viernes, 21 de diciembre de 2018

Tintin en Londres - Look left, look right

Luce el sol y hace frío: una bonita mañana de martes a mediados de diciembre. El bullicio habitual llena las calles. Londres me espera. 

Esta vez he renunciado a mi ya tradicional visita a Abbey Road. En su lugar, me he ido en busca de otro estudio, menos conocido, pero que también es fundamental en la historia de los Beatles. Está en el número 3 de Savile Row y es el lugar donde ofrecieron su último concierto en público como grupo. 


Una fría mañana de invierno del año 1969 se subieron a la azotea, pusieron sus amplificadores a todo volumen y comenzaron a tocar mientras la gente que andaba en esos momentos por las aceras del Row se paraba y miraba hacia arriba. Y eso mismo hago yo, casi cincuenta años después, aunque hoy no se escucha nada. Los estudios de Apple han desaparecido y, en su lugar, hay una tienda de ropa infantil. Sólo en mi cabeza resuena la batería de Ringo marcando el galopante ritmo de Get Back, la última canción que sonó antes de que la policía, avisada por algún vecino, detuviera el espectáculo.

En mi paseo por uno de los barrios más caros de Londres, me dejo sorprender por la exuberante decoración de tiendas y galerías comerciales y por el pomposo alumbrado navideño, todavía apagado a estas horas de la mañana pero que, aun así, no pasa desapercibido.  Hay osos vestidos de traje de gala en un escaparate, un coche recubierto de vegetación y regalos de navidad, bolas y luces de todos los colores… Es extraño como, a veces, la sobriedad inglesa salta desaparece y deja paso al otro extremo del estilo: la ausencia total del mismo.

Por más que los ingleses sean unas criaturas bastante especiales, difíciles de llevar a veces, siempre me gusta volver por aquí. He de reconocer que la cultura británica ha sido desde hace mucho tiempo una gran influencia para mí. Será por eso que me siento como en casa. Eso sí, después de tantas visitas sigo sin acostumbrarme a que, al cruzar la calle, los coches vengan del lado contrario al que yo esperaría. Sé que es así, pero la fuerza de la costumbre es mayor que la de la razón. 

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Tintin en Islandia (II) - Las luces del norte

El color vuelve momentáneamente a los diarios de Tintin porque no se me ocurre otra manera mejor de compartir con vosotros una de las grandes maravillas de la naturaleza. Aunque he leído sobre el tema, aún no me siento capaz de explicar qué es exactamente una aurora boreal. Eso sí, puedo decirlos que verla es una experiencia inolvidable.


Estoy en Hvammstangi, una pequeña localidad en el noroeste de Islandia. Por primera vez en muchos días, la noche se presenta despejada. Lo primero es consultar la web que predice la posibilidad de ver auroras esa noche en las distintas regiones del país. Parece que hay posibilidades.  Así que, en torno a medianoche, me pongo toda la ropa de abrigo que tengo a mano y salgo del apartamento. 

Las calles están desiertas. No pasa ni un coche y, por supuesto, no hay ni una persona a la vista. Sin embargo, hay muchísimas farolas y eso impide ver el cielo con claridad. Así que me dirijo al puerto. Para evitar cualquier foco de luz, me resguardo en la parte trasera del edificio de la oficina de turismo, prácticamente a oscuras. Hay algunas nubes y a lo lejos, sobre el fiordo, se ve un leve resplandor blanco, pero podría ser cualquier cosa. 

Apoyo mi cámara en un aparato de aire acondicionado que sobresale del edificio para tomar una foto de larga exposición. Lo que al ojo humano era blanco, el sensor lo capta como una luz verde. Quizá sea algo. Pero, a pesar de toda la ropa que llevo encima, hace demasiado frío allí. Así que decido buscar un nuevo emplazamiento. 

Camino en paralelo a la costa en busca de otro punto de oscuridad. Y lo encuentro junto a una obra, en una mesa de madera un poco apartada de las farolas de la calle. Apoyo de nuevo la cámara y vuelvo a probar. El leve resplandor se va convirtiendo en un rayo de luz más alargado. Y de un verde más intenso. Poco a poco, se va haciendo perceptible a simple vista. Y, tan solo unos minutos más tarde, comienza el espectáculo. 


Sigue haciendo mucho frío, pero me quito el gorro y los guantes para elevar el objetivo y conseguir que apunte al cielo mientras la cámara aún está apoyada contra la mesa. El rayo verde comienza a avanzar y se contonea de un lado para otro. Las pocas nubes que había se han disipado y dejan ver otro rayo que se une a su compañero y comienza a colorear todo el cielo de verde. De pronto, el primero se tiñe de rosa y empieza a dibujar con rapidez una amplia espiral sobre mí. Parece que cayeran pequeñas chispas del cielo, pero no son más que diminutos destellos que se producen entre los grandes colores. 


