lunes, 12 de septiembre de 2016

Tintin en Noruega - La Escandinavia profunda

Quien me conozca un poco sabe que soy más de ciudad que de campo. Eso no quita que me desagrade un día de senderismo o un baño en algún río, pero es innegable que me siento mejor entre edificios y pisando sobre asfalto. Quien tenga unas mínimas nociones de Noruega sabrá que la mayor parte de los atractivos del país se encuentran en la naturaleza: fiordos, lagos, glaciares y cascadas están a menudo bastante alejados de cualquier núcleo urbano.

El objetivo de esta breve introducción no es justificar que no me haya gustado Noruega – nada más lejos de la realidad –, sino dar pie a mi desconcierto con el modelo habitacional del país nórdico.

Además de las grandes ciudades, el mapa muestra al viajero que trata de planificar su ruta un sinfín de puntos que parecen ser pueblos. Sin embargo, cuando el mismo viajero recorre las carreteras noruegas, lo único que encuentra que constate la existencia de pueblos – tal y como los entendemos en el sur de Europa – son los carteles que informan de su comienzo. Lo normal es que las casas estén separadas una de otra por varios centenares de metros. En ocasiones hay pequeños núcleos residenciales formados por una decena de casas adosadas y, en muchas menos ocasiones, un pequeño grupo de casas forma una calle o dos. Pero, frente a nuestro concepto de concentración, la dispersión es allí la norma general.

A ojos del visitante, los únicos lugares de encuentro de los vecinos son la iglesia y el supermercado. Es realmente difícil encontrar bares o cafeterías y, de haberlos, están claramente destinados a dar servicio a los turistas. Nada de viejecitos tomándose un chatito de vino o jugando al dominó.

Yo he visitado la zona en verano y, además, he tenido la suerte de disfrutar de un tiempo envidiable: temperaturas agradables, bastante sol y poca lluvia. Esto ha hecho que los paisajes, de verdes y extensos valles entre escarpadas montañas, fueran aún más atractivos. Sin embargo, no podía dejar de imaginar la experiencia de vivir allí en pleno invierno: con temperaturas bajo cero, nieve cubriéndolo todo y la forma de vida humana más próxima a una distancia que, en esas condiciones, es imposible recorrer sin un vehículo a motor.

Solo así es fácil comprender la contradicción entre las excelentes políticas sociales que dan fama a los países nórdicos y los también afamados problemas psicológicos – y sus fatales consecuencias – que afectan a una parte de su población. 

lunes, 18 de julio de 2016

Tintín vuelve a los Balcanes - Bosnia profunda

Hacía tiempo que tenía ganas de hacer un viaje en coche. Y los Balcanes me parecen un sitio muy apropiado para hacerlo. Aunque el imperio de las autopistas de peaje está llegando poco a poco a aquellas tierras, basta con perderse por Bosnia para volver a un tiempo que yo ni siquiera he vivido. Y eso, de forma totalmente involuntaria e imprevista, fue lo que hicimos.

Croacia es un país estrecho y alargado que se extiende por la orilla oriental del mar Adriático. Sin embargo, los acuerdos de paz tras la guerra de los Balcanes dividieron el país en dos para darle a Bosnia Herzegovina un pequeño corredor por el que salir al mar. Y ahí es donde comenzó nuestra aventura particular.

Los viajes en coche han cambiado mucho desde que yo era pequeño. Guardo grandes recuerdos de los veranos de mi primera década de vida, recorriendo Europa en el asiento de atrás de un Golf rojo. En la guantera siempre había un mapa, donde las carreteras aparecían marcadas por colores según la categoría que le hubiese otorgado la autoridad nacional competente. Más de dos décadas después, estamos rodeados de GPS’s que, sin embargo, no siempre hacen el camino más fácil.

Cualquiera que sepa mínimamente leer un mapa habría coincidido en que para llegar desde el norte de Italia hasta la costa de Montenegro bastaba con seguir la carretera que transcurre paralela a la costa croata. Sin embargo, uno de los tres sistemas de navegación que consultábamos indicaba que podíamos ahorrar una hora de trayecto si, al atravesar el corredor bosnio, girábamos hacia el interior para tomar una ruta alternativa. Por supuesto, tardamos mucho más tiempo del esperado. Pero lo que allí vimos nos ha dado para contar muchas más historias que el resto del viaje.

Encajonados entre montañas, ninguno de los sistemas de navegación captaba la señal para identificar dónde estábamos y, por supuesto, no teníamos a mano ningún mapa de la zona. Así que lo único que quedaba en el coche para ayudarnos a decidir qué camino tomar era mi sentido de la orientación. Sabía que teníamos que ir hacia el sur. Lo que desconocía era la clase de carreteras que había en esa dirección. Eso nos llevó en ocasiones a caminos de tierra, carriles por los que apenas cabía un coche y otros lugares que nadie debería perderse.

