lunes, 22 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (X) - Postales de Tokio

No sé cuantas veces durante este viaje he pensado “no podía pensar que esto existiera… hasta que vine a Japón y lo vi”. Ahora solo espero que mi memoria no me traicione y me permita contaros si no todas –sería una historia demasiado larga– al menos las anécdotas más llamativas.

Lo primero que me sorprendió fue ver una señal de prohibido fumar en una acera. Efectivamente, no está permitido echar un pitillo ni siquiera en lugares al aire libre. No había reparado en ello, pero cuando me puse a pensarlo me di cuenta de que no me había cruzado con ningún viandante con un pitillo en la boca. A cambio, en medio de la calle hay zonas especialmente delimitadas para fumadores, con asientos, mesas y ceniceros.

Por el contrario, incentivan otros vicios. Creo que no exagero si digo que hay muchos ludópatas. Y es un fenómeno bastante público. En todos los barrios es fácil encontrar al menos un pachinko, Viene a ser lo que en España se llama un salón recreativo: una sala llena de maquinas con juegos bastante simplones. Impresiona asomar la cabeza por alguno de ellos y contemplar las filas de tragaperras y de pequeños hombrecillos sentados frente a ellas golpeando a toda velocidad sus botones.


Algunas de estas salas tienen en los pisos superiores otras dependencias donde los juegos si son más sofisticados: desde las clásicas carreras de coches o las aventuras de matar monstruos hasta surfear, hacer snowboard o pilotar una nave. No me he parado a ver los precios, pero no creo que sea muy caros, a juzgar por la cantidad de gente que los usa.


En otros casos, la ludopatía se mezcla con el consumismo. También hay locales que mezclan los videojuegos con esas máquinas cuyo objetivo es atrapar un peluche u otra clase de objeto con unas pinzas. Otro gran éxito. Pero las que mejor acogida tienen, por lo que he podido presenciar, son las maquinitas expendedoras que venden pequeños muñecos metidos dentro de una bola de plástico. Se agolpan por decenas, generalmente en las puertas de estos establecimientos, pero también en algunas tiendas.


Pero sin duda las máquinas cuya presencia supera de largo a las demás son las expendedoras de bebidas. Prácticamente en cada calle se puede encontrar una. O varias juntas, porque las hay con varios tipos de bebidas: cafés y tés fríos, zumos, refrescos, bebidas energéticas y vitamínicas. No hace falta que se trate de una zona comercial. Algunas están en lugares bastante desangeladas. Además, tienen una cualidad de la que bien podían aprender las empresas europeas: los precios son prácticamente los mismos independientemente de que se encuentren en un barrio de las afueras, junto a una atracción turística o en el aeropuerto.


La verdad es que a mí me han salvado varias veces de la deshidratación. Aún recuerdo la primera que descubrí, al lado del Budokan. Aunque, como cuando se compra cualquier otro alimento en Japón, también tienen su riesgo. Aquel día lo comprobé. Al igual que los menús de los restaurantes, las etiquetas de los envases están en japonés. Así que, cuando creía comprar un zumo de manzana, en realidad estaba adquiriendo un té helado y amargo. A la segunda vi un pequeño tetrabrik de cartón con unas frutas dibujadas y pensé que sería un zumo normal, pero era un mejunje espeso y dulzón. Más potable que el anterior, pero aún bastante asqueroso. A la tercera por fin acerté: ¡agua!


También es curioso el concepto que tienen de la publicidad y su integración en los espacios exteriores. Es todo tan exagerado que a los pocos días de pasear por Tokio y ver tres o cuatro extravagancias ya ni siquiera llama la atención. Así, no es extraño encontrar en medio de una plaza un Godzilla de no sé cuantos metros o una veintena de Doraemons, ideados para promocionar los lanzamientos de sus respectivas películas.


Pero la palma se la lleva un gigantesco robot que preside la entrada de un centro comercial en la isla de Odaiba. Solamente verlo ya resulta impresionante. Pero me he perdido lo peor. Al parecer, cada mediodía hay un espectáculo en el que el robot se mueve y enciende todas las luces que lo decoran. ¡Todos los días menos el que yo fui! Un cartel, en japonés y en inglés, pedía disculpas a los visitantes y lamentaba informar de una avería que había obligado a suspender el espectáculo.


Pero tanta modernidad también convive con otras técnicas publicitarias bastante rudimentarias. En pleno barrio de Akihabara, zona comercial de la tecnología por excelencia y paraíso para los amantes de los artilugios electrónicos, muchos negocios destinan a un empleado exclusivamente a vocear en la puerta de su local los precios de sus productos estrella y las últimas ofertas. Al más puro estilo verdulera del mercado de abastos. Todos siguen un comportamiento parecido: subidos en un pequeño cajón, un megáfono en una mano, un cartel en la otra y a gritar.


Y es que, definitivamente, la calle juega un papel importante en la vida de los tokiotas. Mi primera noche, en pleno corazón del luminoso y animado barrio de Shinjuku, me sorprendió ver a una multitud parada mirando una gran pantalla suspendida de uno de los edificios. Cuando llegué al lugar, comprobé que en su mayoría eran jóvenes y que estaban viendo la grabación de un concierto del típico ídolo adolescente. No me atrevo a decir que estaban tan animados como si estuvieran presenciándolo en vivo en cualquier estadio, pero les faltaba poco.


Y me paro aquí. Podría seguir, pero esto se está alargando demasiado y leer textos tan largos en la pantalla puede llegar a ser incómodo. El que quiera seguir oyendo anécdotas y locuras varias, es libre de llamarme para tomar una cerveza.

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