martes, 17 de diciembre de 2013

La Navidad y otras manías

Se acerca la Navidad y empiezo a ver cosas absurdas. La combinación del buen rollo casi obligado estos días y las limitaciones habituales del personal no podían tener otro resultado. Hoy he recibido en mi correo una felicitación en la que, claramente, evitan utilizar la palabra “Navidad”. Todos los buenos deseos van enfocados al nuevo año. Solo al final se cuela un “felices fiestas”. Y digo yo que si lo que quieren es felicitar el año nuevo, que esperen hasta el día 31 y pongan “feliz año”. Y si sienten que deben celebrar la Navidad, que lo proclamen claramente. ¿O es un deseo abierto, a gusto del consumidor? Joder con las ambigüedades. Teniendo en cuenta que la misma entidad no tiene ningún empacho en celebrar el día de su patrón…

Me recuerda a un político –no sé si continúa haciéndolo, porque hace tiempo que no lo sigo–  que solía despedirnos en la última rueda de prensa del año felicitándonos el solsticio de invierno. Siempre me pregunté si aquel buen señor no se reunía con su familia para comer en Nochebuena. O si no le compraba a sus niños un juguete por Reyes. Quizá regalaba en nombre del solsticio.

Y lo último es el anuncio de esa marca de embutidos, que aprovecha la sensiblería de la época para lanzar una proclama nacionalista barata que poco menos que le atribuye a España el monopolio de los bares y la simpatía. El “vuelve a casa por navidad” de aquel turrón me parecía un sentimiento más auténtico, más universal. Ahora el niño vuelve del Erasmus, no de la mili. Pero esto de contar que somos mejores que el resto del mundo suena a discurso del presidente del gobierno. La cosa es que a la gente le gusta y se emociona. ¿Será que se lo creen? ¡Qué país!

lunes, 2 de diciembre de 2013

Borreguismo viral

“Si de verdad te sientes una persona democrática hazlo saber y pasa este artículo a tu gente”. He usado mi talante democrático para no mandar a tomar por culo al emisor de tal mensaje. Me niego a que mi compromiso con la democracia se mida a partir de los enlaces que cuelgo en mi muro de Facebook. Y la cosa es que el enlace que adjuntaba me parecía bastante acorde con mi postura sobre el tema que trataba. Sin embargo, el chantaje emocional barato me ha llevado a ignorarlo.

Empiezo a estar harto de tanto contenido viral, de que el éxito de ideas, campañas, corrientes de pensamiento y demás material susceptible de ser difundido por Internet se mida en función de las veces que ha sido enlazado por los internautas. Pero esa es la dirección que ha tomado esta sociedad de la información mal manejada: millones de usuarios cuya mayor habilidad consiste en clicar con su ratón a diestro y siniestro, pero incapaces de escribir tres líneas sobre cualquier cosa.

Llevo varios años llegando tarde a las últimas tendencias tecnológicas. Abrí mi perfil de Facebook bastante tiempo después de que todo el mundo lo tuviera; resistí todo lo que pude con mi antiguo móvil antes de pasarme al Smartphone; entré en WhatsApp casi por imperativo social. Así que no descarto que mi dificultad a la hora de asumir esta nueva tendencia sea simplemente otro síntoma de mi retraso.

Pero todavía me cuesta comprender por qué esta misma mañana he visto tres o cuatro enlaces a un mismo vídeo de una niña argentina haciendo el payaso –algo que debía estar protegido por la legislación de menores, por cierto– como si aquello fuera la primera lección para conocer el sentido de la vida.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Mi radio y yo

Cualquiera que se haya parado a charlar dos ratos conmigo y me conozca un poco sabe que la radio es una de mis grandes pasiones. Cientos de domingos escuchando el Carrusel Deportivo, tantos madrugones con Gabilondo de fondo, tardes acompañado por los magacines de turno, horas de risa con los Gomaespuma o noches de insomnio con los programas de madrugada marcaron desde la infancia mi orientación profesional.

Mucha gente fantasea con atravesar su televisor y meterse en la pantalla, en el mundo que cada día le llega por ahí. Mi sueño era traspasar el altavoz de mi equipo de música y llegar al otro lado. Y lo conseguí: logré que mi pasión se convirtiera en mi trabajo. Y, a pesar de haber pasado varios meses en Radio Nacional y en la Cope – de los que guardo grandes recuerdos y buenos amigos – siempre he considerado que Canal Sur es mi radio, mi casa, mi familia en lo laboral. Porque siempre fui el pequeño de la redacción, porque desde el principio sentí el cariño y el apoyo de los compañeros, por los meses visitando a los primos de Málaga, de Granada o de Jaén. Por muchas cosas.

Por eso, hoy que Canal Sur Radio cumple 25 años, tengo una extraña mezcla de sentimientos: alegría porque la radio pública siga en pie;  orgullo por saber que soy, al menos, un granito de arena en la montaña de este cuarto de siglo; nostalgia por recordar tantos momentos de todo tipo; tristeza por no tener muy claro que vaya a volver; envidia de todos los compañeros que siguen disfrutando cada día de la magia de la radio.

