un autobús, se navega.


Comprendo que a los lugareños les debe resultar algo aburrido, e incluso incómodo, esta forma de desplazarse por su propia ciudad. Pero a los forasteros nos maravilla. Por eso, mientras los primeros se resguardan del frío en las cabinas cubiertas, los segundos se agolpan en los pocos asientos disponibles en la proa y en la popa, a merced de las bajas temperaturas pero sin una mampara que impide fotografiar correctamente cada rincón pintoresco por el que pasa la embarcación.


Desde el agua se ven lugares y detalles que no se perciben igual caminando. Lo más popular es recorrer de punta a cabo el Gran Canal para contemplar los suntuosos palacios que se levantan a uno y otro lado. Pero también es curioso acercarse al cementerio, en la isla de San Michele, o contemplar los embarcaderos que dan acceso a un cuartel de bomberos o al servicio de urgencias de un hospital.


Pero la belleza que me rodea no impide que yo mantenga mi principal manía a la hora de subir a cualquier barco: localizar los salvavidas. Por más glamuroso que sea morir en Venecia –hay mucho seguidor de Thomas Mann por ahí suelto– yo prefiero no ponérselo fácil a la parca. Todavía confío en vivir suficiente para hacerle otra visita a Venecia.

Tintin en Venecia (III) - Capodanno

Se está convirtiendo para mí en una tradición el tomar las uvas en un lugar espectacular. El problema es que cada Nochevieja me pongo el listón más alto. Estando en Venecia, el lugar elegido no podía ser otro que la Piazza San Marco, donde los propios lugareños celebran la llegada del nuevo año al son de las campanas de la basílica y con el estruendo de los fuegos artificiales que se lanzan sobre la laguna.

Después de una cena en casa protagonizada por las tradicionales lentejas y el cotechino, un delicioso embutido cocinado que ya probamos hace dos años en Roma, nos echamos a la calle con nuestra particular bolsa de cotillón: paquetes de doce uvas, botella de espumoso y vasito de plástico para escanciarlo. Aunque en Venecia siempre hay gente, cuando solo queda una hora para el año nuevo parece haber más que nunca.

Caminamos en manada hacia San Marco. Es difícil perderse, porque todo el mundo va hacia el mismo sitio. No llega a ser agobiante porque el ritmo es continuo, nadie se para. Pero si que impresiona procesionar engullido por la masa recorriendo las pequeñas callejuelas del centro de la ciudad. Hasta que, finalmente, desembocamos en uno de los soportales que rodean la plaza.

En ese momento, recuerdo los controles de seguridad de los que tanto he oído hablar para acceder en una noche como esta a la Puerta del Sol de Madrid. Y me acuerdo de ellos porque aquí no hay ni rastro de ellos. Supongo que el ambiente es parecido: ganas de fiesta, alcohol, algún que otro petardo… Pero parece que la policía italiana no estima necesaria tanta seguridad. Quizá los italianos son más civilizados y saben separar la fiesta del vandalismo.

Como va llegando la hora, nos acercamos a la fachada del Palacio Ducal para contemplar mejor los fuegos artificiales. De pronto, un repiqueteo de campanas anuncia el año nuevo. Y, prácticamente al instante, comienza un enorme castillo de fuegos artificiales. Al principio, intento tragar las uvas al ritmo de las detonaciones. Pero enseguida compruebo que es imposible y decido, como en los últimos años, tomarlas a mi ritmo.

Después de dar un breve paseo por el centro de la ciudad para recibir el año, volvemos a casa. Las calles siguen atestadas. De las casas y los locales sale música a todo volumen. Desde la ventana de un primer piso, una pandilla de chicas de unos veinte años felicita el año a grito pelado a todo el que pasa por debajo. Recuerdo haber visto la ciudad mucho más llena de gente, pero nunca tan alegre. El paseo ha merecido la pena.

jueves, 8 de enero de 2015

Tintin en Venecia (II) - Laberinto

Presumo de tener un buen sentido de la orientación. De entenderme bien con los mapas, pero también de guiarme por la luz del sol, recuerdos del entorno o por mi instinto para llegar al lugar que busco. Sin embargo, todo eso vale de poco en Venecia. Clara prueba de ello es que el centro de la ciudad está plagado de señales que indican el camino hacia los lugares más frecuentados por los turistas. Aunque hay algunos más, los cuatro más abundantes son “Piazza San Marco”, “Ponte di Rialto”, “Ferrovía” (la estación de tren) y “Piazzale Roma, una gran plaza  a la entrada de la ciudad a la que llega una gran cantidad de visitantes porque es el último lugar hasta el que pueden entrar coches y autobuses.

Pero salir del centro urbano y buscar alguna de los centenares de iglesias y rincones pintorescos que salpican Venecia es toda una odisea. No siempre es fácil localizarlos en un mapa, porque no todos aparecen. Así que hay que recurrir a referencias cercanas. Sin embargo, eso no es lo más difícil. Después hay que decidir el recorrido para llegar hasta allí. Y nunca hay una calle recta que vaya de un punto a otro.


