lunes, 10 de enero de 2011

Tintín en Tailandia (VI): Elefantes

Es curioso lo que la cultura audiovisual es capaz de conseguir. Un animal capaz de matar a un hombre de un pisotón se ha convertido en uno de los miembros más simpáticos del mundo salvaje gracias a sus apariciones en la gran pantalla. Víctimas de ese sentimiento de complicidad con estos bichos de grandes orejas, patas rechonchas y elástica trompa, no hemos podido resistir la oportunidad de pasar unas horas observándolos de cerca, muy de cerca.

Acostumbrado a verlos en zoológicos detrás de un foso, impresiona cuando el primero pasa a tu lado caminando tranquilamente, por supuesto guiado por su cuidador. La leve lluvia que cae desde primera hora de la mañana ha embarrado el camino y las grandes huellas se quedan marcadas hasta que el paso de otros compañeros las destroza.

Por unos pocos céntimos, compramos un pequeño picnic para elefante, consistente en una piña de plátanos y varios trozos de caña de azúcar. Sus trompas se acercan lentamente mientras les vamos dando, una a una, las frutas y las porciones de caña. La forma en que las mueven recuerda a una serpiente que se enrosca y la sensación cuando te quitan la pieza de la mano es extraña. Una vez en su poder, la trompa vuelve hacia la boca, que apenas se mueve, por lo que parece que engullen rápidamente sin ni siquiera masticar.

Pero si resulta extraño estar junto a ellos, pasear sobre sus lomos es toda una experiencia. Nunca hubiera imaginado que se movieran tanto al andar. Cada paso supone en balanceo hacia el lado de la pata correspondiente. Es un vaivén lento y brusco, como los pasos del animal: hacia un lado, parada y hacia el otro lado… Y así casi una hora. ¡Qué fatiga!

El mundo se ve de otra forma desde lo alto de un elefante. Se ríe uno de los leones, reyes de la selva. El rey es ese que va delante mía y los de su especie, que con un palo de no más de medio metro consigue domar a una mole que pesa no sé cuántas veces más que él.

Bueno, o eso es lo normal. Porque nuestro elefante parece que no está muy domesticado. Él va a su ritmo, uno tranquilo y anárquico. De pronto, a la orilla de un camino llano y de una anchura aceptable tratándose de aquellos parajes, aparece lo que en España diríamos un camino de cabras – que en Tailandia debe llamarse un camino de elefantes – marcado únicamente por pisadas entre la hierba. Y al animalito se le antoja meterse por allí.

Así que si en el camino llano ya dábamos tumbos, en esa sucesión de cuesta arriba, cuesta abajo y vuelta a empezar aquello era una montaña rusa pisando huevos. Así que durante media hora hemos estado perdidos del mundo a lomos de un elefante. Menos mal que la ruta alternativa volvía al camino original. No me atrevería a decir que ha sido un paseo agradable, pero sí memorable.

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