Después de once horas de
vuelo, el tren que me lleva del aeropuerto al centro de Tokio parece una
tontería. En cincuenta minutos he llegado a la estación central. Y aquí empieza
la aventura. Ante mí se extiende un interminable laberinto de pasillos y decenas
de señales amarillas suspendidas del techo me indican el camino hacia las
numerosas salidas del edificio. Ningún nombre me dice nada en especial, así que
no sé cual tomar. Finalmente, después de diez minutos andando, he salido por
una cualquiera, que casualmente me venía bien para la dirección que debía tomar
a continuación.
Mi primer contacto directo con
la ciudad es todo lo que uno puede esperar. A mi espalda queda la fachada principal
de la estación, un edificio de ladrillo rojo, construido al estilo occidental a
principios del siglo XX. Frente a mí, una avenida de ocho carriles flanqueada
por imponentes rascacielos. Se dice que, en las grandes ciudades, se distingue
a los turistas de los nativos porque siempre miran hacia arriba asombrados por
la grandiosidad de todo lo que les rodea. Aunque mi cara evidencia que no soy
japonés, mi mirada curiosa también me delata.
Unos metros más allá se
extienden los jardines que esconden el Palacio Imperial. Después de soltar mi
equipaje, decido dedicar la tarde a este y los demás parques de la zona. En
conjunto, forman un enorme espacio verde en el que es difícil percibir el
sonido de la ciudad. Tampoco hay mucha gente. De hecho es un lugar extrañamente
solitario para encontrarse en el centro de una gran megalópolis.
El encuentro con las postales
más estereotípicas llega por la noche: carteles luminosos, manadas de gente
andando por las aceras, constantes invitaciones al consumismo desenfrenado… Es
el barrio de Shinjuku. Todo es más grande en Tokio, como en América: las
tiendas, los anuncios que cuelgan de las fachadas. Incluso los pasos de
peatones parecen más anchos. Supongo que es normal, teniendo en cuenta la
cantidad de viandantes que cruzan cada vez que el semáforo se pone en verde.
En medio de ese caos, destacan
dos pequeñas islas que se distinguen del resto del barrio. La primera la forman
un par de calles en las que se reúnen decenas de clubes nocturnos. Tienen una
iluminación estridente, como cualquier club de carretera. Solo que aquí eso no
sirve para diferenciarse del resto del paisaje urbano. Y no ocultan lo que
hacen. Al contrario, todo es muy evidente.
La otra zona peculiar es un
callejón de no más de un par de metros de ancho repleto de pequeños bares
forraos de madera donde la gente –como mucho diez personas en cada uno, porque
no caben más– se agolpa en torno a la barra para comer y beber. No hay ni
rastro de las grandes luces de neón de las calles principales y la poca
iluminación es la que emana de los farolillos colgados de la puerta de los
establecimientos.
El calor pegajoso y el jet lag
empiezan a hacer mella, así que es hora de volver a casa. El camino comienza en
la estación de Shinjuku, otra maraña de pasillos similar a la que atravesé esta
mañana al llegar a la ciudad. En ella confluyen al menos una decena de líneas,
entre las distintas compañías de metro y tren. He leído que es la más utilizada
del mundo, con dos millones y medio de viajeros diarios. No es difícil perderse
aquí. Y apuesto a que en esta semana lo voy a comprobar, porque la situación de
mi piso franco en Tokio me va a hacer pasar por aquí varias veces al día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario