Llega el verano y la geografía
española se llena de verbenas. En principio para celebrar el día de los
respectivos patrones, pero en realidad el objetivo es aprovechar el buen
tiempo, favorecer la mezcolanza de mozos y mozas de aldeas vecinas y pasar un
buen rato en la plaza del pueblo. La de esta noche es un tanto especial, porque
el lugar no se parece al de ninguna de las fiestas a las que he asistido hasta
ahora.
Se está poniendo el sol y los
comercios van cerrando poco a poco las puertas. Sin embargo, el centro de
Burgos parece cada vez más bullicioso. De pronto, un cartel colgado de la pared
me lo explica todo: hemos llegado en plenas fiestas de San Pedro y San Pablo. Desde
varios tablados repartidos por el casco histórico, grupos de todo tipo ponen la
banda sonora a mi paseo por la ciudad. Un pequeño kiosco que sirve cerveza
barata en la Plaza Mayor parece un buen lugar para la primera parada.
Media hora más tarde, el
recorrido termina junto a la Catedral, donde un gran escenario acoge la
principal cita de la velada: una orquesta –porque en las verbenas no se habla
de grupos o bandas, sino de orquestas– dispuesta a tocar lo que sea necesario
mientras aguanten las voces y los dedos de sus integrantes. Ante ellos, poco a
poco se va congregando un público entregado que baila todo lo que le echen. En
particular, me llama la atención el poder del pasodoble. Para mí siempre ha
sido una música antigua, pero no recuerdo ninguna fiesta en la que no consiga
que decenas de personas se agarren por parejas y comiencen a bailar. Y estos
castellanos no iban a ser menos.
Pero hay más. La cantante
anuncia que van a tocar un poco de “música andaluza”. Ahí cabe todo. Por supuesto,
canta con profundo acento castellano. Sin embargo, confieso que mis labios
comienzan a moverse siguiendo las letras. Y a continuación viene un repertorio
de los grandes éxitos de Abba. También me los sé.
A pesar de todo, consigo
mantenerme al margen de la fiesta refugiado en la terraza de un bar al borde de
la plaza mientras devoro un suculento bocadillo de morcilla de Burgos. Aunque
la comida siempre es un momento de descanso y desconexión del mundo, sigo maravillado
con la peculiar escena que tengo ante mí. Si miro a la izquierda, la silueta de
una de las joyas del gótico español se recorta sobre el cielo, ya oscuro. Un
poco más a la derecha, la cultura más popular también se manifiesta en todo su
explendor para disfrutar de la noche del viernes.
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