Es inmensamente frustrante no
poderte comunicar con la gente que te rodea. No recuerdo haber tenido nunca esa
sensación en anteriores viajes, pero aquí me pasa continuamente. Entro en una
tienda y la dependienta me dirige unas palabras con una amplia sonrisa. Pero no
tengo ni idea de qué ha dicho. Lo único que puedo hacer es devolverle la
sonrisa y, como mucho, dirigirle un “Konichiwa”, seguramente mal pronunciado.
Para mi desgracia, el inglés es aquí un arma tan poco efectiva como lo sería una
rama de olivo para defenderse del ataque de un tigre.
El primer encontronazo con la
lengua llegó en el aeropuerto. Me detuve un momento a mirar el billete de tren
que acababa de comprar para ir al centro de la ciudad y comprobé que tan solo
entendía algunos números. Por alguna razón, deduje que “8 21” significaba que
debía viajar en el asiente 21 del coche 8. Subí a ese vagón, pero los asientos
tenían un número y una letra. Así que volví a examinar el billete y encontré
otro par de cifras: “8 5-D”. Eso sí, creo. Al menos, nadie vino a decirme que
el asiento 5-D era el suyo. Por cierto, los núeros anteriores se referían a la
fecha: 21 de agosto.
El transporte público está muy
bien organizado, pero hay que aprender a entenderlo. En muchos trenes y
autobuses indican la próxima parada en japonés e inglés, pero en otros solo lo
hacen en su propio idioma. Con el tiempo, he conseguido identificar cómo suena
la expresión “próxima parada”. Son tres sílabas –su-ni-ba–, aunque no tengo ni
idea si eso equivale a una palabra o son varias. Así, cada vez que escucho ese
grupo de sonidos, pongo la antena para ver si las palabras que vienen a
continuación se parecen al nombre de la parada donde quiero bajarme. El sistema
ha demostrado un cien por cien de efectividad.
Lo más comprometido llega cada
día a la hora del almuerzo. Es imposible encontrar una carta en otro idioma que
no sea el japonés. Y los complicados caracteres con que escriben hacen inviable
ni siquiera adivinar lo que pone allí. Uno puede viajar a Alemania sin conocer
el idioma, pero leyendo cree identificar alguna palabra que recuerda al
castellano o a otra lengua conocida. Aquí eso sería un sueño.
Compensan esta
deficiencia con fotos de todo lo que puedes pedir y, en muchos locales, con
fieles representaciones en cera de cada plato. Incluso para preguntarte si
quieres la bebida grande o pequeña, te muestran dos vasos –cada uno de un
tamaño– rellenos de una masa que imita a la cerveza o al refresco. De hecho,
esas reproducciones son tan populares que las venden como productos de recuerdo
para los turistas.
Pero ni las fotos ni los
platos de cera son una garantía. Hay ingredientes que no son lo que parecen,
trozos de bambú escondidos entre el arroz y salsas con sabores –o picores– que
no se advierten en los modelos. Así que comer al mediodía se convierte en una
gran aventura. Por suerte, para la cena cuento con un intérprete y consejero
que me orienta por los misterios de la gastronomía nipona. Al final, entre lo
que me traducían y lo que yo no entendía, he comido bastante bien sin leer un
solo menú.
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