martes, 16 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (VII) - Yokohama

Lo primero que se me viene a la mente cuando pienso en Yokohama es que fue una de las escalas de Phileas Fogg en su vuelta al mundo en 80 días. Todo un referente para un viajero como yo. Algún año debería hacer ese viaje. En cualquier caso, ya que he llegado tan cerca, no podía dejar pasar la oportunidad de conocer la ciudad.

Un trayecto de poco más de media hora en tren me lleva desde Tokio a la estación central de Yokohama. Aunque llego con unos cuantos puntos de referencia de lo que quiero ver, mi idea es callejear entre uno y otro, como hacía en la novela el bueno de Passepartout. Sin embargo, nada más salir de la estación,  me he encontrado con la sede de Nissan. Así que he parado un rato a ver los últimos modelos y a conducir en los simuladores que ofrecen de forma gratuita.


Después de unas vueltas a toda velocidad por no sé qué circuito, pongo los pies en el suelo y salgo del edificio. Cruzo por una gran pasarela desde la que veo la primera panorámica de la ciudad. A pesar de que está unida a Tokio, Yokohama es muy diferente a la capital. También tiene grandes rascacielos, pero entre ellos hay anchas avenidas, zonas verdes y, fundamentalmente, aire.


En mi camino, me fijo en que apenas hay gente por la calle. En realidad, hay una cantidad normal de personas, pero parece ínfima viniendo de Tokio. Quizá eso también ayuda a hacer el paseo más agradable. Y, mientras doy vueltas a estas ideas, por fin llego al mar. Cruzo a una pequeña isla, desde la que se puede apreciar el skyline de la ciudad. Pero me quedo mirando unas pequeñas casas de colores, de un par de pisos como mucho, que han sobrevivido en primera línea a la expansión de los rascacielos. Me gusta el contraste.


Un poco más allá comienza el puerto. Quizá es lo menos vistoso de la ciudad, pero a la vez lo que la hizo importante, ya que Yokohama fue durante años la principal conexión de Japón con el resto del mundo. Entre las instalaciones portuarias destacan algunas antiguas, restauradas y adaptadas ahora a un uso civil, y otras modernas. Entre estas últimas, descubro que la terminal marítima fue diseñada por un español, el arquitecto Alejandro Zaera. Cuando uno está tan lejos, a veces hasta hacen ilusión estas cosas.


Para el final de mi paseo he dejado el barrio chino. Sus colores fuertes, sus arcos de entrada y sus techos picudos destacan entre las líneas rectas y los tonos apagados de los demás edificios de la ciudad. También es la zona más bulliciosa. Guías con paraguas en alto conducen a grupos de turistas japonesas que miran a ambos lados con asombro como si pasearan por una ciudad extranjera. Supongo que los carteles estarán en chino, aunque yo personalmente soy incapaz de distinguirlos de los letreros en japonés.


El centro del barrio es un pequeño templo al que se accede por unas amplias escaleras divididas en dos tramos. Está más decorado que los demás que he visto hasta ahora. No sé si estarán en fiestas o es siempre así. Aparte de eso, el barrio es una cuadrícula de calles más anchas y pequeños callejones repletos de tiendas y restaurantes chinos, atendidos todos por emigrados de aquel país. Para mi desgracia, no saben más inglés que sus vecinos japoneses. Así que, un día más, no sé qué he almorzado. Lo único que tengo claro es que picaba mucho.

No hay comentarios:

Publicar un comentario