miércoles, 10 de diciembre de 2014

Tintin en Madrid (II) - Castizo

Castizo es un adjetivo típicamente madrileño. No recuerdo haberlo oído usar con tal profusión en ningún otro lugar de España. Para los madrileños parece ser algo de qué presumir, pero nunca he entendido qué implica exactamente ser castizo. Es algo típico, auténtico, puro… Pero, ¿dónde está el límite entre el bien y el mal?

Entramos en un bar cualquiera a poco más de cincuenta metros de la Plaza Mayor. Un local estrecho, con las paredes de un sospechoso color amarillento, un peculiar olor que no recuerda precisamente a comida y una decena de detalles que centran nuestra conversación en el rato que pasamos allí. Ni siquiera recuerdo cómo se llama. Pero podría ser un buen ejemplo de bar castizo.

Castizo por la zona, en uno de los barrios más típicos de la ciudad; castizo por la variedad gastronómica, con tortilla, huevos rellenos o albóndigas en salsa; pero castizo también por el ambiente en general que allí se respira. El puente ha llenado todo de turistas, pero el local se mantiene como una pequeña isla que conserva sus esencias a pesar de todo. No se han molestado lo más mínimo en arreglarlo o, al menos, maquillarlo para atraer a más visitantes.


Algunos elementos del local son curiosos, como la ya antigua caja registradora –ahora es más habitual ver los ordenadores con pantalla táctil para cobrar– forrada con cromos de futbolistas de hace varias décadas. Pero la higiene también es castiza: no tranquiliza mucho ver a los camareros, camisa blanca y pantalón negro, que usan el mismo trapo para limpiar la barra o la tabla donde cortan las raciones de embutidos. Pero debe ser algo típico, porque lo hacen sin ningún reparo, sin esconderse lo más mínimo.

Menos mal que el alcohol lo desinfecta todo. Unas castizas cervezas Mahou y unos vermuts servidos de una botella de cristal cuadrada sin etiqueta se encargan de desinfectar nuestros vasos. En cuanto a la comida, mejor la dejamos para la siguiente parada en el camino.

Tintín en Madrid (I) - Provincias

Todo lugar que se precie debe tener un tópico que define su naturaleza o la de sus habitantes. En el caso de Madrid, la creencia popular dice que los madrileños son unos chulos y que se sienten un escalón por encima del resto del país. Aunque lo políticamente correcto es decir que todo eso no tiene justificación, es innegable que algo hay. Y no todo es culpa de los habitantes de la capital. Los de fuera lo ponen demasiado fácil algunas veces.

El prototipo de familia –papá, mamá, niña de la mano y niño en el carrito– entra en un vagón de la línea 1 del metro, que recorre las zonas más céntricas y más transitadas de la ciudad. A pesar de que el tren va atestado de gente, no se les ocurre coger en brazos al pequeño y plegar la sillita. Apenas consiguen avanzar y se quedan frente a la puerta. El resto de pasajeros tiene que apretarse un poco más y esquivarlos cada vez que quieren bajar en una estación. Así que, en tan solo unos segundos, se convierten en el centro de atención de los demás viajeros.

A su lado se encuentra otra familia del mismo estilo. No se conocen, pero en seguida entablan relación. Unos son de un pueblo de Badajoz y los otros de Rota (Cádiz). Es fácil saberlo, porque hablan prácticamente a gritos y se cuentan los unos a los otros las primeras anécdotas de su paso por Madrid. Entre el resto del pasaje se cruzan miradas y sonrisas que delatan una mezcla de simpatía y vergüenza ajena.

Y, cuando todo el vagón está pendiente de su conversación, uno de ellos se para a pensar dónde está metido y cómo funciona aquello: “oye, ¿y esto gastará mucha gasolina o va por el cable de la luz?”. Dudas de la gente de provincias que dan pie a que los de la capital se rían un rato. Los de la capital y cualquiera que haya visto desde el andén un convoy que se acerca desde el túnel soltando chispaos. Pero quizá el que pregunta llegó anoche al hotel en su coche y se está montando en metro por primera vez esta mañana.

Más allá de la anécdota puntual, la ciudad ofrece decenas de situaciones en las que fácil delatarse como forastero. Como esos que otean el horizonte despreocupados desde el centro de las escaleras mecánicas sin darse cuenta de que interrumpen el paso de gente que va con prisas. O los que se gritan de un lado a otro de la calle tratando de mantener unido a su grupo entre la marea humana que sube por cualquiera de las cuestas que desembocan en la Plaza Mayor. Seguramente son más los visitantes que se mezclan fácilmente con las masas locales y pasan desapercibidos. Pero aun queda demasiada gente para la que salir de su tierra es una excepción y pasear por la capital es toda una aventura. Y después se molestan porque los del Foro presuman de capitalidad.

martes, 2 de diciembre de 2014

Tiempo

El tiempo me sobra y me falta casi a partes iguales. Marca mi vida, al igual que la de todos vosotros, y no hay manera de alterarlo o manejarlo lo más mínimo. Apenas puedo observar cómo pasa siguiendo el movimiento circular de unas manecillas. Pero eso lo hace incluso más tedioso.

Se me va demasiado deprisa cuando necesito más. Parece no avanzar cuando anhelo un momento futuro —una visita, una llamada, un encuentro— que no termina de llegar nunca. Mientras los días se me hacen más largos, los años se vuelven cada vez más cortos. Una extraña sensación de dilatación y contracción simultánea por la que ayer o mañana quedan demasiado lejos, mientras que un día de hace ocho meses parece más reciente de lo que indica el calendario.

Despierto en plena noche y mi reloj marca las 3.57. Parece que ha pasado una eternidad desde que cerré los ojos, pero en realidad hace menos de tres horas. Apenas me queda sueño que dormir, pero resta otra eternidad hasta que sea momento de levantarse y reanudar la vida cotidiana. La habitación está oscura, en silencio y cualquier signo de la vida que transcurre detrás de la persiana es casi imperceptible. Y el tiempo no pasa. A veces, la mente se parece demasiado a esa misma habitación. Incluso a plena luz del día.

