jueves, 24 de julio de 2014

Tintín por España (V) - Sentarse en una plaza

Cuando salgo de viaje asumo que me encuentro en un escenario extraño. Por eso, siempre voy buscando algo espectacular, diferente, único. Pero no hay que olvidar que cualquier destino, por exótico que parezca, es un escenario cotidiano para la gente que vive allí. Por eso, a veces, en lugar de buscar monumentos, museos o paisajes de postal, disfruto simplemente sentado en una plaza cualquiera viendo la vida pasar.

Es sábado por la tarde. Una luz naranja pinta la mitad de las fachadas de la Plaça de la Mare de Déu, en Valencia. Desde la mesa de una de las terrazas que salpican el lugar, observo el panorama y a los personajes que lo pueblan sentado en un escalón. Junto a mí, un grupo de niñas de 14 ó 15 años discuten sobre el camino hacia su próxima parada. Se ve que no son de aquí, porque no lo tienen nada claro. “Pues habrá que preguntarle a alguien”, dice una. “¿Le preguntamos a este?”, comenta otra, claramente hablando de mí, pero como si yo no me estuviera enterando de nada. Al final, recurren a la solución más práctica en estos casos: preguntarle a un viejo. Ellos siempre lo saben todo sobre direcciones.

Un fotógrafo acompaña a una pareja de novios que acaba de casarse en la Catedral. Los lleva ante la puerta de los Apóstoles, donde se celebran las reuniones del Tribunal de las Aguas. Los hace acercarse, alejarse, besarse, abrazarse… Solo hay un problema: un vendedor de cupones ha instalado su tenderete justo delante y les fastidia los planos más largos. Y, por si eso fuera poco, cada vez son más los paseantes que se paran a contemplar la escena. Yo entre ellos. No sé si les importa, si pasarán vergüenza o si están en su nube y no se dan cuenta de nada.

Ya que me he levantado y viendo que el lugar es agradable y entretenido, me siento en una de las terrazas que salpican la plaza y me pido una cerveza. A mi espalda, una mesa con cuatro o cinco treintañeros con una de esas conversaciones banales típicas de sábado por la tarde. Hay dos o tres valencianos y otros dos extranjeros. Entre cotilleos varios, los locales intentan explicar a los foráneos el sentido de alguna de esas expresiones vulgares españolas cuya traducción literal no tiene sentido en ninguna otra lengua del mundo.

Y mientras la vida sigue en la plaza. Una madre corre detrás de su hijo pequeño, que intenta meterse en la Fuente del Turia. Un grupo de jóvenes, todos con la misma camiseta, pasean sin rumbo disfrutando de las vistas y del aire fresco que correo por primera vez en el día. El botellín ya se ha acabado, el sol ya se ha puesto del todo y mis tripas están haciendo ruido. Me voy a cenar.

miércoles, 23 de julio de 2014

Tintin por España (IV) - El estado de la Nación

Recorrer un país en tan poco tiempo da la oportunidad de hacer una radiografía del estado de la Nación. No diré si más o menos acertado que el que cada año retransmiten desde el Congreso, pero desde luego mucho más a pie de calle. Las fechas y el descenso general son de sobra conocidos pero, hablando cara a cara con pequeños empresarios de medio país, han llegado a mis oídos historias de esas que dan una idea de la dimensión real de lo sucedido.

Pasear por el centro de muchas capitales de provincia es desolador. Decenas de locales cerrados hacen pensar en la cantidad de negocios que han dejado de existir en los últimos cinco o seis años. Sobreviven las grandes cadenas y, con suerte, algún negocio local. En Madrid, Barcelona o Valencia apenas se nota el fenómeno. En el otro extremo, me han llamado la atención Zaragoza y Lérida. La primera figura como la quinta ciudad más poblada, según datos de 2013. La segunda bien podría ser el prototipo de pequeña capital de provincia. Y ambas han corrido una suerte parecida.

En Zaragoza se salva la principal calle comercial, pero en cuanto uno se aleja un par de manzanas se vacían las calles y todo tiene un tono más oscuro. Un moderno tranvía que recorre el centro y las terrazas abarrotadas de algunos bares dan una cierta sensación de prosperidad, pero basta con pasear un poco para ver que no es lo que parece.

