Siempre he sido partidario de
desayunar en casa, recién levantado, para tomar fuerzas desde el primer momento
de cara al resto del día. Pero cuando no se puede, no se puede. Además, para mi
sorpresa, el desayuno es una comida bastante barata en Roma. En comparación con
los precios de almuerzos y cenas, llama la atención que el primer bocado del
día es incluso más barato que en España.
Es sábado por la mañana y
todos duermen aún en casa después de haber disfrutado la noche del viernes en
algún tugurio de los alrededores. Yo, que soy de sueño intenso pero corto, no
aguanto más en la cama. Así que me levanto sigilosamente y bajo al bar de la
esquina.
Es un bar cualquiera de un
barrio cualquiera. Lo regenta y atiende una familia de asiáticos. Digo yo que
son una familia, aunque a lo mejor son solo amigos. Hoy está más lleno de lo
habitual, así que me tengo que quedar de pie en la barra. Pero el servicio es
rápido, así que en un minuto tengo delante de mí un cappuccino, un cruasán y un
vaso de agua. No soy un gran cafetero, pero en este viaje he bebido dos o tres
al día. Será verdad que en Italia el café está más bueno.
A mi alrededor, todo tipo de
personas comienzan su fin de semana disfrutando del placer de que te preparen
el desayuno. En las mesas veo a parejas jóvenes, señoras mayores, familias con
niños… Pero finalmente mi atención se queda fija en un par de hombres que deben
rondar los setenta años y que se acodan en la barra junto a mí. Mientras la
mayoría de la concurrencia disfruta de un café en sus diversas modalidades, los
caballeros optan por un campari. Supongo que es el equivalente romano de los
que acostumbran a entrar en calor con un chispazo de anís por la mañana. Eso sí,
esto parece más refinado.
Junto a la entrada hay una
mesita con periódicos del día. Agarro un ejemplar de La Repubblica y ojeo las
primeras páginas. Me entero que Joe Biden, el vicepresidente americano, está en
la ciudad. Quizá eso explique la cantidad de coches de policía que vi el día
anterior. Pero todo eso sucede muy lejos de allí: en la misma ciudad, pero en
otro mundo. A mi lado, los dos caballeros discuten quien invita a quién; al
otro lado de la barra, los camareros tratan de sortear a un pequeño niño
asiático que corretea despreocupado de acá para allá; y yo, mientras sostengo
la taza de café en una mano y paso la página del diario con la otra, me he
olvidado de mi Tablet y mi cola-cao. Me estaré haciendo mayor. Lo próximo será
sentarse con los viejecillos que disfrutan desde los bancos de la plaza del sol
otoñal que trae un poco de calor después de esta semana tan fría.
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