Es sábado y faltan unos
minutos para las siete de la mañana. Un hombre de unos cincuenta años, alto y
corpulento sube a un autobús urbano. Comienza a hablar en voz alta, sin
dirigirse a nadie y sin decir nada con sentido aparente. Sigue murmurando y
maldiciendo mientras el vehículo sigue su recorrido. Por las horas, se podría
pensar que es un pobre borracho de recogida, pero en realidad parece que se
trata de algún problema mental más serio.
Unas paradas después suben al
autobús un par de amigos, también cincuentones. Mientras entran, giran la
cabeza para echar un último vistazo a una chica de unos veinte años que pasa
por la calle. Al otro pasajero, sentado en las primeras filas, no parece
gustarle el gesto y se lo recrimina de una extraña manera: “¿Te gusta? Pues esa
es mi hija”, grita dirigiéndose a uno de ellos. Los dos amigos se miran y
continúan andando hacia el fondo del vehículo.
El viaje continúa hasta que el
supuesto padre vilipendiado se levanta a voz en grito. “¿Qué dices? ¿Qué no es
mi hija?”. Se levanta y se dirige a la puerta trasera del autobús. Cuando este
se detiene en la siguiente parada, baja y se aleja murmurando. Solo entonces se
escuchan las voces de los otros dos personajes. “Qué va a ser su hija…”. “Pues
si no quiere que la miren, que se ponga una falda hasta los tobillos”. “Le
tenía que haber partido la boca, pero no tenía ganas de jaleo tan temprano”.
Por fin el autobús llega a mi
parada y salgo a la calle. Mientras camino bajo la fina lluvia que cae a esas
horas, voy pensando en la extraña escena que acabo de presenciar. Por un lado,
tal nivel de educación y valentía combinadas en semejante par de individuos.
Por otro, el único que se ha dignado a recriminarles su actitud ha sido un tipo
al que le faltaba un tornillo. Porque la gente normal no se mete en líos. Ya
tienen bastante con los suyos propios. Y la educación para la ciudadanía que se
dé en los colegios. O ni siquiera eso.
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