Avanzamos a través de un amplio valle en el que no se veía ni rastro de presencia humana. De trecho en trecho se veían junto a la carretera viejas casas que la guerra y el paso del tiempo se habían encargado de dejar en ruinas. Según pude ver más tarde en un mapa, viajamos en paralelo a la frontera sur entre Bosnia y Croacia, una zona que quedó prácticamente despoblada tras la guerra. Por lo que me han contado, fue una de las que registró los conflictos más cruentos. De hecho, si se observan las líneas de las fronteras, queda un fragmento de tierra de nadie destinado a separar a los enemigos.


Otra consecuencia de la guerra son los carteles alertando a los viajeros de la presencia de minas junto a la carretera. Veinte años después de que se alcanzara la paz, aún quedan miles de trampas activas por muchas zonas del país, por lo que se recomienda no salirse de los caminos asfaltados. Aunque ya el año pasado me topé con alguna de estas señales en mi primer viaje por Bosnia, no deja de ser impactante el pensar que a cinco metros de ti, y en medio de la nada, puede haber una bomba que te haría saltar por los aires con tan solo pisarla.

La primera forma de vida que encontramos fue un chico ucraniano que esperaba junto a su pareja ante la puerta cerrada de lo que parecía ser el equivalente local a un alojamiento rural con encanto. No sé si él era capaz de señalar en un mapa donde estaba y, por supuesto, no  tenía ni la más remota idea de cómo se llegaba desde allí a Montenegro. Así que los dejamos esperando y seguimos nuestro camino.

De pronto, vimos a lo lejos una mancha oscura que se movía lentamente por la carretera. Al acercarnos un poco más comprobamos que era una tortuga que cruzaba tranquilamente la carretera. Como el nuestro era seguramente el único coche en varios kilómetros a la redonda, paramos y nos bajamos a contemplarla más de cerca. El pobre animal se alarmó un poco por nuestra presencia y, a su manera, comenzó a correr para llegar a su destino. Así que, después de un par de fotos, la dejamos tranquila y seguimos nuestro camino.


Poco más allá, una vaca descansaba tranquilamente en medio de la carretera. Mi conductora, con miedo de que pudiera embestirnos, no se atrevía a acercarse y hacía sonar el claxon desde lejos, pero el animal no parecía inmutarse. Solo cuando otro coche vino en sentido contrario, la vaca se hizo a un poco a un lado y, pegando un acelerón para evitar un ataque de la res, la dejamos atrás.

Cuando estábamos a punto de perdernos otra vez en un cruce de caminos, apareció el tercer coche que veíamos en toda la tarde y conseguimos pararlo. A pesar de que sus dos ocupantes no hablaban ni papa de inglés y de nuestras evidentes limitaciones con el idioma local, conseguimos entender sus instrucciones y en poco más de media hora estábamos cruzando la frontera montenegrina.


Y así concluyó nuestro breve periplo bosnio, en el que puedo decir sin dudarlo que encontramos más animales que personas: una tortuga, cuatro o cinco vacas y un rebaño de cabras frente a apenas cinco humanos. Por primera vez, Montenegro me parecía un lugar civilizado. Sin embargo, como la primera vez, me quedo con ganas de volver a Bosnia. 

sábado, 4 de junio de 2016

Amigo Paul

Quienes me conocen saben que la música es media vida para mí. Y buena parte de culpa de que sea así la tiene Paul McCartney. Con él aprendí mucho del inglés que sé. Por sus canciones – las compuestas con John Lennon y las suyas en solitario – aprendí a tocar. Durante años rebusqué en los estantes de tiendas de música de media Europa para conseguir todos sus discos. Tengo una reproducción de su bajo Hofner… Es de esas personas de las que sé tanto que lo considero alguien bastante cercano. Por todo eso, tenía una cuenta pendiente: verlo en directo.


Casi tres meses después de comprar las entradas, y después de que en las dos últimas noches los nervios me atacaban como a un niño el día de Reyes, por fin llegó la hora de dirigirse al concierto. Una vez dentro, a mi alrededor encontré a decenas de personas que compartían mi pasión por el Beatle más prolífico: jóvenes que intercambiaban anécdotas sobre Paul y sus canciones, cincuentones que recordaban el dineral que se habían gastado para conseguir alguno de sus vinilos más históricos o gente que esperaba en silencio con la mirada perdida a que llegase la hora.

Y por fin llegó. Paul saltó al escenario escoltado por su banda, saludó a uno y otro lado, hizo un gesto a su batería y empezó la fiesta. A hard day’s night fue la primera. Uno de los grandes clásicos de los fab four que McCartney rescata en esta gira por primera vez después de más de cincuenta años. Sin embargo, no puedo decir que me sorprendiera. Aunque me propuse no leer nada sobre la gira para no saber qué me esperaba, un día me tropecé con una noticia que desvelaba cómo comenzaba el espectáculo de este último tour. Pero eso no me impidió disfrutar. Y canté a voz en grito como siempre había soñado.