Mientras que algunos fantasean con viajar en el tiempo, yo no aspiro ni siquiera a controlarlo. Si acaso a soportarlo, ya que he de vivir con él hasta que se me acabe. Quizá a comprenderlo. Y, si es posible, a utilizarlo de la manera más provechosa posible.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Recuerdos de Berlín

Una cicatriz es una marca que recuerda la existencia de una herida ya sanada. Algo así sucede en Berlín. Aunque el Muro, esa brecha que dividió la ciudad en dos, ha desaparecido, todavía quedan rasgos que recuerdan su existencia. Estuve allí por primera vez hace ahora diez años y me impresionó, no tanto por su belleza sino por todas las historias que aquel lugar tenía que contar. Me propuse volver y, dos años después, lo conseguí. Apenas fue una tarde de paseo, fría y oscura, de finales de diciembre. Pero no por ello menos interesante que la primera. En estos días, en que se recuerda el veinticinco aniversario de la caída del muro, no dejo de pensar en volver a pasear otra vez por sus calles.

Las secuelas más evidentes son las físicas. Es fácil toparse con trozos de muro repartidos por todo Berlín, convertidos ahora en atracciones turísticas. Menos vistosos, aunque para mí mucho más llamativos, fueron algunos solares vacíos que encontré en pleno centro urbano, donde nada había tapado la brecha que durante décadas partió la ciudad. Y, cómo no, los contados puntos de paso entre las dos partes. El más conocido quizá es el Checkpoint Charlie, que dividía la Friedrichstrasse en dos y que aun hoy sobrevive con su caseta, su cartel de aviso y una pequeña pila de sacos a modo de barricada. Pero basta con curiosear un poco para descubrir calles o puentes que cumplían la misma función y que todavía encierran tantas historias de deserciones, detenciones o intercambios de prisioneros.


Junto a lo visible, el otro rastro del muro sobrevive en las mentes de sus vecinos. Todos tenemos cientos de anécdotas que contar sobre nuestra ciudad. Para los berlineses de cierta generación, gran parte de ellas tiene que ver con el Muro. Viajando en coche desde el aeropuerto de Schönefeld hacia el centro de la ciudad, un alemán de unos cincuenta años me cuenta: “cuando yo era pequeño, al final de esta calle había un muro. Nunca supe lo que había detrás hasta muchos años después”. Una historia bastante simple, pero que me da mucho que pensar siempre que la recuerdo. Hoy nos resulta fácil pasear por las calles de medio mundo sin salir de casa gracias a algunas aplicaciones. Hace no tanto tiempo, una pared de hormigón era suficiente para ocultar y separar dos mundos tan cercanos.

Como en todo conflicto, también quedan historias legendarias. El mismo berlinés me habla de un concierto de los Rolling Stones en el sector occidental que hizo que cientos de sus vecinos orientales se congregasen cerca del Muro para tratar de escuchar a sus satánicas majestades. “¡Podían parar a las personas, pero no podían parar el sonido!”. Muy bonito, pero no del todo cierto. Por lo que he podido averiguar después, la verdadera historia es que, en 1969, se extendió a ambos lados de la ciudad el rumor de que los Rolling iban a dar un concierto en una azotea del Berlín occidental. Efectivamente, una multitud de jóvenes del Este se acercó lo más que pudo al otro lado del Muro... Y la Stasi se dedicó a detener a todo el que pilló por allí. Eso sí, por una vez la historia tiene un final feliz: este año, Mick Jagger y los suyos han vuelto a Berlín para ofrecer un concierto conmemorativo de aquel que nunca dieron.  

martes, 4 de noviembre de 2014

Hombre frío, hombre cálido

De pronto llegó la lluvia. Y el frío. De un día para otro, la apariencia lisa y azul que confería la luz del sol a la capa de gases que nos rodea se transformó en un manto ondulado de nubes blancas y grises. Sopló el viento, cayeron algunas gotas y refrescó el ambiente. Por fin pude dar buen uso de la cazadora que compré hace más de un mes aprovechando los últimos coletazos de las rebajas. Hasta ahora, solo había colgado de mi brazo alguna noche en que salí con la ilusión de que hiciera frío. Ilusión insatisfecha. Desilusión.

Pero todo llega. Un breve paseo bastó para celebrarlo. Una brisa que comenzaba a coger fuerza movía a un tiempo las ramas de los árboles y mi pelo, ya de por si rebelde. Las nubes atenuaban las últimas luces del día y las farolas empezaban a llenar las calles de artificiales tonos naranjas.  Y mi cuerpo disfrutaba del agradable contraste entre el fresco de la cara y las manos y la calidez que da un pantalón y unas mangas largas.

La noche fue peor. O mejor, según se mire. Desde el ventanal de mi estudio contemplaba la lluvia caer. El semáforo de la esquina, normalmente tapado por los árboles, se reflejaba cada vez con más fuerza en la capa de agua que cubría la acera y la habitación comenzó a iluminarse, de forma alterna, con tonos verdes y rojos. Y yo disfrutaba de la escena escuchando música y pensando lo bien que se estaba dentro de casa mientras el invierno asomaba detrás del cristal.

Sirva todo esto para explicar que, en realidad, a los que nos gusta el frío nos encanta también el calor. Pero un calor controlado, confortable. No el de los 40 grados a la sombra. El frío se disfruta desde la comodidad del jersey y los guantes, desde la seguridad de saber que en casa te está esperando un caldo calentito, una estufa y una manta para echarte por encima en el sofá. Sin embargo, con el calor no ocurre lo mismo. Un aire acondicionado alivia el sofocón, pero a la larga es desagradable. Una cerveza helada entra muy bien, pero la satisfacción dura poco. Y si después de la primera, para prolongar la sensación de bienestar, llegan la segunda, la tercera y la de no me acuerdo cuántas van… Ya sabéis cómo acaba todo.

La latitud y el cambio climático nos dan un invierno digno de disfrutar. Después de una noche pasada por agua, la calle amanece seca y las nubes pelean con los claros a ver quién puede más. Todavía se puede pasear al sol, tender la ropa al viento y disfrutar de un día luminoso. Hasta que llegue la noche y, con ella, el momento de refugiarse del frío y de la oscuridad en el salón de casa o acodado en la barra de un bar. Cada cual que elija.

jueves, 9 de octubre de 2014

I don't believe

No creo en las pastillas
No creo en las ofertas de empleo
No creo en los políticos
No creo en la religión
No creo en los antivirus
No creo en la justicia
No creo en el running
No creo en la buena suerte
No creo en la televisión
No creo en los másteres
Solo creo en mí.

El sueño se ha acabado.

Empezaban los 70 y John Lennon se destapaba con una gran canción en la que recitaba las cosas en que no creía. Por alguna razón, la tituló “God” (Dios). Una década y media más tarde, U2 hacía una peculiar versión con su propia lista de descreimientos. Hoy, coincidiendo con el día en que John debía cumplir 74 años, yo me he permitido seguir su idea y hacer mi propio desarrollo. Más abajo os dejo la canción y la letra original. Pero recordad: las comparaciones son odiosas.


God is a Concept by which we measure our pain.
I'll say it again
God is a Concept by which we measure our pain.
I don't believe in magic
I don't believe in I-ching
I don't believe in Bible
I don't believe in Tarot
I don't believe in Hitler
I don't believe in Jesus
I don't believe in Kennedy
I don't believe in Buddha
I don't believe in Mantra
I don't believe in Gita
I don't believe in Yoga
I don't believe in Kings
I don't believe in Elvis
I don't believe in Zimmerman
I don't believe in Beatles
I just believe in me
Yoko and me...and that reality

The dream is over
What can I say?
The Dream is Over
Yesterday
I was the dreamweaver
But now I'm reborn
I was the Walrus
But now I'm John
And so dear friends
you'll just have to carry on
The dream is over

martes, 7 de octubre de 2014

Diario de una mudanza

Si hubiera un ranking de esta categoría, diría que las mudanzas están entre las diez experiencias más tediosas a las que se debe enfrentar un ser humano a lo largo de su vida. Sin embargo, en mi constante esfuerzo por buscar el lado bueno de las cosas, también he de decir que este trance me ha servido para aprender un poco más sobre mí. A lo largo de los años se van acumulando objetos que, a su vez, enlazan con todo tipo de experiencias vitales. Por lo general, van llegando a casa de uno en uno y cada cual va ocupando un lugar en el que pasará desapercibido durante los próximos años. Pero el día que toca desalojar armarios y estanterías, en muy poco tiempo te enfrentas a muchas cosas.

Es increíble la cantidad de regalos que he recibido a lo largo de mi vida profesional. Estoy por adjuntar una foto a mi currículum. Por una parte están los artículos de papelería: maletines, carpetas, bolígrafos, pisapapeles… Suficiente para equipar una oficina entera. También hay libros de todo tipo: desde novelas hasta estudios de los temas más inimaginables. Y decenas de notas de prensa y de guiones de radio que, ahora mismo, no comprendo muy bien por qué guardé.

También es interesante la cantidad de fotos de distintas etapas de mi vida que han aparecido. Hay varias carterillas con fotos de carné, correspondientes a mis últimos DNI, pasaportes, carnés de prensa y cosas así. Creo que sigo teniendo la misma cara a pesar de los años. Lo que más cambian son los pelos. Pero, aparte de esas, han aparecido otras fotos de épocas muy distintas y, por alguna razón, reunidas en un mismo álbum. Hay una de cuando tenía dos años, la siguiente es a los quince estrenando guitarra, un par de mi primer viaje a Estados Unidos y otra de mis años universitarios. Todo un tesoro que no pienso colgar aquí. Quien quiera verlas, que venga a verme.

Otro capítulo curioso es el de artículos de bares. Algunos son de regalo, otros me los regalé yo mismo. Las marcas de bebidas me han dado relojes, alfombrillas de ratón, lectores de tarjetas de memoria. Yo me he ido haciendo poco a poco con una cristalería, compuesta por vasos anchos de sidra y catavinos de la Feria de Abril. Y, por si fuera poco, mi casero, me ha traído ocho o diez vasos de cerveza de su bar.

Para todo lo demás, imposible de clasificar, he habilitado en una de mis nuevas cajoneras el cajón “miscelánea”. Aunque he dejado dos alfombrillas de ratón en mi escritorio –porque son bonitas, no porque tenga ratón– todavía he tenido que guardar alguna más aquí. También hay pines, chapas, soportes para fotos, cuatro puros de otras tantas bodas, una muñequera, una bolsa con monedas de céntimos...

Y para el final ha dejado lo que, para mí, ha sido el descubrimiento más sorprendente de toda esta experiencia: ¡tengo ocho pares de zapatos! Hasta hace una semana, yo habría jurado que eran tres. Como mucho, cuatro. No solo lo creía, también presumía de ellos ante esa gente que tiene decenas, incluso centenas de ellos. A partir de ahora, me tendré que callar.

viernes, 26 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (epílogo) - De viaje

Me fascinan los aeropuertos. El hecho de cruzarme con miles de personas y pensar que, en unas horas, cada uno va a estar en una punta del mundo, me maravilla. Será por eso que siempre dedico unos minutos a leer los paneles y comprobar los destinos de los próximos vuelos. Y, por supuesto, siempre se me antoja ir a dos o tres. Por lo demás, las terminales se han convertido en gigantescos centros comerciales. Pero a mí me siguen gustando. Y no solo porque visitarlos significa que me voy lejos. El viaje es parte del placer. Ya os conté algo cuando volvía de Tailandia.