Y, de repente, todo se calma de nuevo sobre mí. Veo las luces alejarse tierra adentro. Viajan por encima del pueblo y, a pesar de las farolas, son perfectamente perceptibles. Es entonces cuando empiezo a darme cuenta de lo que he visto. Y lo recreo en mi mente una y otra vez, como si tratara de grabarlo en mi memoria para que no se vaya nunca.

lunes, 24 de septiembre de 2018

Tintin en Islandia (I) - La nada

Islandia reúne en una superficie aproximadamente cinco veces menor que España una cantidad de paisajes increíbles y difíciles de encontrar en otras latitudes: hay volcanes aún cubiertos por lava humeante, enormes glaciares, llanuras totalmente teñidas de negro, géiseres, todo tipo de cascadas, playas a cuyas orillas llegan pequeños icebergs empujados por las olas...


Recorrer el país es enfrentarse a continuas sorpresas. Cuando uno se pone en carretera, se enfrenta a un paisaje árido, de una vegetación amarillenta que parece quemada por las bajas temperaturas que sufre durante todo el año. Sin embargo, después de cualquier curva puede aparecer alguna de las maravillas que detallaba al principio. La propia carretera puede ser una sorpresa. Más allá de los alrededores de la capital, Reikiavik, desaparecen las autopistas y el viajero se encuentra carreteras que, aunque están en bastante buen estado por lo general, no llegarían al nivel de una nacional en otro país europeo. Además, puede ocurrir que de pronto la vía se convierta en una camino de tierra o un carril de grava. 

Y es que los rastros de civilización son escasos en el país. Con una densidad de población que no llega a los 4 habitantes por kilómetro cuadrado, ver una casa por la carretera es casi una anécdota. A partir del tercer día de viaje empezamos a encontrar núcleos de población que se acercan más a nuestro concepto de pueblo. Están junto al mar y, a juzgar por los pequeños barcos atracados en sus puertos, se dedican principalmente a la pesca. 

Sin embargo, apenas se aprecian señales de vida en sus calles. Los escasos rincones de mayor actividad son los supermercados, las gasolineras (que a veces contienen el supermercado) y la tienda de licores, único lugar donde se pueden comprar bebidas alcohólicas con más de 2,25 grados. A pesar del buen tiempo – 10 grados y cielos parcialmente despejados – no hay por la calle personas paseando, niños jugando o animales domésticos que caminen junto a sus dueños.

Por eso, el trato con los nativos es mínimo. Y, cuando lo hay, es tan breve, tan seco, que hay poco que decir de él. La mayoría responde con monosílabos o frases muy cortas. Y, mientras lo hacen , apenas se percibe expresión en sus rostros. Supongo que el frío hace mella en el carácter. Y, sabiendo el frío que hace en septiembre, no quiero ni siquiera imaginar lo que debe ser pasar un año, una vida, en aquel mundo de hielo. Eso sí, pasar unos días allí merece muchísimo la pena. Basta con planteárselo como un viaje al desierto, un desierto con mucha agua y vegetación. 

martes, 28 de agosto de 2018

Tintin en Nueva York (IV) - La noche

La ciudad que nunca duerme alterna luces y sombras cuando cae el sol. Los alrededores de Times Square son la zona más luminosa. Pantallas gigantescas llenan de luz el cruce de Broadway con la Séptima Avenida. Y, paseando por allí, te sientes parte del espectáculo. Tú no puedes dejar de mirar a las imágenes a todo color que te rodean, pero al mismo tiempo parece que ellas también te observan a ti. En uno de los extremos de la plaza hay una pequeña grada en la que algunos se sientan a contemplarlo todo. Desde luego, la panorámica merece la pena.


Mucho más al sur, sentado a la puerta de un restaurante de Chinatown mientras espero una mesa libre, me resulta difícil creer cómo cambia aquella parte de la ciudad cuando llega la noche. Los coches pasan a toda velocidad por Canal Street, la arteria principal del barrio, pero a mi alrededor solo hay un callejón oscuro, iluminado solo en un tramo por los letreros de un par de establecimientos que quedan abiertos, y lleno de bolsas de basura. Apenas pasan por allí algunos grupos de turistas despistados y trabajadores que vuelven a casa. Al fondo de la calle, suspendido de un cable que cuelga de lado a lado, un pequeño unicornio iluminado da un toque aún más peculiar a la escena.

