martes, 22 de diciembre de 2015

Tintín en Italia (II) - Noviembre

Hace frío, las hojas amarillentas inundan los suelos de calles y jardines, las horas de luz son más escasas que de costumbre y el sol y la lluvia alternan protagonismo durante la semana. Son las cosas de viajar en noviembre. Y no son ni buenas ni malas, solo hacen de la experiencia algo diferente.

Cuando cualquiera piensa en Roma le viene a la cabeza una ciudad llena de luz y de color, rebosante de vida. Lo último no deja de ser verdad. Lo primero cambia, pero a veces la belleza no entiende de colores. El Tíber baja entre verdoso y marrón, los muros de piedra que flanquean el cauce encajan con el frío y el cielo gris que cubre el paisaje y solo las hojas de los árboles a ambas orillas ponen un poco de color a la escena.

Por otro lado, la ciudad está más tranquila. Se puede pasear tranquilamente sin tener que esquivar a los cientos de manadas que en otra temporada recorren la ciudad siguiendo la banderita o el paraguas de un guía. Encuentras mesa sin problema en cualquier restaurante. No es difícil llegar al borde de la Fontana di Trevi para sentarse o tirar una moneda que garantice el volver a la ciudad. Incluso la cafetería de San Eustaquio, cuya fama hace que habitualmente cientos de personas hagan cola en la puerta, apenas tiene una decena de clientes esperando para entrar. El único lugar donde nada parece cambiar es en la Basílica de San Pedro, donde a juzgar por la longitud de la fila de turistas y fieles calculo que se tardaría alrededor de hora y media en entrar.


Y lo mismo sucede en mi breve recorrido por la Toscana. Los pueblecitos están prácticamente desiertos. Lo lugareños se refugian en sus casas o, en todo caso, en los bares y cafeterías. La mañana se levanta nublada y la niebla se queda encajonada en los valles, lo cual tiene su encanto, a pesar de que apaga los colores. Pero el día cambia de rumbo y acaba regalándome una cálida tarde otoñal que culmina con un atardecer luminoso desde lo alto de un pueblo solitario pero con las mejores vistas al valle de Nevole.


lunes, 21 de diciembre de 2015

Tintín en Italia (I) - Un café en la esquina



Siempre he sido partidario de desayunar en casa, recién levantado, para tomar fuerzas desde el primer momento de cara al resto del día. Pero cuando no se puede, no se puede. Además, para mi sorpresa, el desayuno es una comida bastante barata en Roma. En comparación con los precios de almuerzos y cenas, llama la atención que el primer bocado del día es incluso más barato que en España.

Es sábado por la mañana y todos duermen aún en casa después de haber disfrutado la noche del viernes en algún tugurio de los alrededores. Yo, que soy de sueño intenso pero corto, no aguanto más en la cama. Así que me levanto sigilosamente y bajo al bar de la esquina.


Es un bar cualquiera de un barrio cualquiera. Lo regenta y atiende una familia de asiáticos. Digo yo que son una familia, aunque a lo mejor son solo amigos. Hoy está más lleno de lo habitual, así que me tengo que quedar de pie en la barra. Pero el servicio es rápido, así que en un minuto tengo delante de mí un cappuccino, un cruasán y un vaso de agua. No soy un gran cafetero, pero en este viaje he bebido dos o tres al día. Será verdad que en Italia el café está más bueno.

A mi alrededor, todo tipo de personas comienzan su fin de semana disfrutando del placer de que te preparen el desayuno. En las mesas veo a parejas jóvenes, señoras mayores, familias con niños… Pero finalmente mi atención se queda fija en un par de hombres que deben rondar los setenta años y que se acodan en la barra junto a mí. Mientras la mayoría de la concurrencia disfruta de un café en sus diversas modalidades, los caballeros optan por un campari. Supongo que es el equivalente romano de los que acostumbran a entrar en calor con un chispazo de anís por la mañana. Eso sí, esto parece más refinado.

Junto a la entrada hay una mesita con periódicos del día. Agarro un ejemplar de La Repubblica y ojeo las primeras páginas. Me entero que Joe Biden, el vicepresidente americano, está en la ciudad. Quizá eso explique la cantidad de coches de policía que vi el día anterior. Pero todo eso sucede muy lejos de allí: en la misma ciudad, pero en otro mundo. A mi lado, los dos caballeros discuten quien invita a quién; al otro lado de la barra, los camareros tratan de sortear a un pequeño niño asiático que corretea despreocupado de acá para allá; y yo, mientras sostengo la taza de café en una mano y paso la página del diario con la otra, me he olvidado de mi Tablet y mi cola-cao. Me estaré haciendo mayor. Lo próximo será sentarse con los viejecillos que disfrutan desde los bancos de la plaza del sol otoñal que trae un poco de calor después de esta semana tan fría.