En este viaje he cogido cuatro vuelos y he pasado por cinco aeropuertos, dos de los cales no conocía todavía. He estado aproximadamente 28 horas en el aire y otras 8 en tierra esperando. Tanto arriba como abajo, da tiempo a muchas cosas. Para demostrar que estoy en otro mundo, solo daré un detalle: en el primer trayecto, de Madrid a Ámsterdam, me he< comido entero el sándwich de queso gouda que me han puesto. Los que me conocen bien saben que detesto el queso. Pero, desde tan alto, todo sabe distinto.


A pesar de pasar tanto tiempo en el aire, apenas he dormido dos o tres horas en los vuelos largos. A la ida por la emoción del viaje o por las horas, que no correspondían con mi ya de por sí escaso horario de sueños. A la vuelta, no me explico por qué. Venía cansado después de ocho días harto de andar y, por si acaso ni por esas me venía el sueño, me he tomado por lo menos tres cervezas. Pero nada.

El problema es que los vuelos, sobre todo los intercontinentales, son cada vez más entretenidos. Con una pantalla para mí solo, he podido elegir que ver y qué escuchar durante todo el vuelo. Y, para alguien como yo, tener a mi disposición algunos de los mejores discos de los últimos cincuenta años y poder saltar de uno a otro es demasiada tentación. Así que he aprovechado para escuchar música y ver un par de películas que se me pasaron en el cine. Para descansar, de cuando en cuando echaba un vistazo al GPS para saber por dónde iba. Sobrevolar Vladivostok escuchando el Sgt. Pepper de los Beatles o, unas horas después, contemplar el océano ártico mientras me servía un zumo en el mini-bar de cola son cosas que no se hacen cada día,

Ya en París, después de una hora y cuando me quedaban otras tres para volver a despegar, me ha dado la pájara. De alguna forma, mi cuerpo sabía que se acababa lo bueno. No sé cómo no me he quedado dormido en algún asiento de la terminal. Seguro que si tuviera planeado quedarme un par de días por allí no me hubiera pasado. Pero, ya en el avión, solo me ha dado tiempo a distinguir desde la ventana el cauce del Sena, las islas de San Luis y la Cité. Cuando hemos dejado atrás la ciudad me he quedado frito.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (X) - Postales de Tokio

No sé cuantas veces durante este viaje he pensado “no podía pensar que esto existiera… hasta que vine a Japón y lo vi”. Ahora solo espero que mi memoria no me traicione y me permita contaros si no todas –sería una historia demasiado larga– al menos las anécdotas más llamativas.

Lo primero que me sorprendió fue ver una señal de prohibido fumar en una acera. Efectivamente, no está permitido echar un pitillo ni siquiera en lugares al aire libre. No había reparado en ello, pero cuando me puse a pensarlo me di cuenta de que no me había cruzado con ningún viandante con un pitillo en la boca. A cambio, en medio de la calle hay zonas especialmente delimitadas para fumadores, con asientos, mesas y ceniceros.

Por el contrario, incentivan otros vicios. Creo que no exagero si digo que hay muchos ludópatas. Y es un fenómeno bastante público. En todos los barrios es fácil encontrar al menos un pachinko, Viene a ser lo que en España se llama un salón recreativo: una sala llena de maquinas con juegos bastante simplones. Impresiona asomar la cabeza por alguno de ellos y contemplar las filas de tragaperras y de pequeños hombrecillos sentados frente a ellas golpeando a toda velocidad sus botones.


Algunas de estas salas tienen en los pisos superiores otras dependencias donde los juegos si son más sofisticados: desde las clásicas carreras de coches o las aventuras de matar monstruos hasta surfear, hacer snowboard o pilotar una nave. No me he parado a ver los precios, pero no creo que sea muy caros, a juzgar por la cantidad de gente que los usa.


En otros casos, la ludopatía se mezcla con el consumismo. También hay locales que mezclan los videojuegos con esas máquinas cuyo objetivo es atrapar un peluche u otra clase de objeto con unas pinzas. Otro gran éxito. Pero las que mejor acogida tienen, por lo que he podido presenciar, son las maquinitas expendedoras que venden pequeños muñecos metidos dentro de una bola de plástico. Se agolpan por decenas, generalmente en las puertas de estos establecimientos, pero también en algunas tiendas.


Pero sin duda las máquinas cuya presencia supera de largo a las demás son las expendedoras de bebidas. Prácticamente en cada calle se puede encontrar una. O varias juntas, porque las hay con varios tipos de bebidas: cafés y tés fríos, zumos, refrescos, bebidas energéticas y vitamínicas. No hace falta que se trate de una zona comercial. Algunas están en lugares bastante desangeladas. Además, tienen una cualidad de la que bien podían aprender las empresas europeas: los precios son prácticamente los mismos independientemente de que se encuentren en un barrio de las afueras, junto a una atracción turística o en el aeropuerto.


La verdad es que a mí me han salvado varias veces de la deshidratación. Aún recuerdo la primera que descubrí, al lado del Budokan. Aunque, como cuando se compra cualquier otro alimento en Japón, también tienen su riesgo. Aquel día lo comprobé. Al igual que los menús de los restaurantes, las etiquetas de los envases están en japonés. Así que, cuando creía comprar un zumo de manzana, en realidad estaba adquiriendo un té helado y amargo. A la segunda vi un pequeño tetrabrik de cartón con unas frutas dibujadas y pensé que sería un zumo normal, pero era un mejunje espeso y dulzón. Más potable que el anterior, pero aún bastante asqueroso. A la tercera por fin acerté: ¡agua!


También es curioso el concepto que tienen de la publicidad y su integración en los espacios exteriores. Es todo tan exagerado que a los pocos días de pasear por Tokio y ver tres o cuatro extravagancias ya ni siquiera llama la atención. Así, no es extraño encontrar en medio de una plaza un Godzilla de no sé cuantos metros o una veintena de Doraemons, ideados para promocionar los lanzamientos de sus respectivas películas.