Cuando por fin nos hacen pasar al restaurante, el ambiente cambia completamente. Es un local atestado de mesas en las que no queda un sitio libre: unas pequeñas y rectangulares, para grupos reducidos, y otras redondas y más grandes, con una bandeja giratoria en el centro, donde los comensales comparten el espacio con desconocidos. Un enjambre de camareros chinos va de un lado para otro a una velocidad frenética. Reparten cervezas, recipientes de bambú llenos de dumplings, platos de arroz preparados de mil maneras y demás viandas a diestro y siniestro. Si dudas cinco segundos mientras pides la comida te ponen mala cara y, finalmente, te sugieren amablemente lo que puedes comer. Por tu bien y, por supuesto, por el suyo. ¡Que el ritmo no pare! Eso sí, está todo delicioso. 


Después de cenar, toca volver al metro. Allí apenas se nota la diferencia entre el día y la noche: la misma luz, el mismo calor y siempre mucha gente esperando el siguiente tren. Pero esta noche hay problemas con algunas líneas. Después de esperar diez minutos y de que las quejas de los demás pasajeros a través del interfono de la estación no consigan aclarar nada, decidimos cambiar de línea y buscar una ruta alternativa. Conseguimos avanzar hacia el norte, pero tras dos intentos de cruzar la isla de este a oeste en los que encontramos otras tantas líneas cerradas, salimos a la superficie y subimos a un taxi amarillo que atraviesa las avenidas vacías a toda velocidad y en pocos minutos nos deja en nuestro destino. A veces, Nueva York es más complicado bajo tierra que a ras de suelo. 


Mucho más arriba, todo se ve más fácil. Quizá la mejor perspectiva de la noche neoyorquina es la que se contempla desde las azoteas de los rascacielos. Las luces de los edificios y los coches que circulan por la ciudad permiten distinguir perfectamente la cuadrícula que forman las calles y las avenidas. Mi lugar favorito para estas ocasiones es el mirador del piso 86 del Empire State. A sus pies, mirando hacia el oeste, se ven perfectamente los almacenes Macy’s, en Herald Square, y el Madison Square Garden. Más allá, al otro lado del Hudson, se distinguen las luces de Nueva Jersey. Hacia el sur, la Quinta Avenida avanza recta hasta detenerse en el arco de Washington Square. Al fondo quedan los rascacielos del distrito financiero, entre los que sobresale el One World Trade Center. Y, si la noche está clara, también se divisa la Estatua de la Libertad. El este es quizá el lado menos vistoso, con la mancha interminable de luces de Brooklyn. Pero para el norte queda lo mejor: a un lado, el impresionante edificio Chrysler, con su cúpula art decó elegantemente iluminada; al otro, los grandes rascacielos del distrito de los teatros y el resplandor que ilumina Times Square y sus alrededores desde el comienzo de la noche.  

domingo, 26 de agosto de 2018

Tintin en Nueva York (III) - Las gemelas, el hijo único y el vacío

La visita al World Trade Center ha sido, sin duda, la que más me ha llegado de todo el viaje. Supongo que los neoyorquinos ya han asumido la nueva apariencia que ha adquirido tras la tragedia. Pero a mí, después de haberlo conocido en su época de esplendor y más tarde reducido a escombros, me quedaba aún esa tarea pendiente. Y no ha sido hasta que he llegado allí otra vez que he empezado a trabajar en ello.

Comencé a divisar el One World Trade Center, la nueva torre construida en la zona cero, en mi primera mañana en Nueva York. El cielo estaba nublado, pero su silueta se distinguía perfectamente más allá del Empire State desde lo alto del Rockefeller Center. A lo largo de los días, me ha seguido acompañando a lo lejos mientras paseaba por la ciudad. Hasta que, por fin, ha llegado el momento de visitar la zona. 

Esta atardeciendo y el edificio, el más alto de la ciudad, refleja los últimos rayos de luz del día. A sus pies, dos grandes fuentes se hunden en el suelo en los lugares donde antes se levantaron las dos Torres Gemelas. Me resulta llamativo que las fuentes, en lugar de elevarse hacia el cielo, caigan directamente y se pierdan en un gran agujero en su centro. Alrededor de cada una de ellas, grandes losas recuerdan los nombres de las víctimas.