Hoy me vienen a la cabeza todo tipo de momentos: desde los que te hacían sentir privilegiado por estar en el lugar donde pasan las cosas, donde muy pocos pueden estar, hasta los que exigían un esfuerzo por aguantar la risa y mantener el tipo. La posibilidad de acceder a políticos, deportistas, empresarios, artistas y personajes de todo tipo; la responsabilidad de seleccionar los datos adecuados para compartirlos con la audiencia; o esa escena en que, después de entrevistar a alguien, te pregunta que a qué hora va a salir por la tele. “Señora, ¿usted ve la cámara? Este aparato solo graba sonido”. En realidad se lo explicaba más amablemente, pero cuántas veces me quedé con las ganas de decir eso.

Pero, entre todos los recuerdos, me quedo con uno más sencillo, más íntimo y que, para mí, resume la esencia de este medio tan maravilloso. Esa sensación de sentarte en un estudio, ver que la luz roja se enciende, mirar al micrófono y pensar que, aunque estas solo en una habitación, al otro lado de esa almohadilla naranja hay miles de personas a las que, de una forma o de otra, estás acompañando.

martes, 5 de noviembre de 2013

Con El Correo

Esta mañana había a las puertas del Ayuntamiento de Sevilla concentración en defensa de El Correo de Andalucía. Tenía que estar allí porque esa cabecera, la más antigua de la prensa sevillana, forma parte de mi todavía corta historia como periodista. Pero también porque, como profesional del sector, no puedo hacer menos ante la situación que estamos atravesando.

Los compañeros del periódico repartían unas octavillas. La mitad estaba dedicada a explicar su situación a los ciudadanos, la parte inferior dejaba un recuadro en blanco con un sencillo encabezamiento: ¿por qué crees que El Correo hace falta?”. No les he podido dejar mi respuesta en papel, pero se la debo. Así que aquí está.

Como cualquier otro periódico, El Correo se encarga de contar a sus lectores qué está pasando en su entorno, en su ciudad, en su comunidad, en su mundo. ¿Cómo si no puede saber un ciudadano cualquiera qué hace a diario su gobierno municipal, las empresas de su entorno o tantos otros agentes que actúan a su alrededor e influyen en su vida cotidiana?

Alguno dirá que hoy día casi toda la información está en Internet. Sí, ¿pero de verdad está todo el mundo capacitado para localizarla, entenderla tal y como se presenta, discriminar lo real de lo falso? Sinceramente, creo que no. Y, precisamente, la labor de un periodista es la intermediación entre las fuentes y los destinatarios.

Por eso, la desaparición de un periódico es una puñalada más a una sociedad golpeada por la crisis económica y por el recorte de derechos sociales que, poco a poco, se ha ido desprendiendo de la desastrosa situación financiera.  Significa hacer a la ciudadanía más vulnerable aún, incapaz ya no solo de defenderse, sino de siquiera enterarse de cómo les siguen cayendo golpes. Por eso, no podemos dejar que nos cierren ni un periódico más.

martes, 29 de octubre de 2013

Releyendo a Peter Pan

Los lectores habituales pensarán que hace tiempo que no escribo. Se equivocan. Simplemente hace tiempo que no publico nada. Me resisto a compartir ciertas cosas. Será que me he vuelto demasiado egoísta,

Hace un rato he empezado a revisar textos antiguos. En principio, la idea no ha tenido ninguna relación con el pensamiento anterior. En realidad, buscaba algo que no recordaba si había escrito o no. Aunque bien parece una sugerencia de mi subconsciente a tenor del anterior pensamiento. He subrayado varios fragmentos de alguno de los ficheros que he abierto. Cosas que me han gustado, frases que quizá vuelva a utilizar. Pero, en particular, me ha llamado la atención este párrafo:

A estas horas de la noche, a media luz, la escena se me parece demasiado a cualquier noche de hace diez o doce años. Solo, escuchando canciones que por un momento me revelan el sentido de la vida y pensando en las mismas cosas que entonces. (…) Cambian las circunstancias de mis reflexiones, cambian los cantantes, pero el guion de la película mantiene su estructura”.

El texto es de la primavera de 2012. Aunque lo había dejado a medias – apenas tres párrafos – sí que le había puesto un titular: Peter Pan. Un poco cruel quizá. Lo que ha llamado mi atención de ese fragmento es que esta noche podría escribir prácticamente lo mismo. Hay cosas que no cambian por más velas que sople cada mes de octubre. No es que eso me pese, pero sí me hace pensar. El otro día hice el experimento de buscar un hecho reseñable por cada año de mi vida. Al final, me abstuve de publicarla para no aburrir al personal. Había escenas puntuales, nuevas actitudes que surgieron en una determinada etapa, decisiones que dieron un giro a mi vida. Y entre todos ellos hay muchas cosas que, a pesar de los años, no han cambiado en absoluto.

Con tres años me llevaron de excursión al Puerto de Santa María para montarme en tren, por la fijación que tenía yo con los cacharros aquellos”.
Con once comenzó mi afición por la radio. Me acostaba escuchándola todas las noches”.

Pues sí, me siguen encantando los trenes. Sé que no son más que un medio para llegar de un punto A a otro punto B. Pero tienen su magia y me apasionan desde que era un renacuajo. Hay a quien le gustan los zapatos, que también sirven para ir de un sitio a otro. También tienen su encanto, supongo. Y también me sigue encantando la radio. Ponerme delante de un micro, cuando me dejan, para contarle cosas a otra gente; o escucharla un rato antes de dormir. Sirvan estos dos ejemplos, pero hay unos cuantos más.