Pero la palma se la lleva un gigantesco robot que preside la entrada de un centro comercial en la isla de Odaiba. Solamente verlo ya resulta impresionante. Pero me he perdido lo peor. Al parecer, cada mediodía hay un espectáculo en el que el robot se mueve y enciende todas las luces que lo decoran. ¡Todos los días menos el que yo fui! Un cartel, en japonés y en inglés, pedía disculpas a los visitantes y lamentaba informar de una avería que había obligado a suspender el espectáculo.


Pero tanta modernidad también convive con otras técnicas publicitarias bastante rudimentarias. En pleno barrio de Akihabara, zona comercial de la tecnología por excelencia y paraíso para los amantes de los artilugios electrónicos, muchos negocios destinan a un empleado exclusivamente a vocear en la puerta de su local los precios de sus productos estrella y las últimas ofertas. Al más puro estilo verdulera del mercado de abastos. Todos siguen un comportamiento parecido: subidos en un pequeño cajón, un megáfono en una mano, un cartel en la otra y a gritar.


Y es que, definitivamente, la calle juega un papel importante en la vida de los tokiotas. Mi primera noche, en pleno corazón del luminoso y animado barrio de Shinjuku, me sorprendió ver a una multitud parada mirando una gran pantalla suspendida de uno de los edificios. Cuando llegué al lugar, comprobé que en su mayoría eran jóvenes y que estaban viendo la grabación de un concierto del típico ídolo adolescente. No me atrevo a decir que estaban tan animados como si estuvieran presenciándolo en vivo en cualquier estadio, pero les faltaba poco.


Y me paro aquí. Podría seguir, pero esto se está alargando demasiado y leer textos tan largos en la pantalla puede llegar a ser incómodo. El que quiera seguir oyendo anécdotas y locuras varias, es libre de llamarme para tomar una cerveza.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (IX) - El jefe de estación

La estación de autobuses no es más que una explanada entre las cuatro casas mal contadas que forman Hakonemachi, a la orilla del lago Achi. Hace varios siglos fue un punto de control importante en la ruta entre Tokio y Kioto. Hoy, parece que sigue viviendo de los visitantes que llegan hasta allí. A mi alrededor, un anillo de montañas rodea el valle, creando un paisaje digno de la excursión. Uno de esos montes es el Fuji. Sin embargo, un cielo encapotado impide, hoy también, ver su cumbre.

De todas formas, mi última excursión en el país ha merecido la pena. Por la mañana he cogido un tren bala y, después, otro ferrocarril de vía estrecha hasta un pueblo entre las montañas. De allí he tomado un autobús que, a través de una empinada y tortuosa carretera, me ha llevado hasta la orilla del lago, donde me esperaba un peculiar barco con apariencia de velero y con un potente motor. A pesar del cielo encapotado, las montañas y la exuberante vegetación me han ofrecido un paisaje que tardaré en olvidar.


Y ahora comienza mi viaje de vuelta. No sé si el jefe de estación recibe o merece ese tratamiento, pero para el caso lo bautizaré así. Sentado en un soporte de cemento que sujeta un poste con los horarios de alguna línea de autobús, lo veo ir y venir. Es un hombre regordete y con cara de simpático, pantalón largo, camisa de manga corta y gorra. Va sin cesar de su caseta a los andenes y de allí de vuelta a la caseta. En un lado vende los billetes a los pasajeros y en el otro recibe a sus colegas conductores y controla el embarque de los dos o tres viajeros que suben al autobús. En mi opinión no tiene tanto que hacer, pero da la impresión de que siempre está trabajando.

Aquí viene otra vez. Me ve escribiendo y me sonríe. Se ve que nos hemos caído bien. Y eso que nuestra conversación ha sido una mezcla de inglés y gestos, ambos igual de incomprensibles. Sabe que me queda un buen rato allí y sospecho que le gustaría sentarse a hablar conmigo, pero la verdad es que sería bastante inútil. A cambio, cada vez que pasa me mira y me dirige algún gesto amable.

Ahora vocifera algo por su megáfono rojo. A saber qué. Yo hago el intento de comprenderlo: levanto la cabeza y escucho, pero después de una semana aquí, esta lengua me sigue sonando a chino. Y eso que ya sé que es japonés.


Después de una hora de espera, por fin llega mi autobús. La carretera no tiene tanta pendiente como la de esta mañana, pero el camino es bastante movidito. Atravesamos varios pueblos y, una hora más tarde, oigo por la megafonía lo que parece el nombre de mi parada. En efecto, el autobús se detiene frente a una estación de tren. Debe ser aquí.

Me dirijo a la taquilla y le explico al taquillero que quiero volver a Tokio. Examina mi bono para los trenes y me pregunta “smoking or no smoking?”. Pronuncio la palabra “no” y, para reforzar mi mensaje, levanto la mano y, con el dedo índice en alto, la meneo de un lado a otro. Pero el buen señor vuelve a insistir: “no smoking?” pregunta, esta vez moviendo la mano, con todos los dedos juntos, de un lado para otro delante de su nariz. Intuyo que hace el gesto de dispersar el humo del tabaco, como si yo no me hubiera enterado de lo que pregunta. Así que le respondo “no smoking”. Y al final para nada, porque no me da ningún billete. Simplemente me indica que vaya a la vía 2 y que suba al próximo tren, que se dirige a Tokio. Por supuesto, lo hace con muchas menos palabras.
 

Subo al andén y en menos de dos minutos pasa un tren. Una vez en el vagón, examino mi mapa y compruebo que, efectivamente, esa línea llega a Tokio. Aunque calculo que debe tardar una eternidad. Sin embargo, veo que dos o tres paradas después puedo enlazar de nuevo con el tren bala. Y ya que me sale gratis y que es el último día, me voy a dar el capricho.

