Cualquier recorrido por Japón pasará, al menos, por una decena de templos. Como ya he comentado anteriormente,
prácticamente cada barrio tiene uno y, claro está, los hay más bonitos y más
feos. Aparentemente, todos tienen una estructura similar. Un visitante poco
observador podría decir incluso que todos son iguales. Aunque eso sería tanto
como afirmar que todas las catedrales europeas son lo mismo.
Lo primero que llama la
atención son los toriis, sencillos arcos de madera que indican el camino hacia
el templo. En ocasiones hay decenas de ellos, donados por fieles agradecidos, y
comienzan desde muchos metros antes de llegar al edificio principal del
santuario. Pero más allá del aspecto arquitectónico –caracterizado por grandes
tejados puntiagudos, columnas y paredes de madera y, a veces, colores demasiado
estridentes–, me ha encantado conocer la cantidad de rituales que componen la
visita a cualquiera de estos lugares.
Una
vez sobrepasado el umbral del templo, a un lado se levanta un pequeño cobertizo
bajo el que hay un pilón de agua con una fuente para purificarse antes de llegar al altar principal. Con la ayuda de pequeños cazos
de madera, el visitante debe mojarse primero la mano izquierda, después la
derecha y, por último, la boca. En algunos templos te indican que no bebas el
agua y te invitan a “escupirla suavemente”. Pero a mí me enseñaron que escupir
está feo y, llegados hasta aquí, no voy a dejar que me asusten un par de
bacterias asiáticas. Después de varios buches, no me ha pasado nada.
Tras el agua, el fuego. Frente al altar principal hay una pequeña estufa en la que se queman barras de incienso. Decenas de visitantes se agolpan a su alrededor y, con las manos, intentan atraer hacia ellos la continua nube de humo para así llamar a la buena suerte. Es curioso contemplar a algún japonés intentando atraer la mayor cantidad de humo posible con una mascarilla que le tapa la boca y la nariz.
En otro edificio aledaño, una
curiosa ceremonia propone a quien lo desee conocer qué le espera en su vida. Para
ello, primero hay que tomar una caja repleta de palillos numerados y, por un
pequeño agujero, sacar uno al azar. Dicho número conduce a uno de entre más de
un centenar de pequeños cajones, a su vez repletos de octavillas con predicciones.
A mí me aguarda un destino bastante negro en el futuro más próximo. El gracioso
que se dedique a escribir estas cosas se ensañó cuando redactó la mía. Me
pregunto dónde se pueden conseguir trabajos así. Daría rienda suelta a mi mala
leche.
Pero a pesar de tanto
artificio, todo gira en torno al altar principal. En la puerta del edificio hay
un pequeño contenedor ante el que la gente se detiene unos segundos a orar.
Normalmente, hay sitio para tres personas, por lo que el resto de fieles espera
pacientemente tras ellos a que terminen. Después de una amplia reverencia, lo
primero es echar una moneda al contenedor, después viene el momento de dialogar
en silencio con la deidad correspondiente y, por último, se levantan las manos
y se dan un par de palmadas. En algunos templos hay una campana suspendida del
techo y, después de terminar la oración, se tira de un gran cordel que cuelga
de ella para hacerla sonar.
Y, por si todo lo anterior no
surte efecto, todavía hay un último recurso. Cerca del altar, se levanta un
pequeño muro del que sobresalen decenas de clavos largos para suspender de
ellos pequeñas tablillas en las que cada uno escribe sus deseos y plegarias.
Aunque la mayoría están en japonés, a veces se encuentra alguna en inglés,
francés o español.
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