lunes, 22 de junio de 2015

Las manos de Vargas Llosa

No todos los días se conoce a un premio Nobel. Y, desde luego, Montenegro era el último sitio donde esperaba tropezarme con uno. Pero este fin de semana hemos tenido en Budva a Mario Vargas Llosa, que ha venido a inaugurar la programación cultural del verano en la ciudad.

A primera hora de la tarde recibí un mensaje de una amiga: “Llosa está en Budva esta noche”. Y la verdad es que, así de primeras, no comprendí de qué me estaba hablando. Pensé en un grupo de turbo-folk, en alguna conocida suya… Pero no fue hasta que le pedí más detalles y me dijo que se trataba de un escritor peruano que había ganado el premio Nobel cuando até cabos. Después me han comentado que el periódico local también titulaba algo así como “Llosa está en la ciudad”.


Los montenegrinos tienen un problema para comprender eso de que los latinos tenemos dos apellidos. Como ejemplo, valga el dato de que mi tarjeta de crédito en un banco local está a nombre de un tal “González Luis García”. Y me consta que no soy el único al que le pasa. Es verdad que en buena parte del mundo no es costumbre acordarse de la madre al dar un nombre a los hijos, pero también puedo decir que normalmente me llaman Mr. García en los hoteles que he visitado fuera de la tierra de los dos apellidos.

El acto ha sido una especie de entrevista en que una profesora universitaria le ha planteado una serie de preguntas con las que lo iba guiando para que abordara distintos temas. Ha halado de su obra, de literatura en general, de política, de la sociedad actual… Sin estar de acuerdo con todos sus argumentos y opiniones, me ha parecido un tipo agradable e interesante.

También ha sido curiosa la experiencia de escuchar su intervención en español con traducción al montenegrino. Aunque no sé más de diez palabras en el idioma local, dudo que los nativos se hayan enterado de la mitad de lo que he escuchado yo. Además de que la intérprete cortaba constantemente al protagonista, ha habido momentos de esas típicas películas de humor en que un japonés se pasa un minuto hablando y el traductor lo resuelve todo con dos palabras.

Pero, sin olvidar el privilegio inesperado de compartir un rato con Vargas Llosa, lo que más nos ha llamado la atención a las dos personas que me acompañaban y a mí han sido sus manos. Al terminar el acto, nos hemos acercado al estrado a saludarlo y a hablar con él. Ha sido una charla breve, pero agradable. Supongo que no esperaba encontrar a ningún otro hispanohablante en la sala y, quizá por eso, se ha mostrado bastante cercano.


Al despedirnos, nos hemos estrechado la mano. A sus 79 años, sus manos tienen una piel firme pero suave, talmente como el culito de un bebé. No sé si se trata de un milagro de la cosmética o es el resultado de que desde hace décadas solo han trabajado con una pluma o con las teclas de un ordenador. Una cosa es segura: en casa no es él quien lava los platos.

lunes, 15 de junio de 2015

Tintín en Montenegro (VI) - Comunicación

Me encanta la comunicación. No me refiero a los medios o a las tecnologías, sino a procesos simples como hablar, escuchar, dar información, recogerla, comprender, interpretar... Hay tantas formas de hacerlo y se pueden presentar tantas situaciones que me parece fascinante.

El otro día vinieron a conocerme mis caseros. Sí, después de cinco meses viviendo aquí no nos habíamos visto las caras. Una pareja encantadora. Creo… Porque la verdad es que, visto con perspectiva, fue una situación bastante cómica. Menos mal que ya sabía que iban a venir, porque si no la cosa hubiera sido muy distinta.

Llaman a la puerta y, cuando la abro, me encuentro a una mujer que me saluda en el idioma local y me estrecha la mano. Detrás de ella está su marido –supongo–, que hace lo mismo. Hasta ahí todo normal, porque ya estoy acostumbrado a saludar en montenegrino dondequiera que voy. Las fórmulas de saludo son de las pocas expresiones que he aprendido, así que procuro usarlas. Pero, como os estaréis imaginando, resulta que yo hablo más montenegrino que ellos inglés. ¡Catastrofa! Y así mantuvimos una conversación de diez minutos.