Ya de vuelta en Tokio, comento con mi anfitrión y traductor la escena del taquillero y el tabaco. Y, cuando entro en detalles, me explica la situación: mientras que nosotros negamos moviendo el dedo índice de un lado para otro, los japoneses lo hacen moviendo la mano entera. Hay que ver las cosas que se aprenden viajando.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (VIII) - Shinkansen a Kioto

A primera hora de la mañana estoy en la estación de Tokio para coger el tren bala hacia Kioto. Es impresionante la cantidad de frecuencias que tiene la línea, que conecta la capital con Osaka, así que no hay problema de plazas. Eso sí, la chica de la taquilla me comunica con cara apesadumbrada lo que para ella es una mala noticia: para el tren que yo quiero coger no quedan billetes de ventanilla en el lado desde el que se puede ver el monte Fuji. Solo puede ofrecerme un asiento de pasillo de ese lado del tren. Finalmente, las nubes me acompañan durante todo el trayecto y es imposible ver nada.


En algo más de dos horas y media llego a mi destino. En la oficina de turismo de la estación, me hago con un mapa de la ciudad y un bono para usar los autobuses urbanos. En lugar del ambiente rústico que yo esperaba, me encuentro una ciudad de tamaño medio por la que están desperdigados decenas de monumentos. Así que tomo el primer autobús, que me lleva por una larga avenida hacia el que es quizá el lugar más popular de la ciudad: el pabellón dorado.


Sin embargo, el lugar que más me ha impresionado es el palacio Ninomaru. Inserto en el castillo de Nijo, me hacen descalzarme para entrar en el edificio. Seguramente es una medida más para cuidar los suelos que, al igual que gran parte del edificio, son de madera. Bajo mis pies se escuchan sus crujidos. Leo que siempre fue así y que el suave chirrido, fácilmente perceptible en el silencio del lugar, servía para alertar de la presencia inesperada de sirvientes o visitantes. Decenas de puertas correderas dan acceso a las estancias del antiguo shogun. Laminas de oro y grabados en madera decoran las paredes. El lugar coincide casi totalmente con mi imagen mental de un antiguo palacio japonés. Mi única pena es que no está permitido hacer fotos. Así que me esfuerzo en grabar bien la imagen mental.


Coincidiendo con la caída del sol, y casi por casualidad, llego a Gion, el barrio de las geishas. Caminando por una gran avenida, me llama la atención un callejón con varias casas de madera. Así que desvío mi recorrido y me encuentro una estampa que, salvo por la presencia de algunos coches y de los cables que cuelgan a varios metros de altura, hubiera visto cualquiera que pasase por allí hace cien años. Algunos de los inmuebles están abiertos y dejan ver sus patios, decorados con flores y pequeños estanques. Al final de una cuesta, preside el barrio una gran pagoda, que pone la guinda perfecta al paisaje.


Me quedo con ganas de dedicarle más tiempo a la ciudad. O de acercarme a la vecina localidad de Nara. Pero la semana larga que he programado para mi viaje a Japón no da para más. Por buscar el lado positivo, ya tengo la excusa perfecta para volver por esta esquina del mundo. Sin embargo, la vuelta a Tokio me depara todavía una curiosa escena en la que no había reparado por la mañana.


De nuevo en el Shinkansen, el nombre japonés para el tren bala –debió ser una invención extranjera, porque en japonés no significa eso– me fijo en la tripulación de a bordo. Está compuesta por revisores, que visten un pomposo uniforme color beige y apariencia militar, y azafatas que pasan a ratos empujando un carrito en el que venden bebidas y aperitivos. Además de las labores propias de su puesto, todos ellos realizan un curioso ritual: cada vez que entran en el vagón miran al pasaje y hacen una reverencia; cuando llegan al otro extremo, abren la puerta y, antes de sobrepasarla, se giran y vuelven a inclinarse en señal de respeto. Haciendo una estimación a la ligera, he calculado que me han hecho en torno a cien reverencias en todo el viaje. No merezco tanto.

martes, 16 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (VII) - Yokohama

Lo primero que se me viene a la mente cuando pienso en Yokohama es que fue una de las escalas de Phileas Fogg en su vuelta al mundo en 80 días. Todo un referente para un viajero como yo. Algún año debería hacer ese viaje. En cualquier caso, ya que he llegado tan cerca, no podía dejar pasar la oportunidad de conocer la ciudad.

Un trayecto de poco más de media hora en tren me lleva desde Tokio a la estación central de Yokohama. Aunque llego con unos cuantos puntos de referencia de lo que quiero ver, mi idea es callejear entre uno y otro, como hacía en la novela el bueno de Passepartout. Sin embargo, nada más salir de la estación,  me he encontrado con la sede de Nissan. Así que he parado un rato a ver los últimos modelos y a conducir en los simuladores que ofrecen de forma gratuita.


Después de unas vueltas a toda velocidad por no sé qué circuito, pongo los pies en el suelo y salgo del edificio. Cruzo por una gran pasarela desde la que veo la primera panorámica de la ciudad. A pesar de que está unida a Tokio, Yokohama es muy diferente a la capital. También tiene grandes rascacielos, pero entre ellos hay anchas avenidas, zonas verdes y, fundamentalmente, aire.


En mi camino, me fijo en que apenas hay gente por la calle. En realidad, hay una cantidad normal de personas, pero parece ínfima viniendo de Tokio. Quizá eso también ayuda a hacer el paseo más agradable. Y, mientras doy vueltas a estas ideas, por fin llego al mar. Cruzo a una pequeña isla, desde la que se puede apreciar el skyline de la ciudad. Pero me quedo mirando unas pequeñas casas de colores, de un par de pisos como mucho, que han sobrevivido en primera línea a la expansión de los rascacielos. Me gusta el contraste.