Impresionado por lo que tengo a mi alrededor y todo lo que simboliza, me siento en un banco y recuerdo las veces que he pasado por allí a lo largo de los años. La primera vez que visité el lugar fue en 2001, apenas un mes antes del atentado contra las Torres Gemelas. Por aquel entonces, los dos edificios eran uno de los símbolos de la ciudad, los grandes protagonistas del skyline de Manhattan cuando se divisaba desde la Estatua de la Libertad. También se distinguían desde el observatorio del Empire State, marcando el final de Manhattan en su extremo sur. Un mes después, ya en casa, no podía creer las imágenes que me llegaban al otro lado del charco a través de la  televisión: las dos torres humeantes que, minutos después, caían al suelo. 


Volví a Nueva York en 2009. Entonces sólo encontré un solar lleno de grúas y carteles que mostraban recreaciones del futuro edificio que allí se iba a construir. Me hice una foto en uno de ellos porque sabía que algún día me sería de utilidad. Alrededor de la zona cero, la vida seguía su curso: los ejecutivos del barrio financiero iban y venían desde sus oficinas, los comerciantes callejeros vendían perritos calientes y todo tipo de recuerdos y los turistas paseaban como por cualquier otro barrio de Manhattan. 

Ahora sucede lo mismo, aunque la presencia del pasado se me hace más evidente. Me detengo a mirar tantos nombres grabados en la piedra y se me ocurre que quizá muchos de ellos estaban allí, a pocos metros de mí, cuando visité el lugar por primera vez. Aquel día eran un puñado más de los miles de personas que pasan a mi alrededor cada día y de cuyas existencias apenas soy consciente. Un mes más tarde, sus fotos y sus historias llenaban telediarios. Ahora, sus nombres me acompañan en mi paseo vespertino: Kevin, Elizabeth, José Juan... Se me hace inevitable pensar en muchas cosas que ahora son difíciles de explicar por escrito. Se resumen en algo así como que la vida es rápida e incontrolable y la fatalidad a veces está demasiado cerca.

A mi alrededor se escucha el mismo gentío que podría haber en cualquier otra plaza de Manhattan. Los niños corren mientras sus padres los miran sentados desde un banco cercano, los turistas hacen fotos y el rumor del agua lo envuelve todo. Una flor encajada en la primera letra de uno de los nombres, los dos grandes hoyos en el suelo y el hueco que queda en el cielo siguen recordando a quien quiera fijarse lo que sucedió hace ya casi 17 años. Pero Nueva York sigue tan llena de vida como siempre.




miércoles, 22 de agosto de 2018

Tintin en Nueva York (II) - Pasear por el Village

El Village es de esos barrios que cada vez que lo visito me enamora un poco más. Tiene todo lo que uno querría tener a mano si viviera en Manhattan y también un montón de cosas apenas necesarias, pero que a la vez son parte del encanto de la gran manzana. Por eso es el lugar elegido para ambientar las vidas de algunos personajes de Friends, Sexo en Nueva York y tantas otras series y pelis. Y también por eso es uno de mis lugares favoritos para pasear o para descansar después de un largo día. 

Entre la lista de cosas innecesarias pero con encanto, puedes encontrar tiendas de artesanía tibetana, vitamina y suplementos o muebles de segunda mano. Pero mi descubrimiento favorito de esta visita ha sido Generation Records, una pequeña tienda de música en Thompson St. Muchos alucinarían con la cantidad de vinilos, nuevos y usados, disponible en sus expositores. Yo me quedo con la colección de casetes que cuelgan de una de sus paredes. Ya puestos a escuchar la música mal, renunciando a las restauraciones digitales, creo que tiene mucho más encanto hacerlo mientras ves girar la cinta en la pletina. 


Otro de los puntos a favor del Village es que en sus calles puedes disfrutar de la gastronomía de medio mundo. Después de echar un vistazo a un italiano que nos habían recomendado – demasiado caro – y de descartar un ruso sin ni siquiera acercarnos, hemos acabado en uno de los dos restaurantes indios que nos hemos encontrado en nuestro paseo. Lo primero que ha hecho el camarero ha sido echarnos dos vasos de agua fría de una jarra repleta de hielos. Eso ya debía habernos alertado de lo que iba a picar la comida. Pero era uno de esos días en que nos sentíamos jóvenes e imprudentes… Y, cuando ya no podíamos más, el camarero nos ha propuesto ponernos el resto de la comida para llevar. No, thanks. 

En Nueva York está muy extendido lo de las ‘doggy bags’. Se supone que te llevas la comida que te sobra para que se la coma tu perro. Pero todo el mundo sabe que, en la mayoría de los casos, la vas a recalentar en el microondas para la próxima comida. Desde luego, sería una crueldad darle algo de lo que hemos pedido a un perro. Si el estómago humano está apenas preparado para sensaciones tan intensas, no quiero imaginar lo que sentiría una mascota doméstica.

