miércoles, 10 de diciembre de 2014

Tintin en Madrid (II) - Castizo

Castizo es un adjetivo típicamente madrileño. No recuerdo haberlo oído usar con tal profusión en ningún otro lugar de España. Para los madrileños parece ser algo de qué presumir, pero nunca he entendido qué implica exactamente ser castizo. Es algo típico, auténtico, puro… Pero, ¿dónde está el límite entre el bien y el mal?

Entramos en un bar cualquiera a poco más de cincuenta metros de la Plaza Mayor. Un local estrecho, con las paredes de un sospechoso color amarillento, un peculiar olor que no recuerda precisamente a comida y una decena de detalles que centran nuestra conversación en el rato que pasamos allí. Ni siquiera recuerdo cómo se llama. Pero podría ser un buen ejemplo de bar castizo.

Castizo por la zona, en uno de los barrios más típicos de la ciudad; castizo por la variedad gastronómica, con tortilla, huevos rellenos o albóndigas en salsa; pero castizo también por el ambiente en general que allí se respira. El puente ha llenado todo de turistas, pero el local se mantiene como una pequeña isla que conserva sus esencias a pesar de todo. No se han molestado lo más mínimo en arreglarlo o, al menos, maquillarlo para atraer a más visitantes.


Algunos elementos del local son curiosos, como la ya antigua caja registradora –ahora es más habitual ver los ordenadores con pantalla táctil para cobrar– forrada con cromos de futbolistas de hace varias décadas. Pero la higiene también es castiza: no tranquiliza mucho ver a los camareros, camisa blanca y pantalón negro, que usan el mismo trapo para limpiar la barra o la tabla donde cortan las raciones de embutidos. Pero debe ser algo típico, porque lo hacen sin ningún reparo, sin esconderse lo más mínimo.

Menos mal que el alcohol lo desinfecta todo. Unas castizas cervezas Mahou y unos vermuts servidos de una botella de cristal cuadrada sin etiqueta se encargan de desinfectar nuestros vasos. En cuanto a la comida, mejor la dejamos para la siguiente parada en el camino.

Tintín en Madrid (I) - Provincias

Todo lugar que se precie debe tener un tópico que define su naturaleza o la de sus habitantes. En el caso de Madrid, la creencia popular dice que los madrileños son unos chulos y que se sienten un escalón por encima del resto del país. Aunque lo políticamente correcto es decir que todo eso no tiene justificación, es innegable que algo hay. Y no todo es culpa de los habitantes de la capital. Los de fuera lo ponen demasiado fácil algunas veces.

El prototipo de familia –papá, mamá, niña de la mano y niño en el carrito– entra en un vagón de la línea 1 del metro, que recorre las zonas más céntricas y más transitadas de la ciudad. A pesar de que el tren va atestado de gente, no se les ocurre coger en brazos al pequeño y plegar la sillita. Apenas consiguen avanzar y se quedan frente a la puerta. El resto de pasajeros tiene que apretarse un poco más y esquivarlos cada vez que quieren bajar en una estación. Así que, en tan solo unos segundos, se convierten en el centro de atención de los demás viajeros.

A su lado se encuentra otra familia del mismo estilo. No se conocen, pero en seguida entablan relación. Unos son de un pueblo de Badajoz y los otros de Rota (Cádiz). Es fácil saberlo, porque hablan prácticamente a gritos y se cuentan los unos a los otros las primeras anécdotas de su paso por Madrid. Entre el resto del pasaje se cruzan miradas y sonrisas que delatan una mezcla de simpatía y vergüenza ajena.

Y, cuando todo el vagón está pendiente de su conversación, uno de ellos se para a pensar dónde está metido y cómo funciona aquello: “oye, ¿y esto gastará mucha gasolina o va por el cable de la luz?”. Dudas de la gente de provincias que dan pie a que los de la capital se rían un rato. Los de la capital y cualquiera que haya visto desde el andén un convoy que se acerca desde el túnel soltando chispaos. Pero quizá el que pregunta llegó anoche al hotel en su coche y se está montando en metro por primera vez esta mañana.

Más allá de la anécdota puntual, la ciudad ofrece decenas de situaciones en las que fácil delatarse como forastero. Como esos que otean el horizonte despreocupados desde el centro de las escaleras mecánicas sin darse cuenta de que interrumpen el paso de gente que va con prisas. O los que se gritan de un lado a otro de la calle tratando de mantener unido a su grupo entre la marea humana que sube por cualquiera de las cuestas que desembocan en la Plaza Mayor. Seguramente son más los visitantes que se mezclan fácilmente con las masas locales y pasan desapercibidos. Pero aun queda demasiada gente para la que salir de su tierra es una excepción y pasear por la capital es toda una aventura. Y después se molestan porque los del Foro presuman de capitalidad.

martes, 2 de diciembre de 2014

Tiempo

El tiempo me sobra y me falta casi a partes iguales. Marca mi vida, al igual que la de todos vosotros, y no hay manera de alterarlo o manejarlo lo más mínimo. Apenas puedo observar cómo pasa siguiendo el movimiento circular de unas manecillas. Pero eso lo hace incluso más tedioso.

Se me va demasiado deprisa cuando necesito más. Parece no avanzar cuando anhelo un momento futuro —una visita, una llamada, un encuentro— que no termina de llegar nunca. Mientras los días se me hacen más largos, los años se vuelven cada vez más cortos. Una extraña sensación de dilatación y contracción simultánea por la que ayer o mañana quedan demasiado lejos, mientras que un día de hace ocho meses parece más reciente de lo que indica el calendario.

Despierto en plena noche y mi reloj marca las 3.57. Parece que ha pasado una eternidad desde que cerré los ojos, pero en realidad hace menos de tres horas. Apenas me queda sueño que dormir, pero resta otra eternidad hasta que sea momento de levantarse y reanudar la vida cotidiana. La habitación está oscura, en silencio y cualquier signo de la vida que transcurre detrás de la persiana es casi imperceptible. Y el tiempo no pasa. A veces, la mente se parece demasiado a esa misma habitación. Incluso a plena luz del día.

Mientras que algunos fantasean con viajar en el tiempo, yo no aspiro ni siquiera a controlarlo. Si acaso a soportarlo, ya que he de vivir con él hasta que se me acabe. Quizá a comprenderlo. Y, si es posible, a utilizarlo de la manera más provechosa posible.