Un poco más allá comienza el puerto. Quizá es lo menos vistoso de la ciudad, pero a la vez lo que la hizo importante, ya que Yokohama fue durante años la principal conexión de Japón con el resto del mundo. Entre las instalaciones portuarias destacan algunas antiguas, restauradas y adaptadas ahora a un uso civil, y otras modernas. Entre estas últimas, descubro que la terminal marítima fue diseñada por un español, el arquitecto Alejandro Zaera. Cuando uno está tan lejos, a veces hasta hacen ilusión estas cosas.


Para el final de mi paseo he dejado el barrio chino. Sus colores fuertes, sus arcos de entrada y sus techos picudos destacan entre las líneas rectas y los tonos apagados de los demás edificios de la ciudad. También es la zona más bulliciosa. Guías con paraguas en alto conducen a grupos de turistas japonesas que miran a ambos lados con asombro como si pasearan por una ciudad extranjera. Supongo que los carteles estarán en chino, aunque yo personalmente soy incapaz de distinguirlos de los letreros en japonés.


El centro del barrio es un pequeño templo al que se accede por unas amplias escaleras divididas en dos tramos. Está más decorado que los demás que he visto hasta ahora. No sé si estarán en fiestas o es siempre así. Aparte de eso, el barrio es una cuadrícula de calles más anchas y pequeños callejones repletos de tiendas y restaurantes chinos, atendidos todos por emigrados de aquel país. Para mi desgracia, no saben más inglés que sus vecinos japoneses. Así que, un día más, no sé qué he almorzado. Lo único que tengo claro es que picaba mucho.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (VI) - Cerca del mar

El turismo es una de las pocas actividades que no mueve a grandes mareas de gente en Japón. Sorprende ver el poco volumen de visitantes en la mayoría de atracciones turísticas. Creo que es un problema de marketing. Quizá por eso hay tan pocos carteles en inglés. O a lo mejor es al contrario. ¿El huevo o la gallina? Sin embargo, los nativos sí son muy aficionados a hacer excursiones el fin de semana y, durante el sábado y el domingo, las manadas que a diario transitan por los barrios de negocios se trasladan a las zonas más pintorescas de la ciudad o a localidades vecinas.


Aun así, después de tres días recorriendo Tokio, el domingo parece un buen momento para dejar la ciudad y conocer algo de sus alrededores. A unos cincuenta kilómetros, pegado a la costa del Pacífico, se encuentra Kamakura. Como pueblo no vale gran cosa, pero tiene varios rincones que bien merecen la excursión en tren. El más espectacular es, sin duda, un Buda gigante de trece o catorce metros de altura. Además, la orografía de la zona hace que varios templos se emplacen en lo alto de colinas, con el consiguiente esfuerzo para el sufrido turista. A cambio, ofrecen una estampa original y también una panorámica interesante del resto del pueblo y sus alrededores.


A unos metros de la playa –tan pocos como para que un puente cubra la distancia – se asienta la isla de Enoshima. Para mi gusto, una isla unida a tierra pierde parte de su encanto. Aun así, el lugar es increíble. Se accede por una calle comercial, pero poco a poco las construcciones van dejando su sitio a la vegetación, bastante frondosa en algunos puntos. No es difícil de entender, teniendo en cuenta la humedad que hace.

Un camino de piedra, con continuas subidas y bajadas, serpentea por la isla y ofrece un completo recorrido que pasa por templos, cuevas y espléndidos miradores naturales con vistas al Pacífico. La naturaleza se mezcla con la leyenda, ya que una de estas grutas era la morada de un dragón que habitaba en la isla, según cuentan los lugareños. Siempre me hicieron gracia estos animales: lagartos grandes que volaban y echaban fuego por la boca. No sé por qué, pero me resultan simpáticos.


En otra cueva, más grande, los vigilantes del recinto entregan a la entrada velas para recorrer sus estrechos y profundos pasillos. En uno de sus recovecos, un tambor ofrece a los visitantes la oportunidad de hacer ruido para despertar al dragón. Así que, mientras paseas, se escucha de fondo una sucesión de sonidos graves y arrítmicos. Porque ninguno de los visitantes parece ser capaz de marcar un compás decente. ¡Pobre dragón!

A pesar del calor y de que no he conseguido librarme de los mogollones que atestan todo por aquí, ha merecido la pena descubrir otra cara de Japón. Tan cerca de la gran ciudad, aparece un país de casas pequeñas, distancias abarcables a pie y parajes naturales. Como unos domingueros más, hemos disfrutado de comer mirando al mar, oír leyendas de dragones o pasar unos minutos frente a un estanque mirando como chapotea un puñado de tortugas. Después de tres días entre grandes rascacielos, tocaba disfrutar de las pequeñas cosas.

viernes, 12 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (V) - Moviendo el bigote en el país del sol naciente

La hora de la comida es siempre una experiencia en cualquier lugar del mundo que se visite. Aparte de la imposibilidad de entender un menú de la que ya he hablado anteriormente, la variedad de locales disponibles en las grandes ciudades japonesas, sus platos y su ambiente siempre guardan alguna sorpresa.

Mi primera experiencia en solitario me lleva a un bar de Akihabara. Veo un hueco libre en la barra y me dispongo a sentarme. El camarero se dirige al mismo hueco y deposita una pequeña jarra con un líquido oscuro, así que supongo que el asiento está ocupado. Pero no, es para mí y el chico me indica, por gestos, que me siente. Doy un buche y compruebo que es té. Está amargo y frío. Ni a mí me gusta el té ni este parece estar muy allá, pero no tiene pinta de que me vayan a poner otra cosa de beber. Hace calor y tengo sed, así que doy un sorbo largo y apuro medio vaso. Desde el otro lado de la barra, el atento camarero llega con una jarra de dos o tres litros y me rellena. ¡Si yo me lo pensaba acabar solo por educación!