No muy lejos de este reducto indostánico en Manhattan está Washington Square, uno de mis lugares favoritos de Nueva York. Es lo más parecido a una plaza de pueblo que puedes encontrar en la ciudad. A mediodía, la gente se refugia bajo sus árboles para huir un rato del calor sofocante de estas alturas del año mientras ardillas y músicos callejeros intentan buscarse la vida a su alrededor. Por la noche, los niños corren alrededor de la fuente central, a la luz del arco del triunfo, mientras sus padres los miran sentados en los bancos cercanos, aún calientes después de estar todo el día al sol. 


En nuestra última noche en la ciudad hemos decidido volver a pasear y sentarnos por allí un rato. Pero está claro que, para nosotros, el Village significa aventura, experimentación, probar cosas diferentes. Por eso, antes de llegar a la plaza hemos tomado una bocacalle y hemos entrado en una pequeña tienda de ultramarinos regentada por un asiático y repleta de productos asiáticos. Decenas de estanterías repletas de comestibles con etiquetas imposibles de descifrar. Aún así, hemos cogido un paquete de patatas fritas, que al final han resultado ser unas bolitas con sabor a cacahuete recubierto de alguna salsa dulce, y un par de zumos de fruta que sí tenían los nombres en inglés. Y, con nuestro picnic ya listo, nos hemos encaminado una vez más al arco del triunfo que pone fin a la Quinta Avenida.

lunes, 20 de agosto de 2018

Tintin en Nueva York (I) - Manhattan


“CAPÍTULO PRIMERO. Él adoraba Nueva York. Pasear por sus calles era como hacerlo por el mundo que tantas veces había visto desde el otro lado del océano a través de una pantalla”. No, no. Seguro que puedo hacerlo un poco mejor. 


“CAPÍTULO PRIMERO. Le sobrecogía la grandeza de Nueva York. Se sentía pequeño entre las enormes avenidas y los gigantescos edificios, una criatura minúscula en una jungla en la que a nadie le importaba su presencia”… no, “su existencia”. Demasiado dramático. No es eso lo que pretendo.

“Nueva York era su ciudad ideal. En su autoimpuesta condición de ciudadano del mundo, le gustaba pensar que tenía un poco de neoyorquino. Reconocía sus rincones de mil películas y documentales. Recordaba anécdotas que habían sucedido en cada esquina y soñaba con protagonizarlas él mismo algún día”. Un poco exagerado. 

“CAPÍTULO PRIMERO. Nueva York le apasionaba. Disfrutaba recorriendo sus innumerables barrios o sentado en cualquier banco viendo la vida pasar a su alrededor. Le encantaban las luces y el glamour de Broadway, pero también la decadencia que se respiraba en otras zonas de fachadas despintadas y cubiertas por escaleras enmohecidas…”. Había empezado bien, pero no. 

“CAPÍTULO PRIMERO. Él adoraba Nueva York. Con sus luces y sus sombras. Ese lugar capaz de reunir en unos pocos kilómetros cuadrados a bohemios y capitalistas exacerbados. A chinos, africanos, hispanos y gentes de todo el mundo. Disfrutaba por igual su tráfico caótico o el remanso de paz que podía encontrar en cualquier rincón de Central Park. Se maravillaba con las obras de arte que albergaban las decenas de museos de la ciudad, con las luces de los coches pasando a toda velocidad o con el sonido que le ofrecía un músico callejero en cualquier esquina. A sus ojos, Nueva York era el centro del mundo. Y estaba allí, a su alcance, esperándolo”.



domingo, 19 de agosto de 2018

Tintin en Nueva Orleans (II) - "Me gustan tus zapatos"

Si eres forastero en Nueva Orleans, no es extraño que alguien se te acerque y te diga “hey man, I like your shoes”. Es la forma que tienen los buscavidas locales de entrarles a los visitantes para intentar sacarles algo. Tu ropa, la mochila colgada al hombro, una cámara de fotos o, simplemente, tu forma de mirar a todas partes en busca de un nuevo detalle con el que asombrarte te delatan. 

La primera vez que me ha ocurrido ha sido ya por la tarde paseando por la orilla del Misisipi. Las mañanas de Nueva Orleans son tranquilas: casi todo el mundo duerme después de una larga noche en la calle. Así que los únicos que andamos por el centro de la ciudad somos los visitantes que no queremos desaprovechar un minuto y los reponedores de bebidas alcohólicas. Por eso, supongo, es más difícil encontrarse con uno de estos personajes antes de mediodía.