Previsible, estancado, constante, consecuente. Todos esos adjetivos se me ocurren a propósito de esta repetición de comportamientos. También es verdad que, al mismo tiempo, he experimentado algunos cambios radicales. Aunque esos quiza sean menos y, en cualquier caso, no caben en el capítulo de hoy.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

El mundo globalizado y las pequeñas cosas

La prima de riesgo, los bonos-basura o el efecto invernadero son extraños términos que nos han metido en la cabeza a base de bombardearnos con ellos día y noche. A menudo los usamos con ligereza, sin saber del todo qué son, conscientes de que están ahí pero a la vez confiados de que son realidades ajenas a nuestra vida diaria. La globalización podría ser uno de esos conceptos, pero mi experiencia me dice que, de todos los enumerados antes, es el que más cerca está en nuestro día a día. Aunque seguramente se manifiesta en cosas tan cotidianas que apenas nos damos cuenta si no nos paramos a pensarlo.

Hace casi diez años, mientras paseábamos por los Campos Elíseos de París, mi madre me sorprendió con una reflexión. “Antes viajabas y veías tiendas distintas. Ahora en todas partes hay las mismas: Zara en todos lados. Fíjate lo que es la globalización”. Y cuánta razón tenía. Por cierto, creo que esa idea tuvo algo que ver cuando, mucho tiempo después, tuve que poner un nombre a este blog.

El verano anterior, en Berlín, fui yo el que comenté la curiosa similitud entre la escalera de una tienda Zara en la que entramos y la de la esquina de Tetuán y Rioja, en Sevilla. Igual de cuadradas, con los mismos paneles de iluminación en la pared y el mismo ascensor en el hueco. Prácticamente idénticas. Solo me faltó contar el número de escalones. Y supongo que ese mismo esquema se repite en otras sucursales de medio mundo.

Por aquella época también me habían contado la historia de dos niñas. Una había estado unos días con sus padres en Nueva York. La otra, en Jordania. Al reencontrarse, las dos querían enseñarse una pulsera – o era un collar, me traiciona la memoria – que se habían comprado en sus viajes. Resultó ser el mismo. Una podía haberlo encontrado en un tenderete en algún mercadillo de Amán y la otra en cualquier tiendecita del Soho o de China Town. A lo mejor los precios variaban bastante pero, a diez mil kilómetros de distancia, las dos habían comprado lo mismo.

Todo esto me ha vuelto a la cabeza esta tarde por mi última experiencia al respecto. Mientras buscaba apartamento para mi próxima aventura, me he tropezado con nada menos que dos apartamentos cuyas camas estaban vestidas con el mismo modelo de sábanas que yo quité ayer de mi cama para echar a la lavadora. Por cierto, son con diferencia mis favoritas: a grandes cuadros rojos, naranjas y alguno morado. Maldita Ikea y maldito consumo global.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Tintin en Sajonia (V) - Epílogo: un viaje en números

Seis horas de avión (ida y vuelta). Dos ciudades. Cinco días, cuatro noches. Cuatro litros de cerveza. Tres museos. Seis cervecerías. Media docena de especialidades culinarias germánicas. Varias decenas de kilómetros a pie. Dos trayectos en tranvía (4 euros). Cuatrocientas sesenta y ocho fotos. Una ópera. Un concierto de música clásica. Una misa (protestante y en alemán, por supuesto). Un libro terminado. Unos kilos de más.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Tintin en Sajonia (IV) - Conoce mundo con Ryanair

Es verdad que nos tratan como borregos, que montan un circo volante, que apenas te dejan dormir aunque el vuelo dure cuatro horas, que no te regalan un mísero vaso de agua, que te cobran casi por respirar, que ya ni siquiera se pueden reclinar los respaldos de los asientos… Pero yo al menos tengo que reconocerles que, con sus inverosímiles rutas, me han llevado a lugares en los que nunca sospeché que estaría.

Así, por ejemplo, uno pretende ir a Copenhague y aterriza en Malmo; cuando planea un viaje a Milán acaba llegando a Bérgamo; quiere ir a Viena y pasa por Bratislava. Y en una de estas he aparecido yo en Leipzig. Y como el vuelo de vuelta sale a primera hora de la mañana, hemos decidido reservar aquí la última noche de hotel. Y ya que vamos a dormir aquí, por qué no venir desde por la mañana y pasear un rato por aquí.

Y al final, como en cualquier lugar del mundo, acaba uno encontrando rincones interesantes: la iglesia donde Bach solía tocar el órgano, la taberna donde Goethe encontró la inspiración (con todas las interpretaciones que tiene esta expresión) para escribir su Fausto, una imitación de la Torre del Reloj de la plaza de San Marco de Venecia o, simplemente, una plaza animada, una calle agradable por la que da gusto pasear.


A pesar de ser una ciudad de tamaño medio, con más de medio millón de habitantes, tiene un centro urbano bastante recogido. Aunque quedan algunos restos de siglos anteriores, los estragos de la guerra hacen aventurado llamarlo casco histórico. Como tantas otras ciudades alemanas en que los aliados se vengaron de las barbaridades que el ejército nazi cometió por media Europa en los años anteriores, el centro de la ciudad es una sucesión de antiguos edificios reconstruidos y otros cuyas líneas rectas y secas no esconden su corta edad.

Después de todo, un sitio curioso de conocer. Probablemente no vuelva por aquí en mucho tiempo, pero el paseo ha merecido la pena y queda en la lista de lugares visitados por Tintin. ¿Cuál será el próximo? Estamos trabajando en ello. Próximamente habrá más noticias.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Tintin en Sajonia (III) - Conocido y por conocer

Hay lugares de los que uno se marcha sabiendo que va a volver. Otros, sin embargo, quedan archivados en la carpeta de “una vez en la vida”. Dresde estaba en ese último grupo, pero a menudo la vida me sorprende y me lleva por caminos inesperados y resulta que, a veces, ya he pasado por esos caminos.

Hace casi siete años que estuve aquí por primera vez, pero la repetición me ha producido sensaciones interesantes. He descubierto muchas cosas nuevas. Es verdad que la primera vez vine con gente del lugar, pero también que teníamos el tiempo muy limitado. De hecho, pasar varios días allí me ha permitido valorar el recorrido tan estudiado que me ofrecieron la primera vez.

También he comprobado con satisfacción que, en algún lugar de mi memoria, quedaban recuerdos útiles de la ciudad. La segunda tarde hemos decidido cruzar el Elba y adentrarnos en la parte más moderna. Uno de nuestros objetivos era una pequeña galería comercial con unos patios famosos por su extraña decoración. De camino hacia allí, de pronto he visto una pastelería en una esquina y he recordado que teníamos que tomar esa calle. Después de un rato andando en línea recta sin encontrar la galería he empezado a dudar. Unos cuantos metros más han terminado por darme la razón.

Otro de mis recuerdos ha sido simplemente una fotografía. Paseando por lo que llaman el Balcón de Europa, a la orilla del río, he visto una imagen que me ha resultado familiar. Creo que llegué a ponerla de fondo de escritorio en mi ordenador. Y no he podido más que hacer otra foto. Ahora es momento de comprobar si he acertado con el encuadre.


La foto de la izquierda es del 27 de diciembre de 2006, la de la derecha del 26 de agosto de 2013. La idea era la misma, aunque creo que la ejecución ha mejorado con los años.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Tintin en Sajonia (II) - Noches de Ópera

Los destinos marcan en gran medida el programa de actividades de un viaje. Pero las compañías también lo hacen. Así que recuperar a mis compañeros de las antiguas aventuras me ha llevado a hacer cosas que, la verdad, no me pasaban por la cabeza hasta hace poco tiempo.

Como en otras ciudades –Paris, Viena, Budapest– el Palacio de la Ópera de Dresde es uno de sus atractivos turísticos. Pero hay formas y formas de verlo. Se puede acceder mediante las visitas guiadas, programadas a ciertas horas; o se puede echar un vistazo al programa de la temporada 13/14 y elegir una actuación en las fechas de la visita.


Solamente el acceso ya es cuanto menos curioso. Una vez se entra en el edificio, cada uno debe dirigirse por las escaleras correspondientes a la zona de sus asientos. Una pequeña legión de acomodadores deambula por los distintos vomitorios que dan acceso a la sala. Es prácticamente obligatorio recurrir a ellos para entrar. Una vez les enseñas tu entrada, te conducen hasta la puerta más cercana a tu localidad. Una vez allí, sacan del bolsillo un pomo y lo enganchan en un hueco preparado ex profeso para, así, abrir una de las hojas que dan acceso a las butacas.

Durante todo este proceso, uno tiene la oportunidad de hacer un pequeño recorrido y observar el edificio y el ambiente que se respira. Jóvenes, mayores, parejas, familias, amigos, gente engalanada, otras no tanto, un tipo con pajarita y pantalón vaquero… pasean por los grandes pasillos enmoquetados y decorados con mármoles y grandes lámparas. Aprovechando el buen tiempo de agosto, algunos esperan al fresco en la terraza de una de las fachadas laterales.

Es innegable que nos ha gustado la experiencia. Por eso, después de la primera noche, un concierto de la Joven Orquesta Gustav Mahler, hemos aprovechado las entradas de última hora para repetir al día siguiente, en el que ha sido mi segundo encuentro con la ópera propiamente dicha. Curiosamente, la primera fue en Sevilla con la obra de un compositor alemán, Richard Strauss. Más aún, la ópera en cuestión, La Mujer Silenciosa, se estrenó precisamente en la ópera de Dresde, en 1935. Pues bien, para esta segunda vez la elegida ha sido una historia ambientada en Sevilla, Las Bodas de Fígaro.

Como apasionado de la música, y sin ser la ópera ni de lejos mi estilo favorito, me fascina el gran montaje que supone un espectáculo de estas características. En este caso no el montaje escénico, que se reduce a un espejo, una mesa y unos cuantos paneles que hacen las veces de puertas y paredes. Pero sí todo lo que rodea a la representación: la orquesta en el foso, la potencia de las voces, el teatro engalanado, el ritual de entrada y búsqueda de los asientos, el trasiego en el ambigú… Por todo eso, merece la pena ir una vez de cuando en cuando. Y mucho más si es en un entorno como este.

Por cierto, hablando del ambigú, acostumbrado al Maestranza y su repertorio de tapas frías, choca ver que aquí la oferta se reduce a vino, quizá también champán, y bretzels (lazos de masa de pan con grandes granos de sal). Un toque demasiado popular para un ambiente tan suntuoso.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Tintin en Sajonia (I): Bombas y piedras

Como buen viajero, intento informarme un poco sobre mi destino antes de salir. Dresde tiene mucho sobre lo que leer. Como la mayor ciudad de Sajonia, es una referencia histórica durante siglos. Pero es uno de los episodios más recientes el que más me impresionó desde un principio y uno de los más presentes durante mi visita.

Poco antes del final de la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas aliadas decidieron asestar un golpe a los alemanes con un ataque aéreo sobre Dresde. En cuatro ataques consecutivos, se calcula que dejaron caer cuatro mil toneladas de bombas, que arrasaron buena parte de los edificios de la ciudad –sin distinguir los objetivos civiles de los militares– y acabaron con la vida de varias decenas de miles de personas.

Las restauraciones –bastante respetuosas y con una clara distinción entre lo que quedaba en pie y lo que se ha alterado recientemente– y las nuevas construcciones dan a Dresde un aspecto bastante agradable. Sin embargo, no siempre fue así. En muchos puntos de la ciudad se exponen fotos de cómo quedaron dichos emplazamientos después del bombardeo.

Unión de los restos en pie y la zona restaurada en la fachada de la Frauenkirche

El ejemplo más llamativo es la Frauenkirche, centro turístico de la ciudad y emblema de su resurgimiento. Las piedras más oscurecidas que conforman la fachada de esta iglesia, sobre todo en la zona del altar, presumen de ser las únicas que quedaron en pie, frente a las más claras que fueron recolocadas más de medio siglo después. Los trabajos de reconstrucción empezaron en los años 90 y  concluyeron en 2005. El templo se alza en medio de una amplia plaza, rodeada por bulliciosas cervecerías, tiendas y hoteles lujosos. Pero no siempre fue así. Antes, era una explanada en la que se amontonaban las piedras del edificio derruido. Una forma de recordar los horrores de la guerra, según las autoridades de Alemania del Este.
Octubre de 1990

El simple hecho de observar los carteles explicativos da que pensar. Imaginar aquel espacio tan enorme vacío, pasear por una plaza llena de cascotes. Y sin embargo, ahora parece no haber pasado nada. Caminando por este lugar pienso en otras ciudades –particularmente en Sarajevo, aunque solo la conozco por fotos y documentales– en las que las huellas de la guerra siguen aún muy presentes y seguramente tardarán más en borrarse.

Sin embargo, en la próspera Alemania, el centro de la ciudad arrasada casi 70 años atrás es ahora un lugar agradable, tranquilo, armonioso. A pesar de todo, los modernos edificios cuadrados de cemento y cristal, que se mezclan con las antiguas iglesias, castillos y palacios reconstruidos en las últimas década, y las anchas calles, enormes plazas y algún que otro solar desocupado dan idea de que el actual no es el plano original de la ciudad.
. . .

Para más información sobre el hecho histórico y divagaciones sobre la crueldad humana, os recomiendo el documental El Drama de Dresde, que vi hace años y que ahora cobra algo más de sentido.

viernes, 23 de agosto de 2013

Tintin en Copenhague (III) - La gente del norte


Se me ha caído el mito de los suecos. Después de varias visitas a Ikea, los tenía por gente ordenada, práctica, organizada, casi tan cuadriculados como los alemanes. Pero me han bastado menos de veinticuatro horas en el país para comprobar mi error.

Nuestra salida de Malmo ha sido un buen ejemplo de desorganización. En la estación central nos han dicho que el servicio de tren hacia Copenhague, con salidas cada 20 minutos, estaba interrumpido. A cambio, la compañía ferroviaria ha preparado autobuses para cubrir el trayecto. Hasta ahí todo normal, pero solo hasta ahí.

Para coger esos autobuses hemos tenido que coger un autobús municipal, de forma gratuita, hasta las afueras de la ciudad. Allí, en los aparcamientos de un gran pabellón polideportivo, debíamos esperar el transporte hacia Dinamarca. A pesar de que había varios empleados de la compañía en la zona, nadie se ha preocupado de formar colas para hacer el embarque de forma ordenada. Así que hemos tenido que abrirnos paso a empujón limpio hasta los asientos del cuarto autocar que ha aparecido. Algunos se han quedado en el intento. Otros parecían esperar con calma y resignación a que llegara su turno.


En general, los nórdicos parecen gente tranquila. Supongo que, igual que dicen del carácter del sur, en eso también influye el clima. El primer día en Malmo me llama la atención que aprovechan poco el día. El desayuno del hotel, un buen indicador para ver a qué hora pueden comenzar su vida los hombres de negocio del lugar, abre sus puertas a las 7 de la mañana. Por la noche, los restaurantes ofrecen cenas solamente hasta las 8. Apenas 13 horas de vida en la calle. Y eso en verano. No sé qué pasará en invierno, cuando vean la luz del sol menos todavía.