Un repertorio en el que alternaron temas de rock, baladas, clásicos de los Beatles, joyas medio olvidadas de los Wings o los últimos éxitos en solitario me hizo vibrar durante las siguientes dos horas y media. Aunque he visto decenas de vídeos de sus actuaciones en directo y muchos de los patrones habituales se repitieron, también hubo espacio para canciones que no esperaba escuchar: temas de los Beatles de esos que pasaron desapercibidos entre los grandes éxitos – You won’t see me, Being for the Benefit of Mr. Kite! –, versiones de Wings que habían desaparecido de los directos hace mucho tiempo – Letting go, Hi, hi, hi – o el fruto de la reciente colaboración con Kanye West y Rihanna, que sonó genial interpretada solo por Paul.

Otros momentos eran más previsibles, pero no por ello perdieron valor. Verlo solo en el escenario, que se levantó unos metros para la ocasión, tocando Blackbird con la guitarra acústica; la versión de Something en homenaje a George Harrison, que comenzó a tocar con un ukelele que el propio George le regaló; y qué decir de Yesterday, que cincuenta años después sigue siendo tan bonita como el primer día, o de Hey Jude y de ese na, na, na final en el que gasté los últimos hilos de voz que me quedaban.


Y, al final, llegó The End. Y con The End llegó el final. Y así se terminó una sucesión de canciones antiguas que sonaron tan modernas como si las hubieran compuesto hoy y temas actuales que bien hubieran podido encajar en la mejor época de los Beatles. Ahí reside la grandeza de un artista que, con más de medio siglo de carrera a sus espaldas y a punto de cumplir 74 años, sigue transmitiendo una frescura y una vitalidad envidiables sobre el escenario.

Empujado por una débil marea humana, salí lentamente del estadio mientras escuchaba los comentarios de los otros espectadores. Cada uno comentaba el momento que más le había llegado del concierto. Muchos confesaban haber llorado con alguna canción en concreto. Admito que, aunque no había planeado cuándo ni con qué tema, yo no descartaba reaccionar así. Sin embargo, no lo hice en ningún momento. Canté, grité, bailé, toqué las palmas y moví la cabeza al compás de las canciones, sonreí de oreja a oreja… Pero no derramé ni una lágrima. Quizá para que no me impidieran ver ni un solo segundo de una noche que no olvidaré fácilmente.

Ya he visto a Paul McCartney. Ya puedo morirme tranquilo. Y él también.

domingo, 14 de febrero de 2016

Educación para la ciudadanía

Es sábado y faltan unos minutos para las siete de la mañana. Un hombre de unos cincuenta años, alto y corpulento sube a un autobús urbano. Comienza a hablar en voz alta, sin dirigirse a nadie y sin decir nada con sentido aparente. Sigue murmurando y maldiciendo mientras el vehículo sigue su recorrido. Por las horas, se podría pensar que es un pobre borracho de recogida, pero en realidad parece que se trata de algún problema mental más serio.

Unas paradas después suben al autobús un par de amigos, también cincuentones. Mientras entran, giran la cabeza para echar un último vistazo a una chica de unos veinte años que pasa por la calle. Al otro pasajero, sentado en las primeras filas, no parece gustarle el gesto y se lo recrimina de una extraña manera: “¿Te gusta? Pues esa es mi hija”, grita dirigiéndose a uno de ellos. Los dos amigos se miran y continúan andando hacia el fondo del vehículo.

El viaje continúa hasta que el supuesto padre vilipendiado se levanta a voz en grito. “¿Qué dices? ¿Qué no es mi hija?”. Se levanta y se dirige a la puerta trasera del autobús. Cuando este se detiene en la siguiente parada, baja y se aleja murmurando. Solo entonces se escuchan las voces de los otros dos personajes. “Qué va a ser su hija…”. “Pues si no quiere que la miren, que se ponga una falda hasta los tobillos”. “Le tenía que haber partido la boca, pero no tenía ganas de jaleo tan temprano”.

Por fin el autobús llega a mi parada y salgo a la calle. Mientras camino bajo la fina lluvia que cae a esas horas, voy pensando en la extraña escena que acabo de presenciar. Por un lado, tal nivel de educación y valentía combinadas en semejante par de individuos. Por otro, el único que se ha dignado a recriminarles su actitud ha sido un tipo al que le faltaba un tornillo. Porque la gente normal no se mete en líos. Ya tienen bastante con los suyos propios. Y la educación para la ciudadanía que se dé en los colegios. O ni siquiera eso.