viernes, 28 de enero de 2011

La misma canción, el mismo problema

Una casualidad – bastante extraña, por cierto – me ha llevado a descubrir en YouTube una versión del ochentero We are the world, grabado en conmemoración del 25 aniversario de la primera versión y esta vez dedicado a Haiti. Los arreglos y llas voces han cambiado, pero el mensaje sigue siendo el mismo. Para el vídeo, los niños del cuerno de África también han dejado su sitio a los haitianos, aunque su problema es bastante parecido: la miseria.

Distintos protagonistas, separados por un cuarto de siglo y varios miles de kilómetros que sin embargo tienen mucho en común. Lo más visible es el color de su piel. Y es que hemos avanzado en la lucha contra el racismo, pero los negros siguen llevándose la peor parte del pastel.

En un nivel más abstracto quedan problemas como las inclemencias naturales – las sequías para los africanos o los terremotos y las tormentas tropicales para los haitianos – que parecen siempre el inicio del problema, pero que en realidad no son más que un factor añadido a la situación de caos generalizado que viven estos países. Mientras las políticas de cooperación se limiten a mandar comida y hospitales de campaña para atender a los más desfavorecidos y no miren más arriba, tenemos We are the wolrd para rato.

Escuchando la canción también se me ocurre que hace demasiado tiempo que no oigo hablar del hambre en África. Quizá ya comen bien gracias a Bob Geldof. En cualquier caso, señores del telediario, también me gustaría enterarme si hay buenas noticias. Cuesta imaginarlo, viendo como está el patio en el mundo desarrollado.

Por cierto, os dejo el vídeo en cuestión por si alguien quiere verlo.

sábado, 22 de enero de 2011

Salud

Nunca he sido muy aficionado a ir al médico. De hecho, a pesar de que la ciencia no me desagrada, creo que mi fobia a las batas blancas me apartó de cualquier carrera que me hubiese llevado a un laboratorio o cualquier otro lugar donde hubiera que llevarlas. Por eso, desde mi rol de acompañante, observo más inquieto de lo habitual todo cuanto sucede a mi alrededor.

Estoy en el único centro de salud del pueblo y, a estas horas ,el único de guardia en la comarca. El mismo espacio sirve de recibidor y sala de espera. Cada vez se va llenando más. Salvo algunos que vienen para una cura, los síntomas de la mayoría de pacientes son los mismos: tos, fiebre, mucosidad, malestar. Enero en su máximo explendor.

A mi lado, una chica de no más de dieciséis años ameniza mi espera con un sonoro concierto de tos seca. Dice que tiene mucha fiebre y que le duele todo. Si no me contagio de ésta es que estoy hecho un toro.

Mientras espero, hay algo que me asombra, me alarma, me enfada… El administrativo que toma nota de los pacientes que van llegando también apunta sus síntomas. Hasta ahí normal. Pero a continuación, emite su propio diagnóstico de los recién llegados o se permite opinar sobre el tratamiento que siguen los que ya han venido hace varios días y vuelven porque no mejoran.

De esto debe ser de lo que hablan cuando alertan del peligro de la automedicarse. Y mientras la administración sanitaria lucha contra ello, en sus propios centros se practica como si tal cosa. Menos mal que los que lo están escuchando van a entrar en un momento a ver a un médico de verdad.

Lo de los médicos a veces me recuerda a los periodistas: parece que todo el mundo entiende sobre su trabajo. La diferencia es que a ellos al menos les suelen pedir su título para acceder a un empleo.

domingo, 16 de enero de 2011

Tintín en Tailandia (X): Epílogo

Este cuento se acaba y hay que irse a dormir. Para los que aún no han cogido el sueño, he guardado una pequeña historia para cerrar este relato. Llega al final, pero de algún modo es el principio de todo.

