Croacia no deja
de sorprenderme. Cada día que paseo por una de sus ciudades me planteo cómo,
habiéndolo tenido tan cerca, nunca se me había ocurrido venir por aquí. Es
verdad que las comunicaciones desde España nunca han ayudado, pero también es
cierto que eso nunca ha sido un obstáculo para mí.
Mi centro de
operaciones para el viaje está en Split. Durante años, mi única referencia de
la ciudad fue el Hajduk, uno de los equipos de referencia en los mejores años
del fútbol balcánico. Por supuesto, hay mucho más que eso. El casco antiguo,
bastante bien conservado, es una de las maravillas del país. La parte central
está llena de turistas, aunque su presencia no es todavía demasiado molesta en
esta época del año. Sin embargo, basta callejear un poco para encontrar lugares
con el mismo encanto pero en los que alternan mayormente los nacionales.
A unos 30
kilómetros está Trogir, más pequeña pero también maravillosa. Las torres de más
de una decena de iglesias sobresalen entre las callejuelas de su ciudad
antigua. Uno de esos lugares donde no hace falta un plano: basta basta echarse
a andar y hacer caso a los ojos, perderse y encontrarse. Lo peor ha sido
encontrarme un autobús de españoles que inundaban las callejuelas de la zona. Por
suerte, parece que terminaban su recorrido cuando yo lo empezaba. En ocasiones
resulta odioso encontrarse compatriotas por el mundo. Sé que suena mal, pero me
tranquiliza saber que alguno que otro me habéis hecho la misma reflexión alguna
vez.
No me gusta
especialmente viajar en barco –el agua me parece un medio extraño y
desconcertante–, pero esta vez era inevitable. La costa croata está salpicada
de pequeñas y no tan pequeñas islas. A poco menos de una hora de Split está
Brac. Recorriéndola encuentro varios de esos pueblos pintorescos en los que
seguramente nunca pasa nada. Los paisajes también son alucinantes. Quizá el
menos espectacular es el más famoso del lugar: la playa de Bol. En las fotos se
ve como una lengua de arena que sobresale de la costa y termina en una punta,
con el mar bañándola a ambos lados. Sin embargo, una vez que estás allí te das
cuenta de que lo que parecía arena son en realidad piedrecitas del tamaño de
guisantes.
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