Ya en Copenhague, a pesar del aparente pique y las burlonas comparaciones que se lanzan entre sí los nacionales de uno y otro país, las cosas parecen bastante parecidas. Bajo una apariencia de orden y armonía, no es difícil encontrar lugares que demuestran lo contrario. El más famoso es el barrio de Christiania, donde tenderetes al estilo de cualquier mercadillo venden “tabletas de chocolate” y plantas “medicinales” entre banderas de Jamaica, graffitis y un permanente olor a cigarrillos aliñados. Todo muy turístico y muy libre, tanto que no dejan hacer fotos. Como si los de fuera no supiesen lo que pasa dentro. He leído que la policía ha estado trabajando en la zona para reducir la venta y el consumo, así que en algún momento fue peor.   

miércoles, 21 de agosto de 2013

Tintin en Copenhague (II) - De colores


A pesar de su cielo gris casi permanente, o tal vez precisamente para compensar eso, Copenhague es una ciudad muy colorida. Una de las imágenes más características es la zona de Nyhavn, una hilera de casas de vivos colores que bordean uno de los muchos canales que recorren la ciudad. Sin embargo, esperaba que el resto de calles estuvieran flanqueadas por edificios de piedra o ladrillos, de tonos apagados, en los que la única nota de color sería el verde de cúpulas y tejados de bronce. Nada más lejos de la realidad.


Tras varios días paseando por Copenhague, he desarrollado la siguiente teoría: debe existir una ordenanza municipal que impone a cada comunidad de vecinos pintar su fachada de un color distinto al de los inmuebles colindantes. La falta de tiempo, mi total desconocimiento del idioma danés y otros factores que ahora no vienen al caso me han impedido comprobar tal punto. En cualquier caso, he querido refutar mi teoría con material gráfico que prueba que, al menos, existe una regla no escrita al respecto.




Y entre tanto edificio de colores, también llama la atención la diversidad de tonos en la piel de los daneses que pasean entre ellos. De un país nórdico, uno espera pieles blanquecinas, ojos claros y pelos rubios. Sin embargo, tonos más oscuros revelan la presencia de una población inmigrante, llegada de zonas más cálidas, que han decidido acostumbrarse al frío en busca de prosperidad.

Es bastante discutible si lo han conseguido o no. Abundan los restaurantes turcos, tailandeses y los nacionales de esas tierras cuyo empleo es cargar un gran cartel con los precios y los menús de estos establecimientos. Pero también es llamativa la industria sumergida del reciclaje. Sentado en el banco de un parque, he tropezado muchas veces con algunos que pasan rebuscando latas y vidrios por las papeleras, seguramente para revenderlos y conseguir unas coronas. Si pagaran las latas tan caras como las venden cuando están llenas de cerveza quizá sería un buen modo de vida, pero lo dudo mucho.

martes, 20 de agosto de 2013

Tintín en Copenhague (I) - Mitología turística

Si París tiene la Torre Eiffel o Nueva York la Estatua de la Libertad, Copenhague tiene a la Sirenita. No son, ni de lejos, los rincones más bonitos de sus respectivas ciudades, pero seguramente sí los que más fotos de turistas protagonizan. 

Es cierto que son símbolos y que estos, al fin y al cabo, suponen una simplificación del todo simbolizado. Pero creo que tanto reduccionismo lleva a mucho turista inexperto a perderse más cosas de la cuenta. 

A diferencia de los otros dos ejemplos, el monumento por excelencia de Copenhague es bastante pequeño. Aunque lo separa un largo trecho del centro de la ciudad, es uno de los rincones con mayor concentración de visitantes por metro cuadrado. Los hay que llegan dando un paseo -bastante agradable si el tiempo acompaña, por otra parte- y los hay que pasan a su lado en barcos que realizan cruceros panorámicos a lo largo de la costa y los canales de la ciudad. Se me ocurre que estos últimos deben gozar de una excelente perspectiva del culo del mitológico personaje ya que, aunque mira de lado, está sentada enfrentando la costa.


No he tenido la ocasión de comprobar tal punto, ya que no he subido a uno de estos barcos. Al igual que tampoco së por qué módico precio se puede disfrutar de tan particular visión. A cambio, desde el otro lado he podido disfrutar de las monerías -entendidas como los comportamientos propios de un mono- de las decenas de turistas que han pasado por allí durante mi visita. Dos o tres se han metido en el agua para, después, encaramares a la roca que habita la Sirenita. Otros posaban en las posturas más inverosímiles... 

A todo esto, he de decir que yo he disparado quince o veinte fotos hasta conseguir dos o tres buenas. En parte porque siempre había alguien que se me atravesaba en el plano en el momento de disparar. La mayor parte de las veces -lo digo como dató anecdótico, que no racista- un japonés. Y en parte, simplemente, por capricho. A veces es divertido ser un turista del montón.


miércoles, 24 de julio de 2013

Insomnio

Por la ventana apenas entra luz, aunque sí el cíclico sonido de un aparato de aire acondicionado. Pero el vecino ya debe estar lo suficientemente fresco, porque de repente el ruido para y el patio queda en silencio. Sin embargo, mis oídos llenan esa sensación de vacío con un zumbido agudo que impide apreciar esa tranquilidad tan escasa en este vecindario.

No hace demasiado calor. Aún asíl, no consigo conciliar el sueño. Quizá es una reacción de mi organismo, que se resiste a perder estas horas de fresco y calma absoluta. Me he ido a la cama tarde: leyendo, escuchando música y buscando cualquier excusa para no apagar la luz todavía. Despuės de un par de horas durmiendo he vuelto a abrir los ojos. Parece que mi cuerpo ha descansado, pero mi cabeza no. Ha sido un sueño ligero y nervioso, en el que han pasado por mi mente datos e ideas que ahora mismo no recuerdo, pero que me han tenido inquieto hasta que, al final, me he desvelado.