Una mañana de 6 de enero de algún año a principios de los noventa, un niño se levanta de su cama cuando todavía no ha amanecido. Corre por el pasillo a oscuras hacia el salón para empezar a abrir los regalos de los Reyes Magos. Después de los paquetes más grandes, cuyo contenido no viene ahora al caso, se fija en una serie de pequeños envoltorios, todos de un tamaño similar y recubiertos con el mismo papel de regalo. Uno por uno, va descubriendo una colección de miniaturas de aviones, cada uno de un modelo y de una aerolínea.

La mayoría le son familiares, gracias a sus primeros viajes en avión. Hasta entonces han sido pocos, pero suficientes para aprenderse la sección dedicada a la flota en la revista de Iberia y para identificar los colores de las distintas compañías mirando por la ventanilla mientras el avión rueda entre la pista y la terminal.

Hay un DC-10 de Iberia, un McDonald-Douglas de Alitalia, un Airbus 320 de Swiss… Pero el modelo estrella es el 747. Es más grande que los demás, tiene cuatro motores y un segundo piso en la parte delantera. Un avión con dos plantas: ¡es la leche! Hay dos, uno de Air France y otro de Thai Airways. Conoce la aerolínea francesa, pero que es eso de Thai.

Su padre se encarga de contarle que es la línea nacional de Tailandia. Sí, que está en Asia, pero eso tampoco aclara mucho. Francia está llena de franceses, unos tipos incapaces de pronunciar la erre y que comen mucho queso. En París tienen la Torre Eiffel. La subió hace unos años, andando. También ha ido a Eurodisney. ¿Y en Tailandia que hay? ¿Quién vive allí?

Han pasado muchos años y aquel niño, que no es otro que el que escribe estas líneas, vuela de vuelta de Bangkok a Madrid en un avión como ese con el que jugó tantas veces y que, un poco despintado y con un tren de aterrizaje menos, sigue en una repisa de su habitación. Vuelve cargado de fotos, de notas, de recuerdos y de experiencias. Y, de repente, aquel recuerdo vuelve tan claro como si fuera de ayer. Una cosa menos en la lista de sueños pendientes.

Después de siete u ocho horas de viaje empieza a salir el sol, creo que sobre Turquía. Y cuando ya queda poco para que acabe este viaje, mi mente solo se plantea tres preguntas: ¿para cuándo el próximo viaje? ¿dónde nos llevará? Y, la más urgente ahora, ¿cuándo nos traen el desayuno?

sábado, 15 de enero de 2011

Tintín en Tailandia (IX): Las mejores sorpresas se encuentran (por Milú)


El sol sale para que nada deje de ser perfecto en nuestro penúltimo día en la isla Phi Phi Don. Así que desde muy temprano empezamos a disfrutar del mar y del sol. Estamos alejados de la gente, sólo rodeados por árboles y agua. Para mí, es uno de los días más maravillosos del viaje. Sin embargo, Tintín creo que empieza a aburrirse de tanta arena.

Nos queda pendiente una escapada a la playa de Maya Bay, que hasta ahora hemos retrasado porque un día estaba nublado, otro día iba a llover… Pero en realidad nos damos cuenta de que no nos apetece porque nos imaginamos otra cala más llena de guiris. Sin embargo, nuestras inquietudes por seguir viendo hacen que nos levantemos de las tumbonas sobre la una del mediodía, cuando los visitantes de esa zona se marchan de nuevo a Phuket porque sale el último barco de regreso.

Decidimos como siempre ir por nuestra cuenta. Empezamos a pasear por la arena y nos encontramos a nuestro amigo el barquero, que también nos llevó ayer a Phi Phi Town, y rápidamente nos saluda. Acordamos precio y empezamos los descubrimientos.

Primero llegamos a varias bahías y nuestras bocas y ojos se abren de par en par. Seguimos para adentrarnos más entre rocas llenas de vegetación y con un agua de un color tan azul que nunca había visto. De pronto, nuestro acompañante empieza a echar pan al agua y aparecen miles de peces de colores. También nos ofrece gafas y tubos de bucear y me sumerjo. “Very, very beautiful”. Y a Tintín le digo “baja”. Muy pronto estamos los dos descubriendo y disfrutando del paraíso marino.