Parece que en Japón es normal no pedir una bebida para acompañar el almuerzo o la cena, así que habitualmente te van rellenando un vaso de agua o, muy a mi pesar, de té. En otro local incluso tienen pequeños grifos repartidos por la barra para que cada uno se vaya sirviendo. Donde encuentro agua, suelo beber alrededor de un litro. No exagero. Si lo que ofrecen es té, prácticamente me están obligando a pedir una cerveza. Y aquí son grandes. Lo normal es que te sirvan medio litro.

La falta de espacio, el precio del metro cuadrado y demás aspectos urbanísticos hacen frecuente encontrar restaurantes uno encima de otro. Paseando por ciertos barrios, es fácil fijarse en una puerta en la que aparecen las cartas de varios establecimientos. Un poco más adentro, un directorio indica en qué planta está cada uno. Así, en el primer piso puedes comer sushi, en el segundo curri, en el tercero guisos varios…

Especialmente en Akihabara, aunque supongo que no exclusivamente, son comunes los maid cafés, locales en los que la mayor particularidad es que las camareras visten trajes de sirvienta con las faldas demasiado cortas. La verdad es que no los he probado porque, además de la cerveza que te bebes, te cobran la carne que no te comes y que solo ves. Debajo de uno de ellos, hay una tienda de la misma empresa que vende tanto los trajes como fotos de mozas ataviadas de tal guisa. Curioso.


Otra costumbre extraña para los estándares occidentales es la de descalzarse para entrar a un restaurante. En la puerta hay unas taquillas donde dejar los zapatos. Más adelante, en lugar de una gran sala llena de mesas, el local se divide en pequeñas habitaciones en las que cada grupo puede comer sin ver ni ser visto por nadie. Cada cubículo dispone de una tableta táctil para pedir y de un timbre para avisar al camarero, que llama tímidamente a la puerta antes de entrar cada vez que viene a traer algo. Las paredes son de papel y madera, así que el aislamiento es solo visual, no acústico. Además, parece que los nativos se vienen arriba en la privacidad que dan estos finos tabiques y gritan más que nunca.

En el terreno puramente culinario, he de destacar que he comido mucho mejor que en ninguno de los restaurantes japoneses que he visitado en occidente. No sé si es la calidad de los productos, la destreza para prepararlos o que, por el hecho de estar tan lejos, te sabe todo más rico. Y a unos precios más razonables. Es verdad que he vuelto con algún kilo de menos, pero creo que eso se debe más bien a la cantidad de kilómetros que he andado.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (IV) - El templo

Cualquier recorrido por Japón pasará, al menos, por una decena de templos. Como ya he comentado anteriormente, prácticamente cada barrio tiene uno y, claro está, los hay más bonitos y más feos. Aparentemente, todos tienen una estructura similar. Un visitante poco observador podría decir incluso que todos son iguales. Aunque eso sería tanto como afirmar que todas las catedrales europeas son lo mismo.


Lo primero que llama la atención son los toriis, sencillos arcos de madera que indican el camino hacia el templo. En ocasiones hay decenas de ellos, donados por fieles agradecidos, y comienzan desde muchos metros antes de llegar al edificio principal del santuario. Pero más allá del aspecto arquitectónico –caracterizado por grandes tejados puntiagudos, columnas y paredes de madera y, a veces, colores demasiado estridentes–, me ha encantado conocer la cantidad de rituales que componen la visita a cualquiera de estos lugares.


Una vez sobrepasado el umbral del templo, a un lado se levanta un pequeño cobertizo bajo el que hay un pilón de agua con una fuente para purificarse antes de llegar al altar principal. Con la ayuda de pequeños cazos de madera, el visitante debe mojarse primero la mano izquierda, después la derecha y, por último, la boca. En algunos templos te indican que no bebas el agua y te invitan a “escupirla suavemente”. Pero a mí me enseñaron que escupir está feo y, llegados hasta aquí, no voy a dejar que me asusten un par de bacterias asiáticas. Después de varios buches, no me ha pasado nada.


Tras el agua, el fuego. Frente al altar principal hay una pequeña estufa en la que se queman barras de incienso. Decenas de visitantes se agolpan a su alrededor y, con las manos, intentan atraer hacia ellos la continua nube de humo para así llamar a la buena suerte. Es curioso contemplar a algún japonés intentando atraer la mayor cantidad de humo posible con una mascarilla que le tapa la boca y la nariz.


En otro edificio aledaño, una curiosa ceremonia propone a quien lo desee conocer qué le espera en su vida. Para ello, primero hay que tomar una caja repleta de palillos numerados y, por un pequeño agujero, sacar uno al azar. Dicho número conduce a uno de entre más de un centenar de pequeños cajones, a su vez repletos de octavillas con predicciones. A mí me aguarda un destino bastante negro en el futuro más próximo. El gracioso que se dedique a escribir estas cosas se ensañó cuando redactó la mía. Me pregunto dónde se pueden conseguir trabajos así. Daría rienda suelta a mi mala leche.


Pero a pesar de tanto artificio, todo gira en torno al altar principal. En la puerta del edificio hay un pequeño contenedor ante el que la gente se detiene unos segundos a orar. Normalmente, hay sitio para tres personas, por lo que el resto de fieles espera pacientemente tras ellos a que terminen. Después de una amplia reverencia, lo primero es echar una moneda al contenedor, después viene el momento de dialogar en silencio con la deidad correspondiente y, por último, se levantan las manos y se dan un par de palmadas. En algunos templos hay una campana suspendida del techo y, después de terminar la oración, se tira de un gran cordel que cuelga de ella para hacerla sonar.


Y, por si todo lo anterior no surte efecto, todavía hay un último recurso. Cerca del altar, se levanta un pequeño muro del que sobresalen decenas de clavos largos para suspender de ellos pequeñas tablillas en las que cada uno escribe sus deseos y plegarias. Aunque la mayoría están en japonés, a veces se encuentra alguna en inglés, francés o español.