Y la cosa no ha cambiado ahora que estoy despierto. No es que no haya tenido tiempo de hacer lo que quisiera desde esta mañana, pero la verdad es que el silencio y la oscuridad invitan a pensar: en lo que ha pasado durante el día, en planes y propósitos para la jornada que ya comienza, en proyectos y aspiraciones para el futuro, en lo que  parece no llegar, en lo que nunca sucederá...

Nada de eso es suficiente para producir una mínima sensación de sueño. Así qué me rindo. A las cinco de la mañana he probado a ponerme música, pero tampoco. Tumbado en la cama, me quedo mirando la panorámica de París que decora el escritorio de mi iPad y mi mente sigue trabajando a toda máquina. Recuerdo el día en que tomé la foto, desde lo alto de Notre Damme. Pienso que en poco menos de un mes llegarán más fotos, más historias, más viajes. Confío en que se me pasen rápido estas semanas. Últimamente tengo la paradójica sensación de que me sobran días, pero a la vez me falta tiempo.

Y con todo este batiburrillo de ideas, mientras esperó que amanezca, he decidido sacarle partido a la noche. Lo que pierde mi descanso que al menos lo gane mi blog, que sigue siendo un fiel reflejo de su editor y que últimamente está un tanto disperso. Por ahora, el verano sirve de excusa para este desorden. Pero habrá que ir poniendo las cosas en su sitio para cuando vuelvan el mal tiempo y la rutina.

miércoles, 12 de junio de 2013

Recortables

Al principio se hablaba de crisis económica. Después surgieron algunos que explicaban que era una crisis financiera. Pero ahora todos esos adjetivos se han quedado cortos. LA gente no solo pierde dinero; pierde derechos, pierde libertades. Cada día, el político de turno se levanta tijera en mano y nos sorprende con algo nuevo. Pero nunca imaginé que se llegara al punto en que un gobierno decidiera cerrar su televisión pública. Y ya ha pasado en un país. Lo malo es que los griegos parecen ser los primeros en experimentar todas las consecuencias de este desastre mundial, pero no los únicos.

Los avances tecnológicos, pero también los retrocesos sociales, han propiciado en los últimos años el nacimiento del mal llamado “periodismo ciudadano”. Mal llamado porque todo lo que tiene de “ciudadano” lo necesita de “periodismo”. Porque informar, igual que construir una casa o curar a un enfermo, es un proceso complejo, con muchas variables y para el que los profesionales necesitan una preparación.

Esa es precisamente la razón de ser de los medios públicos. El Estado debe garantizar el derecho a la información de sus ciudadanos. Y no se trata del simple hecho de contar qué pasa, sino de hacerlo de una forma adecuada, rigurosa, profesional. No puedo evitar pensar que, además de la situación económica, lo sucedido en Grecia es un reflejo de la poca importancia que se le da a la profesión periodística, que nos ha convertido en profesionales prescindibles, recortables.

El otro día escuché una reflexión que venía a decir que la comunicación es importante para extender la democracia, pero también para consolidar una dictadura. Un país sin medios públicos se queda ciego, sordo, incapaz de controlar qué están haciendo sus instituciones. Su percepción queda condicionada por lo que le cuenten medios privados, propiedad de empresas con sus propios intereses, que inevitablemente influyen en la forma de tratar la información y de seleccionarla.

Lo sucedido al otro lado del Mediterráneo debe servir de advertencia. Los medios públicos no son siempre un ejemplo de buenas prácticas, pero no por ello hay que perder de vista su importancia. Cuando se tiene algo, puede defenderse, arreglarse... Si se pierde, ya solo queda reclamarlo y empezar a construirlo desde cero.

domingo, 12 de mayo de 2013

Ovejas negras

Las habilidades sociales nunca han sido mi fuerte, creo. Al menos, en el sentido más convencional. Pero, como dice el refranero popular, siempre hay un tiesto para una maceta. Así que, al final, cada uno acaba encontrando su grupo. Y yo no iba a ser menos. Sin embargo, llevo días –quien dice días dice años– dándole vueltas a una peculiar teoría. Tengo la sensación de que siempre me termino juntando con las ovejas negras del grupo. Nunca con los que mandan, los que dirigen, los influyentes… Siempre con los críticos, los que ni pinchan ni cortan, los que han quedado marcados por sus opiniones o sus comportamientos.

No por eso son menos interesantes. Al contrario, esa decisión de no seguir al pastor-líder es lo que hace que valgan más la pena y lo que, aunque inconscientemente, provoca que me acabe acercando a los descarriados del rebaño. Y aún diría más. Si me acabo juntando siempre con los mismos será porque soy uno de ellos. Y así me va, dirán algunos. Al menos en un país en que uno no es quien es por sus méritos, sino por los que tiene a su alrededor y los que lo empujan hacia arriba. Pero yo, cabezón como el que más, sigo empeñado en que los negocios no han de mezclarse con el ocio y el placer.

