martes, 24 de marzo de 2015

Tintin en Montenegro (IV) - Syldavia

Syldavia es un pequeño país de la península de los Balcanes escenario de algunas aventuras de Tintín. Primero fue el Tintín de Herge y ahora es el Tintín del mundo globalizado el que pasa por allí. Si sois de esas personas que no creen en las coincidencias, empezad a atar cabos.


Los syldavos tienen un idioma mayormente incomprensible. Después de un par de meses, voy empezando a manejar algunas palabras. Sobre todo saludos, fórmulas de cortesía y números. Pero una cosa es la teoría y otra la práctica. Ya sé preguntar cuánto cuesta algo, pero no siempre descifro lo que me responden. Siempre queda el viejo truco de mirar la pantalla del ordenador o de la caja registradora. O, aún más fácil, sacar un billete de un valor superior al que imaginas que corresponde a la compra. Aunque esta última artimaña es tan fácil de desmontar como preguntarte si no tienes unos céntimos para darte el cambio más fácilmente. Y volvemos a empezar, porque ¿cuántos céntimos me han pedido ahora? Ir de listillo tiene esos riesgos.

De todo lo anterior se deduce que el mito de la facilidad que tienen estos pueblos balcánicos para aprender otros idiomas no es del todo cierto. Y, si lo es, supongo que un alto porcentaje de los syldavos cuyas dotes lingüísticas confirman esa teoría se han ido a vivir al extranjero. Aun así, admito que he podido encontrar algunos que hablan buen inglés, camareros que chapurrean lo suficiente para poder pedirles una cerveza e incluso uno o dos personajes que hablan un poco de español.

Una mirada fría y un duro gesto imperturbable decoran los rostros de los adultos syldavos. Los niños aun parecen a salvo. Quizá sea consecuencia de la dureza del clima o la última secuela de haber vivido durante décadas una férrea dictadura y, luego, una guerra no hace tanto tiempo. O a lo mejor es que simplemente son inexpresivos.

A veces pienso que para adivinar que no soy syldavo basta una mirada. Yo voy por la calle sonriendo, mientras que ellos pasean con semblante triste. Por eso, algunos días juego a camuflarme entre el paisanaje, tuerzo el gesto y pongo tensos todos los músculos de mi cara. Otras veces me siento más rebelde y procuro sonreír más, para que se note la diferencia. 

domingo, 15 de marzo de 2015

Emigrantes

“Ya no hay vuelta atrás” le dice una chica a su amiga. Ambas tienen veintipocos y van sentadas delante de mí en el avión hacia Londres. Para ellas, este vuelo es el paso definitivo de una decisión que seguramente tomaron hace meses después de Dios sabe cuántas vueltas y revueltas: “nos vamos a Inglaterra a buscar trabajo”. A mi lado viaja otro chico, malagueño, que va a lo mismo. Lo espera su novia, que ya se mudó hace un tiempo a orillas del Támesis. A nuestra derecha una pareja, él de San Fernando y ella de Jaén, han decidido irse a Cambridge en busca de una salida después de haber terminado sus carreras y no encontrar nada que hacer en España.

Hasta hace no mucho tiempo, nos reíamos de una de las imágenes clásicas de las españoladas: Alfredo Landa con su maleta, atada con una guita y repleta de jamón, chorizo y demás manjares nacionales, llegando a alguna ciudad europea para buscarse la vida. Ahora, los emigrantes no viajan en tren o en autobús, sino en líneas aéreas de bajo coste. Y las maletas tienen que cumplir los estándares para caber en el compartimento de equipajes del avión. Pero la esencia de la escena es la misma.

De entre todos los que me acompañan, yo debo considerarme afortunado. Primero, porque viajo con un trabajo esperándome en mi destino. Y segundo, porque mi puesto se corresponde con mi formación. Afortunado entre los desafortunados: el tuerto en el país de los ciegos. Al fin y al cabo, yo también me exilio por la misma razón que todos los demás: en mi país no hay sitio para mí. Y eso es triste, incluso para alguien como yo, amante de los viajes y siempre ansioso por conocer nuevos lugares. Pero una cosa es hacer una elección personal y otra verse forzado a ella. Claro, podía haber elegido quedarme. ¿Para hacer qué? Eso no cuenta como una elección.

Uno necesita ganar dinero, pero también realizarse como persona y como profesional, sentirse útil. Y ninguna de esas cosas es ahora fácil en España. Son estas historias que se ven cada día en las noticias, pero que no te impactan realmente hasta que las vives de cerca. Tan de cerca como compartir cola en la puerta de embarque con un grupo de jóvenes con formación universitaria, idiomas y no sé que más; que una mañana de enero cogen camino y se van a dos mil kilómetros de su casa a ver si la vida les da una oportunidad. Y van con ilusión, con incertidumbre, con rabia. Igual que voy yo.