domingo, 18 de agosto de 2019

Tintin en China (II) - La noche pekinesa

Las noches en Asia siempre tienen una mágia especial. Y Pekín no podía ser una excepción. Desde sus barrios más pintorescos hasta los más occidentalizados, la vida bulle por sus calles de forma imparable. 

Nuestra primera noche en la ciudad la pasamos en la zona de Qianmen, un barrio de casas bajas y calles estrechas al sur de la plaza de Tiananmen. La calle principal, por la que transita un viejo tranvía rehabilitado para deleite de los turistas, es la más moderna y también la más artificial, pero basta adentrarse por cualquier bocacalle para que el escenario cambio totalmente: los artesanos modelan a martillazos en las puertas de sus tiendas las piezas que luego venderán a sus clientes, los camareros tratan de atraer a los transeúntes más hambrientos hacia sus restaurantes a voz en grito y los motoristas se abren paso entre la multitud haciendo sonar sus ahogadas bocinas. Conforme nos alejamos de la arteria principal del barrio las luces de colores de los negocios son más intensas y el pavimento va desapareciendo poco a poco hasta que nos encontramos caminando por una calle de tierra. Pero a nadie parece importarle porque la densa muchedumbre impide ver el suelo. 


No muy lejos de allí, a no más de cinco paradas de metro, está la calle Wangfujin. Luces, grandes pantallas de televisión y las tiendas de las principales marcas occidentales copan esta avenida que, de no ser por los grandes caracteres chinos de sus carteles, podría confundirse con la zona comercial de cualquier gran ciudad europea o, más bien, americana. Nuestro hotel está en el número 2, así que vamos caminando hacia el sur y nos vamos dejando sorprender por las extravagancias que nos aguardan en Wangfujin. 
A lo lejos nos llega una música y, al acercarnos, encontramos a un grupo formado por alrededor de una decena de personas, sobre todo mujeres, bailando e intentando mover con gracia unos abanicos multicolores. Me ahorro más valoraciones. Acera abajo hay más grupos representando diversas coreografías. Algunos van uniformados. Y precisamente por eso es más fácil reconocer a los transeúntes que se animan a unirse al baile. 

Para despedirnos de la ciudad, en nuestra última noche decidimos ir a cenar pato al estilo pekinés a uno de sus hutongs, nombre con el que denominan a sus barrios más típicos. Ya habíamos visitado la zona otra mañana, pero por la noche todo es diferente: las típicas lámparas chinas lucen ya encendidas en las puertas de muchos de sus locales, las motos circulan entre el gentío con sus luces apagadas y las parejas de recién casados que encontramos en horario diurno haciéndose sus fotos de boda se retiran a casa a encargarse de otros menesteres y dejan su lugar a pandillas de solteros que buscan guerra en los karaokes y bares de copas de la zona. Toda una postal que nos parece la guinda perfecto para despedirnos de la ciudad.

Pero la noche pekinesa aún nos guardaba una sorpresa: el metro para antes que la vida nocturna, así que cuando llegamos a la estación más cercana descubrimos que el último tren acaba de pasar. Casualmente, o más bien no, decenas de taxis de esos que no llevan el indicador de taxi empiezan a pasar por la zona. Después de rechazar a unos cuantos por sus malas pintas, incluido un anciano que nos ofrece llevarnos en un motocarro cuya parte trasera ha acondicionado con unos cojines de flores rojas y blancas, nos ponemos en manos de uno que parece buena persona. Ya… Y, fruto de su bondad, nos cobra solo cuatro o cinco veces lo que sería una carrera normal para ese trayecto. Pero, a pesar de todo, la broma sale más barata que un taxi para volver a casa cualquier noche en Sevilla. Sin rencor. 

martes, 13 de agosto de 2019

Tintin en China (I) - Primeras impresiones

Pekín apabulla desde el primer minuto: las grandes calles, que bien podrían ser autopistas por la cantidad de carriles y la densidad del tráfico; las estaciones de metro, que son auténticos laberintos subterráneos en los que hacen falta diez minutos o más para llegar desde la calle a los andenes; o el intenso calor que ahoga la ciudad a finales de julio no la hacen el destino más acogedor. 


Pero, al mismo tiempo, la ciudad tiene algo que te hace querer ir más allá y aprender un poco más. La primera visita del día nos lleva al Templo del Cielo, un edificio circular con una colorida decoración que llama especialmente la atención de los ojos occidentales, acostumbrados por lo general a una arquitectura muy distinta. Al indagar un poco sobre su origen – se construyó en el siglo XV para albergar las plegarias del emperador por un buen tiempo y, más tarde, sus rezos para agradecer la buena cosecha – es fácil imaginarse la vida en este lugar hace cientos de años: llena de costumbres, supersticiones y una rígida estructura social. Y esa chispa de imaginación hace el lugar un poco más mágico.

Ya por la tarde, sentados en la plaza de Tiananmen, sufrimos en nuestras carnes el calor que acumula el suelo aún cuando anochece. A lo lejos, muy lejos – no en vano dicen que es la mayor plaza del mundo –, el retrato de Mao nos contempla impasible. Tras él  se oculta la Ciudad Prohibida, que nos despierta más curiosidad si cabe que el Templo del Cielo. Pero para eso tendremos que esperar hasta mañana. Hoy el día no da para más. Y nuestras fuerzas tampoco. Las pocas que nos quedan las reservamos para hacernos comprender ante los camareros y conseguir comer algo a la hora de la cena.