Aunque los contextos varían, la situación no es nueva. Pasa en el supermercado, en los bares, por la calle… Pero no deja de llamarme la atención que, a pesar de mi cara de no estar enterándome de nada, ellos te siguen hablando como si tal cosa. Siempre me hicieron caso los viejos españoles que les gritan a los turistas, porque creen que hablando más alto el mensaje es más claro. También me encantan los que hablan muy lento y mueven mucho las manos, pero sin señalar a nada o hacer mímica, sino simplemente marcando el ritmo de sus palabras y acompañándolas, dando si acaso algún manotazo ocasional a su interlocutor para mantener su atención.

Pero los balcánicos no hacen nada de eso. Ellos simplemente te hablan y, como mucho, te repiten una y otra vez lo mismo, supongo que con la esperanza de que a la tercera o la cuarta te enteres por fin de qué están diciendo.

En este caso, solo comprendí tres cosas: la señora me preguntó si se veía algún canal español en la tele, a lo que respondí fácilmente que no –es otra de las palabras fáciles–; que donde estaba la mesa del salón, a lo que le contesté señalando la ventana de la terraza para que viese que estaba allí; y que si no había una tetera eléctrica, ante lo que simplemente negué con la cabeza.

Y después de otro apretón de manos, se fueron por donde habían venido y indicaron que están viviendo en el apartamento de al lado. Y me quedé pensando en lo curiosa que es la comunicación humana. Pero lo más impactante vino al día siguiente, cuando me enteré de que eran rusos, lo que quiere decir que he estado intentando hablar montenegrino con una pareja de rusos. Y lo peor de todo es que, dentro de lo que cabe, nos hemos entendido.


PD: con el tiempo me he enterado de que venían con la genial idea de subirme el alquiler de mi piso, de forma que me iba a tener que mudar. Pero, según me han dicho otros implicados en el negocio, les caí simpático y han decidido dejar las cosas como están. Caigo simpático hasta cuando no se me entiende. Tengo la autoestima por las nubes.

miércoles, 3 de junio de 2015

Tintin en Montenegro (V) - El peluquero

Uno no descubre cuánto le importa su imagen hasta que no se pone en manos de un peluquero que no habla ni una palabra de inglés ni mucho menos de español. Hace casi ocho años que solo he consentido que me tocaran la cabeza Tomás y Josema, mis peluqueros de Triana. Era tal mi confianza y mi aprecio que en 2010 les dediqué el texto que sirvió como punto de partida de este blog. Pero conforme pasaban los meses en Syldavia, se iba haciendo inevitable que me pusiera en manos de un estilista local.

Mi elección se ha basado básicamente en un criterio de proximidad y dos o tres recomendaciones no del todo fiables, ya que venían de forasteros como yo. Cuando entro, el dueño del negocio está atendiendo a un cliente, mientras que su empleada parece atareada retocando la decoración exterior. Así que me toca esperar. Ante la incapacidad de leer los periódicos y revistas locales que se extienden sobre una mesita y la ausencia de publicaciones masculinas –Tomás siempre tenía alguna de esas escondida bajo el ABC del día– en las que no hace falta entender ninguna lengua, solo me queda observar a mi alrededor. Lo primero que se me viene a la cabeza es la peluquería de Cuéntame: muchos colores, muebles antiguos… La espera se me hace más larga de la cuenta y me invade una inquietud parecida a la que he sentido alguna vez esperando antes de entrar en el médico. No me gustan nada los médicos.

Finalmente llega mi turno y me dirijo al sillón. El cliente que se acaba de levantar se dirige a mí y me pregunta si necesito ayuda con el idioma porque, como me temía, el peluquero no sabe inglés. Mientras le explico mi pelado, refuerzo el mensaje señalando con las manos cada parte de mi cabeza, con la esperanza de que quien de verdad se tiene que enterar vaya cogiendo la idea. Por supuesto, ha sido de esas veces en que, después de una explicación de dos o tres minutos, el traductor no ha utilizado más de diez palabras para transmitirlo todo. Pero al peluquero le vale.