Sigue nuestra excursión y a lo lejos vemos una pequeña playa escondida. El barquero nos habla, pero no nos enteramos. Pensamos que nos ofrece hacer algo más a cambio de un poco de dinero extra, pero su inglés sólo es acertado con los números. Y finalmente le decimos que sí. Llegamos a la orilla. Nada más bajarnos de la barca entendimos todo: había que pagar 200 bhats por parar allí. Todo merecía la pena. No paramos de mirar a nuestro alrededor. Para mí el paraíso, como para muchos cristianos el cielo. Ese mar en medio de palmeras y centenares de árboles, una arena tan fina que apenas mis pies la sentían, las rocas, los peces…

La noche también apunta maneras. Estamos viendo la peli The Beach en lo alto de una colina bajo las estrellas. A lo lejos se ve una tormenta que, por suerte, no nos afecta en absoluto. Ha sido un día lleno de sorpresas.

Se acerca el fin de nuestro viaje y la nostalgia nos acompaña. Tintín y yo intentamos grabar para siempre en nuestras retinas la estampa de este mar cristalino. Creo que nunca podremos olvidar las imágenes, los olores, los ruidos y las miles de anécdotas vividas en Tailandia.

Me encantaría tener dos días más para seguir disfrutando de todo esto, aunque pasara las navidades lejos de la familia. Tintín tampoco quiere volver, aunque desde hace un rato el dolor de cabeza hace que no esté sonriendo tanto como de costumbre. Pero es mejor así, irse encantado de un lugar diciéndole hasta pronto.

viernes, 14 de enero de 2011

Tintín en Tailandia (VIII): Chanclas

Ko Phi Phi Don – 21.12.2010
En la zona más plana de la isla, entre dos bahías, se encuentra el único pueblo de este minúsculo archipiélago. Creo que ni siquiera se han molestado en ponerle nombre. Al menos, yo no lo he visto en ningún mapa. En realidad es una aglomeración de chiringuitos y tenderetes entre los que se levantan algunas casas, todas ocupadas por tiendas, bares y restaurantes de todo tipo y negocios turísticos: centros de buceo, locales de masajes, albergues y hoteles.

Aunque a ras de suelo el lugar no es nada especial, una colina vecina ofrece una vista excepcional. Eso sí, el que llega arriba se la merece. Entre el esfuerzo de la subida y la humedad, he sudado como no recordaba haberlo hecho nunca. De vuelta al pueblo, un grupo de monos se ha cruzado en el camino y no nos ha dejado pasar hasta que los turistas – que iban llegando poco a poco desde el mirador – los hemos superado en número y han decidido hacerse a un lado, aunque aún los sentíamos volar entre las ramas de los árboles sobre nosotros.

“Pí, pí” es el sonido más repetido en el pueblo y no se refiere al nombre de las islas. Son los ciclistas – junto a los monos, una de las especies más numerosas de la fauna local – que circulan a toda velocidad por las calles y avisan así a los peatones para que se quiten de su camino. Y es que sus vehículos son probablemente los más rápidos que existen en toda la isla, ya que no hay coches ni motos, y se creen los amos de la pista. Más visibles y más lentos son los maleteros, que tiran de grandes carros entre los hoteles y los embarcaderos llevando los bultos de sus huéspedes.

Seguramente es el único lugar con algo de bullicio en casi 50 kilómetros a la redonda. A media hora en barca de allí, estamos solos el sol, las olas, la arena, una ligera brisa, Milú y yo. De vez en cuando levantamos la vista al escuchar el ruido de una lancha que pasa a unos metros o vemos a una pareja que camina por la orilla. Y nada más.

No se escuchan las conversaciones a voces de la sombrilla vecina – porque no hay – ni la madre llamando a su hijo por toda la playa para que se coma el bocadillo de tortilla.

