“Ya no hay vuelta atrás” le
dice una chica a su amiga. Ambas tienen veintipocos y van sentadas delante de
mí en el avión hacia Londres. Para ellas, este vuelo es el paso definitivo de
una decisión que seguramente tomaron hace meses después de Dios sabe cuántas
vueltas y revueltas: “nos vamos a Inglaterra a buscar trabajo”. A mi lado viaja
otro chico, malagueño, que va a lo mismo. Lo espera su novia, que ya se mudó
hace un tiempo a orillas del Támesis. A nuestra derecha una pareja, él de San
Fernando y ella de Jaén, han decidido irse a Cambridge en busca de una salida
después de haber terminado sus carreras y no encontrar nada que hacer en
España.
Hasta hace no mucho tiempo,
nos reíamos de una de las imágenes clásicas de las españoladas: Alfredo Landa
con su maleta, atada con una guita y repleta de jamón, chorizo y demás manjares
nacionales, llegando a alguna ciudad europea para buscarse la vida. Ahora, los
emigrantes no viajan en tren o en autobús, sino en líneas aéreas de bajo coste.
Y las maletas tienen que cumplir los estándares para caber en el compartimento
de equipajes del avión. Pero la esencia de la escena es la misma.
De entre todos los que me
acompañan, yo debo considerarme afortunado. Primero, porque viajo con un
trabajo esperándome en mi destino. Y segundo, porque mi puesto se corresponde
con mi formación. Afortunado entre los desafortunados: el tuerto en el país de
los ciegos. Al fin y al cabo, yo también me exilio por la misma razón que todos
los demás: en mi país no hay sitio para mí. Y eso es triste, incluso para
alguien como yo, amante de los viajes y siempre ansioso por conocer nuevos
lugares. Pero una cosa es hacer una elección personal y otra verse forzado a
ella. Claro, podía haber elegido quedarme. ¿Para hacer qué? Eso no cuenta como
una elección.
Uno necesita ganar dinero,
pero también realizarse como persona y como profesional, sentirse útil. Y
ninguna de esas cosas es ahora fácil en España. Son estas historias que se ven
cada día en las noticias, pero que no te impactan realmente hasta que las vives
de cerca. Tan de cerca como compartir cola en la puerta de embarque con un
grupo de jóvenes con formación universitaria, idiomas y no sé que más; que una
mañana de enero cogen camino y se van a dos mil kilómetros de su casa a ver si
la vida les da una oportunidad. Y van con ilusión, con incertidumbre, con
rabia. Igual que voy yo.
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