Me encanta la
comunicación. No me refiero a los medios o a las tecnologías, sino a procesos
simples como hablar, escuchar, dar información, recogerla, comprender,
interpretar... Hay tantas formas de hacerlo y se pueden presentar tantas
situaciones que me parece fascinante.
El otro día vinieron
a conocerme mis caseros. Sí, después de cinco meses viviendo aquí no nos
habíamos visto las caras. Una pareja encantadora. Creo… Porque la verdad es
que, visto con perspectiva, fue una situación bastante cómica. Menos mal que ya
sabía que iban a venir, porque si no la cosa hubiera sido muy distinta.
Llaman a la
puerta y, cuando la abro, me encuentro a una mujer que me saluda en el idioma
local y me estrecha la mano. Detrás de ella está su marido –supongo–, que hace lo
mismo. Hasta ahí todo normal, porque ya estoy acostumbrado a saludar en
montenegrino dondequiera que voy. Las fórmulas de saludo son de las pocas
expresiones que he aprendido, así que procuro usarlas. Pero, como os estaréis
imaginando, resulta que yo hablo más montenegrino que ellos inglés.
¡Catastrofa! Y así mantuvimos una conversación de diez minutos.
Aunque los
contextos varían, la situación no es nueva. Pasa en el supermercado, en los
bares, por la calle… Pero no deja de llamarme la atención que, a pesar de mi
cara de no estar enterándome de nada, ellos te siguen hablando como si tal
cosa. Siempre me hicieron caso los viejos españoles que les gritan a los
turistas, porque creen que hablando más alto el mensaje es más claro. También
me encantan los que hablan muy lento y mueven mucho las manos, pero sin señalar
a nada o hacer mímica, sino simplemente marcando el ritmo de sus palabras y
acompañándolas, dando si acaso algún manotazo ocasional a su interlocutor para
mantener su atención.
Pero los balcánicos
no hacen nada de eso. Ellos simplemente te hablan y, como mucho, te repiten una
y otra vez lo mismo, supongo que con la esperanza de que a la tercera o la
cuarta te enteres por fin de qué están diciendo.
En este caso,
solo comprendí tres cosas: la señora me preguntó si se veía algún canal español
en la tele, a lo que respondí fácilmente que no –es otra de las palabras
fáciles–; que donde estaba la mesa del salón, a lo que le contesté señalando la
ventana de la terraza para que viese que estaba allí; y que si no había una
tetera eléctrica, ante lo que simplemente negué con la cabeza.
Y después de
otro apretón de manos, se fueron por donde habían venido y indicaron que están
viviendo en el apartamento de al lado. Y me quedé pensando en lo curiosa que es
la comunicación humana. Pero lo más impactante vino al día siguiente, cuando me
enteré de que eran rusos, lo que quiere decir que he estado intentando hablar
montenegrino con una pareja de rusos. Y lo peor de todo es que, dentro de lo
que cabe, nos hemos entendido.
PD: con el
tiempo me he enterado de que venían con la genial idea de subirme el alquiler
de mi piso, de forma que me iba a tener que mudar. Pero, según me han dicho
otros implicados en el negocio, les caí simpático y han decidido dejar las cosas
como están. Caigo simpático hasta cuando no se me entiende. Tengo la autoestima
por las nubes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario