Contando su área
metropolitana, Tokio es el núcleo urbano más grande del mundo. La primera
impresión es que es un auténtico caos. Demasiada gente en casi todas partes, un
mapa de metro enmarañado, vías de tren por encima de las calles, decenas de
distritos que se agolpan uno tras otro. Observando desde el helipuerto en la azotea de la Mori Tower o desde el mirador del edificio del Gobierno Metropolitano –de día o de noche– parece imposible encontrar el final
de la ciudad. Pero, después de unos días, se empieza a detectar que hay un
orden en todo ello y que nada ha sido dejado al azar.
Las estaciones de metro y de
tren están abarrotadas prácticamente a cualquier hora del día. Sin embargo, hay
dos carriles imaginarios que todos respetan. Al igual que el tráfico rodado,
basta con circular por la izquierda del pasillo o escalera en cuestión. El
problema viene cuando debes girar a la derecha para coger otro pasillo,
dirigirte a una taquilla o, cosa relativamente frecuente en estos laberintos,
te has equivocado de dirección y deseas rectificar. Entonces, tienes la
sensación de estar cruzando entre una estampida de búfalos. Porque todos tienen
como único camino seguir a la espalda de delante y ninguno va a parar.
Una vez en el tren, aplastados
cual sardinas enlatadas, la muchedumbre viaja en absoluto silencio. Creo que no
exagero si digo que en cada vagón pueden caber apiñados un centenar de
personas. Pues bien, en alguna ocasión he comprobado que mi voz era el único
sonido que se oía allí dentro. Los demás escuchan música, juegan con sus
móviles o incluso duermen.
Cuando se aproxima tu parada, parece
imposible llegar a la puerta. El primer día cometí la imprudencia de tocar suavemente
el hombro de otro pasajero para indicarle que deseaba salir. El salto que dio
el caballero me demostró que no debía hacer eso nunca más. En realidad, basta
con dirigir la mirada hacia la puerta y avanzar lentamente. Todo el mundo se
apartará, saliendo incluso del vagón si fuera necesario, para dejarte paso.
También me sorprendió ver en
el mapa la cantidad de líneas de tren al aire libre que recorren la ciudad. Sin
embargo, la mayoría de las vías van elevadas y dejan bajo sí un espacio que en
muchas partes ha sido reconvertido en locales comerciales. No hay un centímetro
cuadrado que perder. El mercado de Ameyoko es un buen ejemplo, ya que se
asienta bajo un trayecto de las vías de la línea Yamanote y en las dos calles
que la flanquean.
La estructura de la ciudad resulta
un auténtico galimatías en un principio. Pero, después de varios paseos, se
asimila fácilmente. Tokio es una sucesión de barrios o distritos pero, aparte
de las peculiaridades de cada uno, todos repiten prácticamente los mismos
elementos. El centro suele ser una estación. Claro, tanta gente tiene que
moverse de alguna forma y la red de transportes tiene una importancia vital. A
su alrededor, siempre hay una zona de servicios, fundamentalmente tiendas y
restaurantes. También es común que haya un parque, un pulmón de oxígeno en el
que aislarse un rato del barullo de la ciudad. Y en él, a su vez, es habitual
que haya un templo.
Se diría que han aprendido a
vivir en orden. Y quizá eso es lo que hace a esta ciudad diferente de todas las
grandes urbes que había conocido hasta ahora. Londres, París o Nueva York
tienen cada una su estilo propio, pero en todas encuentras lugares en los que
la población ha conseguido dominar a la ciudad y ha dado a la zona un toque que
lo diferencia del resto de barrios. Lo pueden llamar mestizaje, fusión,
cosmopolitismo. No hay nada de eso en Tokio. Destacan sus contrastes –de la luz
y el colorido de las zonas comerciales al aspecto tenebroso de los pasillos de algunas
estaciones de metro, del bullicio de las aceras a la paz de cualquier templo–
pero en realidad todo está dentro de sus esquemas. Todo bajo control.
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