viernes, 14 de enero de 2011

Tintín en Tailandia (VIII): Chanclas

Ko Phi Phi Don – 21.12.2010
En la zona más plana de la isla, entre dos bahías, se encuentra el único pueblo de este minúsculo archipiélago. Creo que ni siquiera se han molestado en ponerle nombre. Al menos, yo no lo he visto en ningún mapa. En realidad es una aglomeración de chiringuitos y tenderetes entre los que se levantan algunas casas, todas ocupadas por tiendas, bares y restaurantes de todo tipo y negocios turísticos: centros de buceo, locales de masajes, albergues y hoteles.

Aunque a ras de suelo el lugar no es nada especial, una colina vecina ofrece una vista excepcional. Eso sí, el que llega arriba se la merece. Entre el esfuerzo de la subida y la humedad, he sudado como no recordaba haberlo hecho nunca. De vuelta al pueblo, un grupo de monos se ha cruzado en el camino y no nos ha dejado pasar hasta que los turistas – que iban llegando poco a poco desde el mirador – los hemos superado en número y han decidido hacerse a un lado, aunque aún los sentíamos volar entre las ramas de los árboles sobre nosotros.

“Pí, pí” es el sonido más repetido en el pueblo y no se refiere al nombre de las islas. Son los ciclistas – junto a los monos, una de las especies más numerosas de la fauna local – que circulan a toda velocidad por las calles y avisan así a los peatones para que se quiten de su camino. Y es que sus vehículos son probablemente los más rápidos que existen en toda la isla, ya que no hay coches ni motos, y se creen los amos de la pista. Más visibles y más lentos son los maleteros, que tiran de grandes carros entre los hoteles y los embarcaderos llevando los bultos de sus huéspedes.

Seguramente es el único lugar con algo de bullicio en casi 50 kilómetros a la redonda. A media hora en barca de allí, estamos solos el sol, las olas, la arena, una ligera brisa, Milú y yo. De vez en cuando levantamos la vista al escuchar el ruido de una lancha que pasa a unos metros o vemos a una pareja que camina por la orilla. Y nada más.

No se escuchan las conversaciones a voces de la sombrilla vecina – porque no hay – ni la madre llamando a su hijo por toda la playa para que se coma el bocadillo de tortilla.

Esta calma invita tanto a pensar: recuerdos, planes, errores del pasado, incertidumbres para el futuro… Quizá demasiado para unas vacaciones, demasiado para alguien como yo, acostumbrado a la vida de la ciudad. Aunque admito que así casi, y sólo casi, me gusta la playa. Llevo tres días en chanclas, lo que se me ocurre que es un claro indicador de tranquilidad, de comodidad, de despreocupación y, por tanto, de felicidad.

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