¡Y allá va! Sin mediar palabra –para qué, habrá dicho– se lanza a dar tijeretazos. Muchos y muy rápidos. Tengo miedo. Pero al poco cambia de idea: suelta las tijeras sobre una cajonera y agarra una maquinilla eléctrica. Más miedo todavía. Con un gesto –es increíble todo lo que se puede decir moviendo dos o tres dedos– me explica que va a descargarme de la mata de pelo que tengo para después rematar con la tijera.  La verdad es que, después de casi cinco meses, había mucho que esquilar.

Por fin, decido entregarme. Siempre me ha producido una sensación extraña mirarme fijamente en los espejos de las peluquerías y ver cómo voy perdiendo en poco sminutos el pelo que me ha costado semanas criar. Así que agacho la cabeza y clavo la mirada en la rubia de pelo rizado y labios rosa intenso estampada en la capa que me cubre. Algo hay que mirar.


Hasta que todo acaba. Echo de menos el masaje de tomas o su charla sobre la jornada futbolística del fin de semana, pero al final no ha ido tan mal. A pesar de que en Triana me siguen haciendo precio de estudiante a mis treinta y uno, aquí ha sido más barato. Paso el resto de la tarde mirándome en cada espejo que encuentro a mi paso. No he conseguido encontrar ningún trasquilón, así que no tengo queja.

lunes, 1 de junio de 2015

Tintin en los Balcanes (V) - Costa de Dalmacia

Croacia no deja de sorprenderme. Cada día que paseo por una de sus ciudades me planteo cómo, habiéndolo tenido tan cerca, nunca se me había ocurrido venir por aquí. Es verdad que las comunicaciones desde España nunca han ayudado, pero también es cierto que eso nunca ha sido un obstáculo para mí.

Mi centro de operaciones para el viaje está en Split. Durante años, mi única referencia de la ciudad fue el Hajduk, uno de los equipos de referencia en los mejores años del fútbol balcánico. Por supuesto, hay mucho más que eso. El casco antiguo, bastante bien conservado, es una de las maravillas del país. La parte central está llena de turistas, aunque su presencia no es todavía demasiado molesta en esta época del año. Sin embargo, basta callejear un poco para encontrar lugares con el mismo encanto pero en los que alternan mayormente los nacionales.


A unos 30 kilómetros está Trogir, más pequeña pero también maravillosa. Las torres de más de una decena de iglesias sobresalen entre las callejuelas de su ciudad antigua. Uno de esos lugares donde no hace falta un plano: basta basta echarse a andar y hacer caso a los ojos, perderse y encontrarse. Lo peor ha sido encontrarme un autobús de españoles que inundaban las callejuelas de la zona. Por suerte, parece que terminaban su recorrido cuando yo lo empezaba. En ocasiones resulta odioso encontrarse compatriotas por el mundo. Sé que suena mal, pero me tranquiliza saber que alguno que otro me habéis hecho la misma reflexión alguna vez.


No me gusta especialmente viajar en barco –el agua me parece un medio extraño y desconcertante–, pero esta vez era inevitable. La costa croata está salpicada de pequeñas y no tan pequeñas islas. A poco menos de una hora de Split está Brac. Recorriéndola encuentro varios de esos pueblos pintorescos en los que seguramente nunca pasa nada. Los paisajes también son alucinantes. Quizá el menos espectacular es el más famoso del lugar: la playa de Bol. En las fotos se ve como una lengua de arena que sobresale de la costa y termina en una punta, con el mar bañándola a ambos lados. Sin embargo, una vez que estás allí te das cuenta de que lo que parecía arena son en realidad piedrecitas del tamaño de guisantes.


Aunque los croatas llevan años queriendo promover el turismo de playa, en mi opinión no es su fuerte. En el mejor de los casos te encuentras estas grandes extensiones de chinos. Otras veces son tortas de cemento junto al mar. Las costas rocosas y los acantilados son mucho más bonitos, pero quizá no son el lugar más apropiado para los que quieran bañarse.