En Lérida, ni siquiera la principal calle peatonal mantiene las apariencias. Grandes cristales llenos de polvo dejan ver tras de sí enormes locales vacíos. Pero, al menos, la zona conserva una afluencia de paseantes considerable. De camino a la Seo Vella, que preside la ciudad desde lo alto de una colina, las calles se convierten en un desierto.

El comentario más repetido es que todos se dieron un batacazo entre los años 2008 y 2009. Y eso significa que más de uno, ante la buena situación y la aparentemente imparable subida del mercado, decidió seguir creciendo y se gastó varios cientos de miles de euros en abrir una tienda nueva. Gente que llegó a aglutinar patrimonios millonarios, que abrió cuentas en Suiza, que tenía sueños y aspiraciones como comprarse un Ferrari y que, de golpe y porrazo, vio como sus beneficios se hundían y no eran capaces de afrontar sus deudas.

Ante esto nace la capacidad de vivir al día, de seguir adelante como sea y de no mirar los agujeros que dejas atrás. Esa habilidad que yo nunca he tenido y que me ha frenado a la hora de iniciar cualquier negocio. Pero hay quien lo hace, quien sabe echar cara al asunto. Supongo que esos son los que han sobrevivido.

Lo mejor de todo es que me dicen que parece que la situación comienza a remontar. Yo soy incrédulo por naturaleza, pero es cierto que son muchos los implicados que coinciden en repetir la misma idea.

martes, 22 de julio de 2014

Tintín por España (III) - Un hotel para toda la vida

El cartel azul con la H en blanco junto a la puerta no dejaba lugar a dudas de que estábamos en el sitio correcto. Sin embargo, la escena que se presentaba en el hall de entrada me hizo dudar. Medio centenar de ancianos –unos sentados alrededor de mesas blancas, otros paseando con andadores y algunos empujados por enfermeras en sus sillas de ruedas– atestaban el lugar. Sobre un gran mostrador, que parecía ser la recepción, un gran cartel indicaba las instalaciones disponibles en cada piso. Sin embargo, el nombre de dichas áreas parecía corresponder más a un centro sanitario que a un alojamiento vacacional. Más que un hotel, aquello parecía un geriátrico.

La búsqueda de lugares baratos lleva a veces a sitios increíbles. Increíbles no por buenos, sino en el sentido más literal de la palabra: de esos que no puedes creer que existan. He dormido en una habitación con una holandesa muda que solo hacía ruido cuando movía su silla de ruedas eléctrica, he dormido en la cubierta de un barco por no pagar un camarote, he compartido literas con todo tipo de mochileros… Pero este sitio, situado en una de las colinas en las que se asientan las afueras de Oviedo, se lleva la palma.

Efectivamente, es una residencia de ancianos. Sin embargo, parece que calcularon por lo alto el número de habitaciones y. las que les sobran, se las alquilan a turistas. Eso en el mejor de los casos. Se me ocurren motivos más macabros por los que el establecimiento tiene plazas de sobra, pero no quiero herir la sensibilidad de nadie. El hecho es que les sobra mucho sitio. Durante el curso, también es una residencia universitaria. Ya me imagino el buen rollo que habrá de septiembre a junio entre los vejetes y los jovencillos. Seguro que se bajan juntos a ver el partido o a jugar un dominó para aliviar tensiones después de los exámenes.

Superada la primera impresión, el sitio no está tan mal. Tienen gimnasio, psicina, sala de ordenadores, aulas para cursos y conferencias, salón de belleza, una pequeña clínica dental… Tienen incluso una guardería. Vamos, que puedes llegar allí con unos meses y, setenta u ochenta años después, morir en el mismo establecimiento. Una ventaja para esa gente a la que no le gustan los cambios de aires.

lunes, 21 de julio de 2014

Tintin por España (II) - La verbena

Llega el verano y la geografía española se llena de verbenas. En principio para celebrar el día de los respectivos patrones, pero en realidad el objetivo es aprovechar el buen tiempo, favorecer la mezcolanza de mozos y mozas de aldeas vecinas y pasar un buen rato en la plaza del pueblo. La de esta noche es un tanto especial, porque el lugar no se parece al de ninguna de las fiestas a las que he asistido hasta ahora.