Esta calma invita tanto a pensar: recuerdos, planes, errores del pasado, incertidumbres para el futuro… Quizá demasiado para unas vacaciones, demasiado para alguien como yo, acostumbrado a la vida de la ciudad. Aunque admito que así casi, y sólo casi, me gusta la playa. Llevo tres días en chanclas, lo que se me ocurre que es un claro indicador de tranquilidad, de comodidad, de despreocupación y, por tanto, de felicidad.

martes, 11 de enero de 2011

Tintín en Tailandia (VII): Tranquilo

Holiday Inn Phi Phi Island – 19.12.2010
Hace ya varias horas que el sol se puso. El canto de los grillos se mezcla con el sonido de las olas a mi alrededor. Levanto la cabeza y me sorprende una gran luna llena despejada que hasta hace no más de diez minutos había estado escondida tras una densa capa de nubes.Frente a mí, a escasos veinte metros, observo el mar y me entran ganas de bañarme. A través de la valla de madera de mi bungalow se cuelan también las luces de una pequeña piscina alimentada constantemente por dos fuentes con forma de elefante.

Estamos ya en nuestra última parada antes de volver a casa. Tres días en el lugar más lejano y más perdido al que jamás hemos llegado: una pequeña isla en la que ni siquiera cabe una carretera. Un pequeño paraíso en pleno siglo XXI.
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Entre el final del último párrafo y estas nuevas líneas, Milú y yo hemos tenido tiempo de inspeccionar los chiringuitos de la zona y remojar nuestros gaznates con los combinados locales. La banda sonora de la escena seguía corriendo a cargo del mar, que rompía apenas a medio metro de nuestros pies mientras bebíamos, y un dúo autóctono que destrozaba sin piedad clásicos de la historia del pop. No obstante, hemos pasado un buen rato haciendo voces y tarareando al son del Billy Jean de Michael Jackson o al Sex Bomb de Tom Jones mientras un par de americanos bailaban apasionadamente ante la agradecida mirada de los músicos.

Un mosquito da dos o tres pasadas sobre el cuaderno intentando leer antes que nadie mis notas. El efecto del repelente se debe estar pasando.

Si alguna vez he estado tranquilo, relajado, ha sido esta noche. No me apetece irme a dormir. Quiero disfrutar de esta paz todo lo posible. Algún día, seguramente no muy lejano, me vendrá bien tener reservas. A mi lado, Milú apenas hace ruido. Estoy seguro que piensa lo mismo que yo: que estos tres días sean los más largos de nuestras vidas.

lunes, 10 de enero de 2011

Tintín en Tailandia (VI): Elefantes

Es curioso lo que la cultura audiovisual es capaz de conseguir. Un animal capaz de matar a un hombre de un pisotón se ha convertido en uno de los miembros más simpáticos del mundo salvaje gracias a sus apariciones en la gran pantalla. Víctimas de ese sentimiento de complicidad con estos bichos de grandes orejas, patas rechonchas y elástica trompa, no hemos podido resistir la oportunidad de pasar unas horas observándolos de cerca, muy de cerca.

Acostumbrado a verlos en zoológicos detrás de un foso, impresiona cuando el primero pasa a tu lado caminando tranquilamente, por supuesto guiado por su cuidador. La leve lluvia que cae desde primera hora de la mañana ha embarrado el camino y las grandes huellas se quedan marcadas hasta que el paso de otros compañeros las destroza.

Por unos pocos céntimos, compramos un pequeño picnic para elefante, consistente en una piña de plátanos y varios trozos de caña de azúcar. Sus trompas se acercan lentamente mientras les vamos dando, una a una, las frutas y las porciones de caña. La forma en que las mueven recuerda a una serpiente que se enrosca y la sensación cuando te quitan la pieza de la mano es extraña. Una vez en su poder, la trompa vuelve hacia la boca, que apenas se mueve, por lo que parece que engullen rápidamente sin ni siquiera masticar.