Mientras contemplo un viejo muelle de madera con un kiosco de música en lo alto, se me acerca un negro de al menos sesenta años. Tiene la cara arrugada y una barba mal afeitada y canosa. “Eh, chico, me gustan tus zapatos”. Yo se lo agradezco y sonrío. Y caigo en la trampa. Mi educación me perderá algún día. “Si acierto el lugar donde has conseguido esos zapatos, la ciudad y el país, ¿serás honesto?”, continúa. Tardo un par de segundos en entender lo que me está diciendo debido a ese inglés tan cerrado que gastan los lugareños. Pero finalmente le respondo: “sí, ¿por qué no?”. 

La verdad es que, a esas alturas, ya tengo curiosidad por saber dónde va a terminar todo esto. Mientras hablamos, observo que en una de sus manos lleva una botella pequeña de agua mineral rellena con un líquido negro. Mi principal hipótesis es que quiere limpiarme los zapatos. El tipo sigue repitiendo su pregunta, intentando crear un impasse dramático. Hasta que finalmente, con una risa burlona, pronuncia su respuesta: “debajo de tus pies”. 

¿En serio? Con un gesto de desprecio y un “come on” desilusionado, me doy media vuelta y continúo caminando. Me esperaba algo más después de tanto teatro. Por un momento había recordado a los mulatos de las calles de La Habana que, para trabar conversación con los turistas, te cuentan historias de sus familiares emigrados a España o te hablan de política recordándote cada minuto que no deben hacerlo y que no digas nada a nadie. Pero los charlatanes callejeros de Nueva Orleans no se lo trabajan tanto.

 Al principio lo tomé como un episodio aislado. Pero unos metros más adelante comprendí que aquella escena era tan típica como el jazz por estas tierras. A los siguientes – ya perdí la cuenta de cuántos fueron – les respondí que ya conocía la broma, pero ni así conseguía que se dieran por vencidos. La única solución era seguir caminando y esperar que ellos encontrasen a su siguiente víctima. 

Tuve que esperar hasta mi última tarde en la ciudad para salir victorioso de uno de estos encuentros. Buscaba un hueco entre la multitud para escuchar a una banda callejera que tocaba frente al hotel Astor, al principio de Bourbon Street, cuando un chico joven, con camiseta amplia y gorra de béisbol al revés, se acercó a mí y pronunció la frase. “A mí también me gustan, tío”, le contesté con el acento más americano que me salió. “You’ve been around, man”, me contestó riendo, chocó su puño con el mío y siguió su camino. ¡Esa era la respuesta correcta! Había estado ahí todo el tiempo y no se me había ocurrido hasta el último momento. 

Y con el buen sabor de boca que dejan esas pequeñas victorias personales, que no importan a nadie más que a uno mismo, me adentro una vez más en el corazón del barrio francés en busca de la penúltima cerveza del día. 

sábado, 18 de agosto de 2018

Tintin en Nueva Orleans (I) - Luna nueva sobre Bourbon St.

Bourbon Street es uno de los grandes símbolos de Nueva Orleans. Arteria principal del Barrio Francés, se lleva a menudo la fama de toda la zona. Por eso, después de registrarme en el hotel y de haber pasado un largo día de aviones y aeropuertos, mis primeros pasos por la ciudad me llevan hacia allí. 

La noche ya ha caído a este lado del Misisipi, pero el aire es espeso y caliente. Al doblar la esquina desde Canal St. se presenta ante mí una calle recta flanqueada por dos largas hileras de carteles de neón. Apenas hay farolas y tampoco hacen falta, porque las luces de los abundantes locales iluminan de sobra Bourbon St. A medida que voy caminando, se mezclan en mis oídos las músicas que salen de prácticamente todos los bares. Muchas de ellas en directo pero, en contra de lo que se podría esperar, pocas se parecen al jazz.

La fama de la calle hace que sea el destino preferido de todos los visitantes que llegan a la ciudad en busca de fiesta. Y eso, como pasa en tantas otras ciudades, le ha quitado la autenticidad que quizá algún día tuvo. Todos los locales despachan grandes bebidas y las sirven en vasos de plástico para que se puedan sacar al exterior. Por eso, cada noche en Bourbon St. se mezclan los visitantes que miran boquiabiertos a su alrededor, los que ya llevan por allí un tiempo y van más pasados de la cuenta y los lugareños que intentan hacer negocio con todos ellos. Ni rastro de vampiros o de reinas del vudú.