Se está poniendo el sol y los comercios van cerrando poco a poco las puertas. Sin embargo, el centro de Burgos parece cada vez más bullicioso. De pronto, un cartel colgado de la pared me lo explica todo: hemos llegado en plenas fiestas de San Pedro y San Pablo. Desde varios tablados repartidos por el casco histórico, grupos de todo tipo ponen la banda sonora a mi paseo por la ciudad. Un pequeño kiosco que sirve cerveza barata en la Plaza Mayor parece un buen lugar para la primera parada.

Media hora más tarde, el recorrido termina junto a la Catedral, donde un gran escenario acoge la principal cita de la velada: una orquesta –porque en las verbenas no se habla de grupos o bandas, sino de orquestas– dispuesta a tocar lo que sea necesario mientras aguanten las voces y los dedos de sus integrantes. Ante ellos, poco a poco se va congregando un público entregado que baila todo lo que le echen. En particular, me llama la atención el poder del pasodoble. Para mí siempre ha sido una música antigua, pero no recuerdo ninguna fiesta en la que no consiga que decenas de personas se agarren por parejas y comiencen a bailar. Y estos castellanos no iban a ser menos.

Pero hay más. La cantante anuncia que van a tocar un poco de “música andaluza”. Ahí cabe todo. Por supuesto, canta con profundo acento castellano. Sin embargo, confieso que mis labios comienzan a moverse siguiendo las letras. Y a continuación viene un repertorio de los grandes éxitos de Abba. También me los sé.

A pesar de todo, consigo mantenerme al margen de la fiesta refugiado en la terraza de un bar al borde de la plaza mientras devoro un suculento bocadillo de morcilla de Burgos. Aunque la comida siempre es un momento de descanso y desconexión del mundo, sigo maravillado con la peculiar escena que tengo ante mí. Si miro a la izquierda, la silueta de una de las joyas del gótico español se recorta sobre el cielo, ya oscuro. Un poco más a la derecha, la cultura más popular también se manifiesta en todo su explendor para disfrutar de la noche del viernes.  

domingo, 20 de julio de 2014

Tintín por España (I) - Comer en la carretera

Llevo años queriendo hacer un viaje en coche. Disfrutar de la libertad de moverte donde y cuando quieras, los paisajes que guardan algunas carreteras escondidas, esos pueblos que aparecen en el camino y que resultan ser una grata sorpresa. Esta vuelta a España no ha sido la ocasión soñada por mí. Habría muchas cosas que mejorar. Pero sí que me ha brindado alguno de los privilegios de viajar sobre cuatro ruedas.

Uno de ellos es comer en la carretera. La primera clave –creo que es un estándar internacional– es elegir un local donde haya cinco o seis camiones parados. Los camioneros son a los bares de carretera lo que las estrellas Michelin a un cocinero famoso. Por eso, otro rasgo identificativo es que tengan un aparcamiento amplio: una gran explanada en la que el asfalto de la carretera ha dejado su lugar a una capa de arena y gravilla que los pasos de los clientes mueven del coche al bar y del bar al coche.

El primero de estos bares lo encontramos en la provincia de Soria, a unos pocos kilómetros de la capital. Aunque son los primeros días de julio, el cielo está cubierto y corre un aire fresco que invita a la manga larga. Así que opto por una comida contundente: guiso de garbanzos y salchichas al vino. “Buen almuerzo”, comenta la camarera sonriente mientras anota la comanda en su libreta.

En plena provincia de Soria hay quienes prefieren tomar espaguetis a la carbonara o un gazpacho andaluz. Cosas de la globalización, que llega mucho más allá de la comida. Los manteles de cuadros y las sillas de madera oscura conviven con la tele de plasma y una red wifi gratuita para los clientes. Parece que no solo se para a comer o a echar un café para mantenerse despierto al volante, sino también a mirar el correo electrónico y a buscar en Google algo sobre el próximo destino.

Pero lo de los camiones no deja de ser la verdad más grande para el conductor hambriento. Tres días más tarde, un segundo intento me lleva a otro bar de carretera de la provincia de Lugo. En la puerta hay bastantes coches, pero apenas un camión. No obstante, el miedo a no encontrar otro lugar o a que se haga tarde puede más. En apenas media hora, una comida poco conseguida y un vino con sabor a desinfectante castigan la imprudencia.