Pero si resulta extraño estar junto a ellos, pasear sobre sus lomos es toda una experiencia. Nunca hubiera imaginado que se movieran tanto al andar. Cada paso supone en balanceo hacia el lado de la pata correspondiente. Es un vaivén lento y brusco, como los pasos del animal: hacia un lado, parada y hacia el otro lado… Y así casi una hora. ¡Qué fatiga!

El mundo se ve de otra forma desde lo alto de un elefante. Se ríe uno de los leones, reyes de la selva. El rey es ese que va delante mía y los de su especie, que con un palo de no más de medio metro consigue domar a una mole que pesa no sé cuántas veces más que él.

Bueno, o eso es lo normal. Porque nuestro elefante parece que no está muy domesticado. Él va a su ritmo, uno tranquilo y anárquico. De pronto, a la orilla de un camino llano y de una anchura aceptable tratándose de aquellos parajes, aparece lo que en España diríamos un camino de cabras – que en Tailandia debe llamarse un camino de elefantes – marcado únicamente por pisadas entre la hierba. Y al animalito se le antoja meterse por allí.

Así que si en el camino llano ya dábamos tumbos, en esa sucesión de cuesta arriba, cuesta abajo y vuelta a empezar aquello era una montaña rusa pisando huevos. Así que durante media hora hemos estado perdidos del mundo a lomos de un elefante. Menos mal que la ruta alternativa volvía al camino original. No me atrevería a decir que ha sido un paseo agradable, pero sí memorable.

domingo, 9 de enero de 2011

Tintín en Tailandia (V): Triángulo de oro

Factores geográficos e intereses turísticos han dado como resultado esta denominación tan poco original como imprecisa. Lo del triángulo tiene un pase, ya que la curva del río Mekong y la unión de uno de sus afluentes hacen de frontera natural entre tres países: Tailandia, Myanmar y Laos. Pero, a simple vista, no parece que el oro sea un producto característico de la región.

Si me hubiera correspondido a mí la decisión de bautizar el enclave, se habría llamado Triángulo del Opio, que suena casi igual pero tiene más fundamento. Y es que la confluencia de tres fronteras convierte a la zona en un punto caliente del tráfico de droga. De hecho, en la carretera desde Chiang Rai, que termina en la frontera con Muanmar, hemos podido ver exhaustivos controles de la policía tailandesa.

Los lugareños no tratan de esconder esa realidad. Una de las principales atracciones del pequeño pueblo situado en el lado tailandés del triángulo es la Casa del Opio. Como curiosidad. Llama la atención que el gran letrero en inglés que preside la entrada del edificio se completa con un paréntesis aclaratorio “(Museo)”. No vaya a ser que alguno entre queriendo comprar lo que no debe.

El otro punto de interés del pueblo es un monumento, que puede resultar llamativo e incluso hortera a los ojos occidentales, pero que allí debe ser lo más de lo más, ya que es un regalo que hicieron a su reina. Consta de dos elefantes gigantescos rodeados de recargadas columnas doradas. Una cola de turistas nacionales aguarda en la taquilla para subir por una pequeña escalerilla y hacerse una foto sobre los animales. No parece que a ningún foráneo le interese.

También podrían haber elegido el nombre del Triángulo del Vicio. Aunque es menos comercial, tiene su explicación. Además de la Casa del Opio del lado tailandés, en la orilla de Myanmar hay un gran casino construido allí por empresarios tailandeses para evitar las leyes contra el juego de su país. La entrada principal es un embarcadero en el Mekong preparado para recibir a todos los compatriotas que en su tierra no pueden disfrutar de cartas, ruletas y dados. Y en el lado laosiano, el gran vicio del siglo XXI: las compras. Un poblado de chozas de paja y bambú, zona libre de impuestos, ofrece al visitante buenos precios en tabaco, alcohol, falsificaciones y artículos de artesanía.