Para quienes quieran regodearse en el halo de misterio de Nueva Orleans, los cementerios de la ciudad son una visita ideal en la que encontrar decenas de historias oscuras y curiosas. Los principales protagonistas son los inquilinos de las miles de tumbas, testigos de los tres siglos de historia de la ciudad. Pero también hay visitantes ilustres, como los actores Nicholas Cage o Dennis Hopper, que en algún momento se han interesado de una manera peculiar por sus leyendas.


La buena música tampoco se ha ido de la ciudad, solo se ha mudado a otro barrio. El núcleo cultural de Nueva Orleans es Frenchmen St. Pasear por la calle principal del barrio de Marigny a mediodía es como hacerlo por un pueblo fantasma: es difícil ver a nadie más caminando por allí y los coloridos edificios parecen cerrados desde hace mucho tiempo. Pero cuando cae la noche, la zona recupera la vida. Hay jazz, hay blues, hay rock, hay swing… y unos perritos calientes deliciosos para recuperar fuerzas. 

Cuando llega la hora de volver a casa, decido caminar de vuelta al hotel atravesando las calles desiertas del barrio francés. Alejado de las luces de neón, en la distancia se escucha de cuando en cuando una guitarra o una trompeta que suena desde cualquier esquina. Las escasas farolas que iluminan mi camino proyectan largas sombras sobre las bocacalles y los edificios. Y entre todas ellas, en una noche sin luna, no es difícil imaginar que alguna criatura de ropas oscuras y colmillos afilados acecha en cualquier recodo.




lunes, 11 de junio de 2018

Tintin en Puglia - Patrón del buen pugliese

Empecemos por el final. No eres un buen pugliese si, cuando te llegue la hora, no cuelgan tu esquela en las calles de tu pueblo. Y a tamaño A3, por lo menos. No he tenido la oportunidad de ver ningún entierro, aunque presumo que debe ser un espectáculo digno de presenciar. Eso sí, en cada sitio por el que pasamos nos encontramos con una pared empapelada con los nombres y fotos de los últimos finados. Por si eso fuera poco, el primer día me he tropezado con un ataúd ante el altar de una iglesia. Allí solo, custodiado por una gran corona de flores, seguramente esperando que vengan a darle su último adiós.


No eres un buen pugliese si respetas las señales de tráfico. Ni siquiera merece la pena mirarlas de reojo. Los límites de velocidad están ahí para los turistas, pero no para ti. Las líneas continuas son una cuestión de decoración. Por eso, en algunos tramos ni siquiera están pintadas. ¿Para qué gastarse el dinero en chorradas? Fijo que a alguno le han hecho una esquela antes de tiempo por estas cosas. Pero nadie dijo que ser un pugliese fuera fácil.

No eres un buen pugliese si no tiendes tu ropa a la vista de propios y extraños. En este sentido, cada vecino tiene sus preferencias: ventanas, balcones o la misma puerta de la calle. Todo vale. Lo mismo da que vivas en una casa del montón o en el callejón más pintoresco del pueblo más turístico. Es una cuestión de identidad. Y yo, que soy un apasionado del costumbrismo, no puedo por menos que pararme y hacer una foto a tan cotidiana estampa. Tengo una colección curiosa.


Y, por último lo primero, no eres un buen pugliese si no agitas tus manos con fuerza al hablar. Lo primero porque es algo que se aprende de pequeño. El hijo de la dueña de nuestro hotel, que no tendría más de siete años, ya se dirigía a su madre alzando las manos, haciendo girar sus muñecas mientras apretaba las yemas del pulgar contra los dedos índice y el corazón. Y ella, que es de esas que tiende en la puerta de su casa, que se salta las señales a piola y que, a buen seguro, algún día tendrá una esquela en la villa de Ostuni, no se queda atrás. Todavía la estoy viendo regañando a un turista alemán que le preguntaba dónde podía comprar verdura deshidratada para hacer pizzas con ingredientes italianos de vuelta a su país. “We don’t do that”. No sé si el hombre habrá entendido ese inglés alargado que hablan los italianos, marcando en exceso cada sonido. Pero los gestos lo decían todo. 


miércoles, 4 de abril de 2018

Tintin en Nápoles (III) - Un taxi al aeropuerto (vivir para contarlo)

Los aficionados a las montañas rusas son unos amantes del peligro de lo más pijos. Si de verdad queréis emociones fuertes, conozco pocas equiparables a viajar en el asiento del copiloto de un taxi napolitano. Las guías y las webs de viajes te avisan de que tengas cuidado con las compañías ilegales, las tarifas fraudulentas y demás estafas, pero raras veces se acuerdan de advertir sobre esto.


