Lo primero que se me viene a
la mente cuando pienso en Yokohama es que fue una de las escalas de Phileas
Fogg en su vuelta al mundo en 80 días. Todo un referente para un viajero como
yo. Algún año debería hacer ese viaje. En cualquier caso, ya que he llegado tan
cerca, no podía dejar pasar la oportunidad de conocer la ciudad.
Un trayecto de poco más de
media hora en tren me lleva desde Tokio a la estación central de Yokohama. Aunque
llego con unos cuantos puntos de referencia de lo que quiero ver, mi idea es
callejear entre uno y otro, como hacía en la novela el bueno de Passepartout.
Sin embargo, nada más salir de la estación, me he encontrado con la sede de Nissan. Así
que he parado un rato a ver los últimos modelos y a conducir en los simuladores
que ofrecen de forma gratuita.
Después de unas vueltas a toda
velocidad por no sé qué circuito, pongo los pies en el suelo y salgo del
edificio. Cruzo por una gran pasarela desde la que veo la primera panorámica de
la ciudad. A pesar de que está unida a Tokio, Yokohama es muy diferente a la
capital. También tiene grandes rascacielos, pero entre ellos hay anchas
avenidas, zonas verdes y, fundamentalmente, aire.
En mi camino, me fijo en que apenas
hay gente por la calle. En realidad, hay una cantidad normal de personas, pero
parece ínfima viniendo de Tokio. Quizá eso también ayuda a hacer el paseo más
agradable. Y, mientras doy vueltas a estas ideas, por fin llego al mar. Cruzo a
una pequeña isla, desde la que se puede apreciar el skyline de la ciudad. Pero
me quedo mirando unas pequeñas casas de colores, de un par de pisos como mucho,
que han sobrevivido en primera línea a la expansión de los rascacielos. Me gusta
el contraste.
Un poco más allá comienza el
puerto. Quizá es lo menos vistoso de la ciudad, pero a la vez lo que la hizo
importante, ya que Yokohama fue durante años la principal conexión de Japón con
el resto del mundo. Entre las instalaciones portuarias destacan algunas
antiguas, restauradas y adaptadas ahora a un uso civil, y otras modernas. Entre
estas últimas, descubro que la terminal marítima fue diseñada por un español,
el arquitecto Alejandro Zaera. Cuando uno está tan lejos, a veces hasta hacen
ilusión estas cosas.
Para el final de mi paseo he
dejado el barrio chino. Sus colores fuertes, sus arcos de entrada y sus techos
picudos destacan entre las líneas rectas y los tonos apagados de los demás
edificios de la ciudad. También es la zona más bulliciosa. Guías con paraguas
en alto conducen a grupos de turistas japonesas que miran a ambos lados con
asombro como si pasearan por una ciudad extranjera. Supongo que los carteles
estarán en chino, aunque yo personalmente soy incapaz de distinguirlos de los
letreros en japonés.
El centro del barrio es un
pequeño templo al que se accede por unas amplias escaleras divididas en dos
tramos. Está más decorado que los demás que he visto hasta ahora. No sé si
estarán en fiestas o es siempre así. Aparte de eso, el barrio es una cuadrícula
de calles más anchas y pequeños callejones repletos de tiendas y restaurantes
chinos, atendidos todos por emigrados de aquel país. Para mi desgracia, no saben
más inglés que sus vecinos japoneses. Así que, un día más, no sé qué he
almorzado. Lo único que tengo claro es que picaba mucho.
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