Pero dejando a un lado la presencia humana, los paisajes de esta esquina del país, que aún no ha sido invadida por grandes construcciones, bien merecen una parada, un tranquilo paseo por sus puestos y un recorrido en lancha por el río.

sábado, 8 de enero de 2011

Tintín en Tailandia (IV): Las putas por la noche y las parejas casadas

Silom Road es una de las avenidas más bulliciosas de Bangkok. ME cuentan que hay un par de colegios con casi 10.000 alumnos, centenares de oficinas y he podido contar más de una decena de hoteles. Un punto de referencia para nativos y forasteros.

En su tramo final, los vendedores ambulantes invaden las aceras y los peatones deben caminar en fila india. Elefantes en miniatura, estatuillas de Buda, Rolex falsificados, imitaciones de las pulseras de moda y todo tipo de camisetas rodean al viandante. Tras los tenderetes, locales de masaje, bares de copas y multinacionales de la alimentación. De vez en cuando, se abre un hueco para dar acceso a una bocacalle y se puede respirar un poco de aire fresco.

Sorprende una de esas calles, a primera vista oscura a ras de suelo, pero iluminada en las alturas por una maraña de carteles que anuncian la amplia oferta de sexo digital o de carne y hueso disponible en unos metros. Las chicas esperan de cháchara a la puerta de los locales como la que sale a charlar con las vecinas a la hora del fresco. Algunas optan por el uniforme de enfermera, otras por el gorrito de Papá Noel y todas por mostrar abiertamente sus encantos.

Por si alguno no se atreve a aventurarse por aquel camino, entre los puestos de Silom aparece de vez en cuando un joven que, catálogo en mano, muestra a los viandantes el género como el que enseña el muestrario de tapicerías para un sofá. Como en las telas, las hay de todos los colores, texturas y para todos los gustos.

Mientras salimos de Bangkok camino al aeropuerto para seguir nuestro viaje por el norte del país, le comentamos nuestra sorpresa por estas escenas a la chica que nos acompaña. Nos dice que allí es una cosa corriente, asumida y aceptada, una oferta más para el turismo. “Lo que no me parece bien es que se pongan a enseñar los catálogos de día”. Vamos, que por la noche como si se pasean con las tetas al aire, pero hasta que se ponga el sol hay que ser puros y castos.

Ésta es sólo una muestra de las contradicciones de un país marcado de color rojo en el mapa del turismo sexual y que no trata de esconderlo, aunque trata de combinar esta realidad con sus valores tradicionales. Pero aún hay más.

El nivel de inglés de los tailandeses deja mucho que desear. Algo así como el de los españoles, sólo que allí la diferencia entre los sonidos asiáticos y los europeos convierten una mala pronunciación en un dialecto imposible de descifrar.

Eso sí, todos saben perfectamente dos cosas. LA primera son los números, imprescindibles para negociar los precios. Los thousand y los hundred los pronuncian perfectamente. Lo segundo que les enseñan en el colegio es honeymoon. No hay tailandés que hable con una parejita joven de turistas que no le pregunte “honeymoon?”. No les pidas que construyan la pregunta entera. Y no trates de explicarles nada más, porque no lo van a entender. Sólo mueve la cabeza para decir sí o no.

Nuestro guía por el norte – que se expresa en un español tan rudimentario que hemos dudado si pedirle que nos hable en inglés, que se le da mejor – nos cuenta que tiene una hija de 21 años. Ha estudiado para ser profesora de inglés, pero el le ha dicho que se prepare unas oposiciones para ser funcionaria. Y hasta que no las apruebe, nada de novios. Él y su mujer lo tienen claro: “si hija embarazada, problema ella, yo no”. Vamos, que si llega con un bombo la echa de casa.

Por todo esto, después de casi una semana por estas tierras, no nos ha extrañado que, después de acompañarnos a nuestra habitación, la recepcionista del hotel se haya despedido deseándonos feliz luna de miel.

viernes, 7 de enero de 2011

Tintín en Tailandia (III): Lujo oriental

Chiang Mai – 16.12.2010
Los cinco días que llevamos en Tailandia han sido suficientes para adjudicar un significado a esta expresión, generalmente imprecisa. Básicamente, el lujo oriental consiste en poner a disposición del cliente – ya sea huésped de hotel, comensal de restaurante o pasajero de avión – cualquier cosa que pueda facilitar, hacer más cómoda o más agradable su estancia en el negocio en cuestión. Y cualquier cosa significa cualquier cosa.

El primer ejemplo lo encontramos en nuestro hotel en Bangkok. Entre los licores del minibar – que, por cierto, vienen en botellas más generosas que las que ofrecen los hoteles occidentales – nos sorprendió encontrar una caja de preservativos. Dado el género que se puede encontrar en una calle a no más de cien metros del hotel, llena de clubes nocturnos donde se puede encontrar todo lo que una mente calenturienta puede desear, es comprensible que más de un cliente se vea en situación de recurrir a estas gomitas profilácticas.

Pero la cosa va mejorando hotel por hotel. En el segundo, encontramos en un cajón de la mesilla de noche una linterna. Ir al baño por la noche sin tener que encender la luz para no despertar a nadie o pasear entre la frondosa vegetación que rodea al edificio. Eso queda al gusto del usuario, pero desde luego tiene la oportunidad de hacer lo que elija.

Otro punto son los cócteles de bienvenida. Mientras un recepcionista hace el registro en el hotel, el cliente espera en los sillones del vestíbulo degustando un refrigerio cortesía de la casa. Zumo de crisantemo, de azucena… No siempre son sabores agradables para el paladar occidental – a veces incluso los olores sirven de primer aviso a lo que nos espera – pero, recordando el refranero, de biennacidos es ser agradecidos y, además, la intención es lo que cuenta. Así que unos sorbitos para no ofender a los anfitriones.

Los transportes tampoco se quedan atrás. Las azafatas de Thai y su frenética actividad desde el despegue hasta el aterrizaje – dure lo que dure el vuelo – son sólo un avance para el que llega por primera vez al país. En nuestro caso, durante las casi 12 horas desde Madrid contamos que se cambiaron de uniforme cuatro o cinco veces.

Nuestro transporte por el norte del país – una confortable furgoneta Toyota – no tiene nada que envidiarle al 747 de Thai. Desde el asiento del copiloto – el izquierdo en Tailandia – nuestro guía nos ameniza los trayectos más largos con sus versiones de grandes clásicos del pop y del rock. Ha demostrado ser un gran enamorado de Queen. La parte coral de Bohemian Rapsodi, que el propio grupo no era capaz de interpretar en directo, no tiene secretos para él. En agradecimiento, Milú y yo le hemos correspondido con una versión a capella del Que viva España de Manolo Escobar. ¡Qué no se diga!

martes, 4 de enero de 2011

Tintín en Tailandia (II): Postales de Bangkok

Bangkok – 14.12.2010
Lo que más impresiona al visitante de esta desordenada ciudad son sus contrastes. Barrios de rascacielos entre los que sobreviven oscuros callejones y casas cochambrosas conviven con armoniosos templos o con canales que recuerdan a una Venecia empobrecida. Y en medio de ese laberinto, un pueblo que mezcla sus más antiguas costumbres con las influencias llegadas de occidente.

El Wat Phra Kaeo es seguramente el lugar más bonito de la ciudad. Las distintas edificaciones que forman el complejo, las grandes figuras que lo custodian o los minuciosos murales que decoran sus paredes bien merecen la entrada, cara para lo que se estila por aquí. Es, básicamente, lo que uno espera encontrar cuando llega a esta parte del mundo.