El viaje empieza bien. Mi cinturón se ha quedado enganchado con algo, así que no consigo ponérmelo. El conductor, que no lleva puesto el suyo, para inmediatamente el coche para desatascarlo y atarme bien a mi asiento. Me recuerda al operario de un parque de atracciones que se asegura de que los pasajeros de la montaña rusa van bien sujetos.

El viaje de ida lo hicimos a medianoche, así que apenas tuvimos algún sustillo con una moto en un cruce. Pero el de vuelta es un auténtico espectáculo: cambios de carriles regateando coches, incorporaciones a las rotondas que rozan el suicidio (o el homicidio de otros conductores), cambios de velocidad vertiginosos… Y no es que haya fija, porque el viaje al aeropuerto tiene una tarifa fija oficial. Es pura diversión.

En uno de los frenazos, supongo que por aliviar tensión, le hago un pequeño comentario al conductor sobre el tráfico. Me responde que los domingos, a esa hora, todos los napolitanos se reúnen con sus parientes para almorzar todos juntos el ragú. Y eso desemboca en su historia familiar con el ragú. Su madre es una exagerada cuando se trata de cocinar el almuerzo del domingo. Es fácil imaginarse la figura de la mamma cuyo mayor orgullo es dejar a la prole satisfecha. Pero su suegra, “Dios la tenga en su gloria”, era aún peor. Y entonces pasa a contarme lo mal que lo pasó el primer día que fue a comer a casa de la que luego sería su mujer.

Así que, por el precio de un viaje en taxi, he recibido también un impagable retrato antropológico de la sociedad napolitana y de sus hábitos alimenticios. Una experiencia únicamente comparable a la de viajar en taxi por El Cairo: allí el peligro era mayor, porque los conductores cairotas son aún más imprudentes que los italianos, pero era más difícil entenderse con ellos. Lo importante de esta nueva experiencia es que he llegado sano y salvo a la puerta de la terminal y que os la puedo contar.

martes, 20 de marzo de 2018

Tintin en Nápoles (II) - Sexo, romanos y rock'n'roll

Llegamos a la estación Garibaldi y en unos minutos nos subimos a un tren de la línea circunvesubiana. Es uno de los trenes más antiguos que recuerdo. Quizá a la altura de los más desvencijados que vi en mis viajes por los Balcanes. Además, durante la primera parte del trayecto vamos apiñados como sardinas en lata. Pero el destino merece la pena. En menos de una hora llegamos a las puertas de las ruinas de Pompeya.


Es mi tercera visita y no deja de impresionarme. A diferencia del vecino Nápoles, Pompeya es un lugar luminoso, amplio y ordenado. El Vesubio, que vigila cubierto de nieve al fondo de cada estampa, se encargó de que la estructura de la ciudad siga prácticamente intacta casi dos mil años después de asolarla por completo.

Paseando por Pompeya es fácil imaginarse la ciudad que fue. Aunque la mayoría de los techos no han sobrevivido, los muros de las casas si que permanecen en pie. El pavimentado de las calles también sobrevive. Incluso se pueden ver las huellas de los carros que por allí pasaban a diario. Así que es como recorrer una ciudad fantasma. Fantasma, pero llena de turistas.

Mientras caminamos por sus interminables calles, voy pegando el oído a los innumerables guías turísticos que recorren el recinto acompañando a grupos de todas las nacionalidades. Así me entero, por ejemplo, de que, entre las calles cuadriculadas de la ciudad, destacan unas pocas que hacen una curva. La idea era permitir a los viandantes perderse de la vista de los demás mientras se dirigían al fondo de aquellas callejuelas, donde se encontraban los lupanares de moda en la época. Curiosamente, veinte siglos después, siguen siendo uno de los lugares más visitados de la ciudad. Aunque nadie se avergüenza de entrar en ellos. Al contrario, todos se recrean en la decoración y en los detalles más morbosos.  

Mi viaje por la historia continúa. Después de contemplar los mosaicos y los frescos que decoran suelos y paredes de las mansiones más lujosas, llego al anfiteatro. Allí, en el túnel bajo las gradas, me sorprende una exposición fotográfica dedicada a Pink Floyd. El grupo británico actuó allí, aunque sin público, a principios de la década de los 70. Medio siglo después, un puñado de fotos y algunos vídeos recuerdan a David Gilmour, Roger Waters y los demás tocando entre las ruinas. No cuesta imaginarse el sonido de sus ecos (Echoes) sonando entre aquellas piedras. De hecho, me parecen una buena banda sonora para el lugar.