Por lo general uno se hace una primera estimación: “hay que girar en la tercera a la derecha, después en la segunda a la izquierda y desde allí cruzar dos canales”. Y entonces echas a andar y descubres que donde el mapa decía que había dos calles, en realidad hay cinco. Solo que tres de ellas eran tan pequeñas que no se han molestado en dibujarlas. Entonces admites que estás perdido y decides guiarte por tu intuición: “tal sitio está hacia el oeste, el sol está por allí, así que voy hacia allá”. Y coges la primera calle que va en esa dirección, pero resulta que termina en un canal y no hay ni un puente para cruzarlo al otro lado ni una acera que lo bordee y te lleve al puente que estás viendo diez metros más allá. Así que toca desandar lo andado y encontrar una calle que te lleve hacia ese puente.

Todo esto, que parece una lata, en realidad es una forma estupenda de conocer Venecia. ¿Cuántos viajeros novelescos presumen de que van a “perderse por la ciudad”? Esto mismo. Y así se descubren lugares que quizá no tienen nada de especial en comparación con otros que están apenas a unos cientos de metros, pero que a un forastero le impresionan. Hay tranquilos canales, flanqueados por casas decoradas con flores o colgaduras; callejones oscuros y tan estrechos que no se pueden extender los brazos en cruz, puentes llamativos o patios de vecinos al estilo local.


Gracias a estos paseos, al tercer día comencé a pensar que ya llevaba demasiadas fotos de canales y que, probablemente, a la vuelta no le interesarían a nadie, que parecerían todas iguales. Aun así,  a cada paso me iba llevando el visor de la cámara al ojo derecho para capturar cualquiera de esos lugares.

lunes, 5 de enero de 2015

Tintin en Venecia (I) - Plazas y rincones

La Piazza San Marco es sin duda el lugar más característico de Venecia. Es una parada obligada para cualquier turista, ya sea el que solo tiene unas horas antes de que su crucero zarpe hacia la siguiente escala o para quien, como yo, tiene una semana entera para disfrutar de la ciudad. A menudo huyo, no sé si consciente o inconscientemente, de todo aquello que adoran las masas: best-sellers, sagas cinematográficas o atracciones turísticas. Pero este es uno de esos lugares a los que es imposible resistirse. Nada importa que ya hubiera estado en dos viajes anteriores, que esta vez me queden tantas cosas nuevas que ver o que esté atestada de gente a cualquier hora. Doblar una esquina y, de repente, recibir la visión de la interminable hilera de soportales es una imagen que emociona, por más veces que la hayas visto antes. Y entonces avanzas unos metros, giras la cabeza y ves la parte más impresionante de lugar, que hasta entonces quedaba a tu espalda: la basílica, el campanile y la torre del reloj. Y, a la derecha, el Palacio Ducal y la salida a la laguna. Recuerdo pocos lugares tan grandiosos en el mundo.


Si tuviera que ponerle una pega a tan magno escenario, sería la cantidad de gente que hay siempre. Debe ser que lo quiero solo para mí. Venecia no es una ciudad tan grande. Por eso, la cantidad de turistas que recibe se hace más molesta que en otros destinos monumentales como París, Roma o Londres. Sin embargo, hay una particularidad que ayuda a aliviar los efectos de este hecho. Una gran mayoría de estos visitantes se concentran entre en el triángulo imaginario que forman San Marco, el puente de Rialto y la estación de tren de Santa Lucía. Fuera de esa zona, es posible caminar tranquilamente, empaparse de la ciudad y encontrar todo tipo de rincones pintorescos. Menos conocidos, pero tan merecedores de ser vistos como los lugares más típicos.

Sería un gran tópico decir que en estas calles alejadas del meollo turístico uno llega a ver la vida de los venecianos. La impresión general es que se trata de callejones bastante solitarios, quizá simplemente por la comparación con el bullicio del centro de la ciudad. Pero no es habitual encontrar por allí a gente paseando. Si acaso, a caminantes solitarios que parecen andar con prisa por llegar a su destino final. Quizá el frío tiene algo que ver con todo esto. Pero sí que se encuentran algunas escenas más cotidianas, como ropas tendidas de las ventanas, casas más humildes –al menos, no tan imponentes como los palacios del centro de la ciudad–, puentes más sencillos y comercios o restaurantes de barrio. Todo conforma una postal que dista de ser idílica, pero que mantiene una cierta armonía: las calles vacías, el frío, la humedad, la tranquilidad de los canales y el silencio que lo envuelve todo, alterado únicamente por el sonido de los pasos sobre el pavimento y el graznido ocasional de algún pájaro.


Y al final, cuando vuelva a casa, los mejores lugares de mi memoria quedarán reservados para los sitios de siempre. Porque sí. Porque lo impone la cultura visual de esta época o, simplemente, porque son más bonitos. Desde luego, son impresionantes. Por eso, cada paseo por las afueras termina indefectiblemente en los lugares más concurridos. Esos por los que uno nunca se cansa de pasar y de los que se pregunta si volverá a verlos otra vez o si debe capturar cada detalle que capta la retina para construir una fiel reproducción por la que pasear con la mente cuando la nostalgia apriete.