Los templos son prácticamente el único remanso de tranquilidad en una ciudad bulliciosa desde primera hora de la mañana hasta medianoche. Está claro que las autoridades locales han optado por la expansión acelerada y han dejado el orden y la belleza para los monjes y sus recintos. El sistema de tren aéreo, que apenas cubre una franja de la ciudad, rivaliza en las alturas con las autopistas que atraviesan el casco urbano de lado a lado, llenando lo que podrían ser grandes avenidas ajardinadas de enormes columnas de hormigón.

Caminando por una acera, comprobamos que se va hundiendo y poco a poco se transforma en un pasadizo subterráneo lleno de tiendas de móviles, ordenadores y todo tipo de tecnología. Y es que el comercio lo invade todo. Grandes o pequeñas, no soy capaz de recordar una calle en la que no hubiera alguna tienda. Las más turísticas ofrecen todo tipo de imitaciones y artículos de recuerdo. En China Town se encuentra de todo y a buen precio, aunque la calidad no siempre es de fiar. En los barrios más populares, es fácil detectar como los gremios se reparten por calles. Entre los ejemplos más llamativos recuerdo calles en las que las aceras están invadidas por estatuas de buda de todos los tamaños y colores recubiertas por grandes plásticos para protegerlas; en otra, las guitarras eléctricas, desde las más clásicas a las de color rosa, cuelgan en las puertas de los locales como el que vende pañuelos de colores; o la calle de las funerarias, con ataúdes de todos los modelos y medidas.

A diferencia de otras ciudades, Bangkok no vive alrededor de su río – el Chao Phraya – sino que lo ha dejado a un lado y lo usa únicamente como ronda de circunvalación fluvial por la que transitan varias líneas de transporte público. En la otra orilla, el barrio de Thon Buri parece el área más humilde de la ciudad. Sin embargo, navegando por sus canales, entre sus casas de madera aparecen cada trecho lujosas villas o templos de tejados picudos y adornos brillantes.

lunes, 3 de enero de 2011

Tintín en Tailandia (I): "Mi taxi es rosa porque nací en martes"

BANGKOK – 12.12.2010
Venimos por la autopista del aeropuerto y me llama la atención el colorido de los taxis locales. Me cautivan especialmente unos de color rosa chillón, no sé si porque son los más numerosos o por lo llamativo de su color. Después de haber leído mucho sobre las perrerías que pueden llegar a hacer los taxistas del lugar, le pregunto a la guía que nos acompaña hasta el hotel si esos rosas son alguna empresa oficial o, cuanto menos, fiable.

“No te puedes fiar de los colores en los taxis”, me responde. Entonces nos explica que los lugareños son muy supersticiosos y que, por ejemplo, los dueños de los taxis los pintan de un color u otro dependiendo del día de la semana en que nacieron. El rosa corresponde al martes. “¿Ves ese otro taxi, verde y amarillo? Es una empresa de dos socios: una nació un lunes y otro un miércoles”.

Ya que hablamos de tráfico, merece un párrafo la aventura que supone para el caminante cruzar una calle. En mi primera visita a El Cairo me advirtieron que los coches no se pararían para dejar pasar a los peatones por un semáforo en rojo. “Alá es grande”, decían los nativos para justificar este tipo de barbaridades. Pues bien, Buda no se queda atrás: en Bangkok apenas hay semáforos para los peatones, simplemente pasos de cebra en los que, por supuesto, nadie se para por las buenas. Hay que saltar a la carretera cuando la distancia con el siguiente coche no es muy peligrosa y hacerle una señal con la mano para que vaya frenando.

Aparte de eso, nuestro primer día en Bangkok nos deja otras estampas curiosas: una mujer cortándose las uñas de los pies mientras atiende su puesto en el mercado de Mo Chin o la amplia oferta de los puestos callejeros, que cuentan con las ya clásicas falsificaciones de Rolex o con los diseños de ropa más modernos. Todo ello bajo intensos olores, no siempre agradables, pero que añaden un punto de exotismo al lugar.