No es cuestión ahora de dar nombres ni de mencionar lugares. Seguro que mi ganado ovino favorito se reconoce en estas líneas. Sólo quiero que sepáis que sois buenas ovejas, aunque algunas estáis además como cabras, y que el negro  es sólo un color más, tan bueno o tan malo como otro cualquiera.

martes, 23 de abril de 2013

Libros y hojas en blanco

Mucha gente comparte este 23 de abril fragmentos de sus obras favoritas para celebrar el Día del Libro. Hay acciones movidas, sucesiones de palabras que me atrapan; comienzos de historias, que me dejan con ganas de leer más; descripciones de escenarios, que me llevan lejos de mi salón; o reflexiones de todo tipo, que me detienen por un instante para decidir si estoy de acuerdo con ellas o no. Me ha gustado la experiencia. Sin embargo, nunca he sido un gran lector.

Pueden pasar meses desde que comienzo a leer una novela hasta que la termino o hasta que empiezo el siguiente libro. También se han dado casos –aunque son los menos– de acabarme una obra en una sola tarde. Ahora mismo, por ejemplo, tengo dos libros a medias. Pero, al mismo tiempo, en cuatro o cinco noches he finiquitado un tercero. Yo lo atribuyo todo a la impaciencia o a un leve trastorno de déficit de atención. Nada grave.

Lo mío es más escribir. Pero ¿qué sería de los que aman la lectura sin los que amamos la escritura? Hay quien no entiende cómo, sin ser un ávido devora libros, me apasiona escribir. Yo no comprendo muchas cosas y no por ello dejan de suceder. Así que no intentéis buscar una explicación a lo que no la necesita.

El caso es que, desde hace años, lleno libretas, hojas sueltas, carpetas de mi disco duro o cualquier soporte asimilable a un folio en blanco que se me ponga a mano con lo que se me pasa por la cabeza en ese momento. Hay de todo: anécdotas del día, reflexiones sobre lo que pasa en mi entorno más o menos cercano, planes de futuro, utopías, teorías e hipótesis fantásticas… Un muestrario de lo que ronda mi mente habitualmente. No de todo, porque hay cosas que no comparto ni siquiera con un papel, pero si de buena parte.

Mi gran problema es que nunca alcanzo una continuidad temática que vaya más allá de una docena de textos sobre un mismo viaje o cosas así. Debe tener algo que ver con mi dificultad para leer una novela a buen ritmo, como las personas normales. Pero la aspiración de escribir un libro completo sigue ahí.

Eso sí, si algún día lo consigo, seguro que saldrá a la luz un 23 de abril. Y no porque sea el Día del Libro, sino porque es el cumpleaños de la persona que más tiempo lleva esperándolo: mi madre. Aunque sin mucha fuerza, lleva mucho tiempo detrás de mí para que lo haga. Ese año por fin tendré fácil encontrar su regalo.

domingo, 14 de abril de 2013

Tintin en Malta (IV) - Siete iglesias

La costumbre local obliga a visitar siete iglesias desde la tarde del Jueves hasta la medianoche del Viernes Santo. El objetivo es rendir culto a los monumentos e imágenes que los responsables de cada templo preparan para la ocasión. Como somos gente obediente y temerosa del Señor, al menos hemos pasado por una decena. Nunca viene mal ganar puntos con el de arriba.

La experiencia permite asistir a escenas curiosas. En muchas iglesias, las sillas están colocadas en forma de semicírculo y los feligreses se pasan un rato a charlar con los amigos de la parroquia, sin hacer mucho caso a la imagen. En otros lugares, el recogimiento es mayor. Aunque también hay templos completamente vacíos, sin un mal cura que lo vigile, pero abiertos de par en par a altas horas de la noche (altas para los estándares malteses).


Sin embargo, el miércoles por la noche ya nos topamos con la primera sorpresa: un singular via crucis, donde alternan los más sencillos atuendos de paisano con extraños hábitos de monje,  que recorre las calles de La Valeta. Lo más increíble es que no somos los únicos sorprendidos. La comitiva pasa ante el restaurante en el que estamos cenando y los propios camareros se quedan boquiabiertos al ver tal desfile. Uno de ellos incluso sale a la calle a preguntar qué está pasando y, a la vuelta, recita ante toda la clientela la lección que acaba de aprender.


Pero esto no es lo único que nos hace pensar que es la primera vez que organizan algo así un Miércoles Santo. “Esta tarde vinieron a decirme que quitase el coche de la puerta. Ahora comprendo por qué”, nos confiesa la otra camarera mientras su compañero está fuera. Hasta entonces, pensaba que era alguna medida de seguridad del parlamento nacional, que está un par de manzanas más allá del local.

El viernes llega el turno de la procesión propiamente dicha. Y digo “la procesión” porque es una sola. En este sentido, estos malteses están mucho más avanzados que nosotros. En un solo desfile cuentan toda la historia de la pasión. En torno a una decena de pequeños pasos recorren las calles de la ciudad, recordando los distintos momentos de los últimos días de Jesús: desde su entrada en Jerusalén hasta el santo entierro. Entre escena y escena, decenas de fieles que desfilan disfrazados de los principales personajes de la historia. Y todos ellos, precedidos por otros, generalmente niños, con un cartel que indica quienes son.


Se acomoda uno en una esquina y, en poco más de una hora, ya ha visto la historia entera. No hay que esperar a que pasen tantísimos armados de la Macarena o salir corriendo después de verlos porque quiere ver a la Esperanza de Triana cruzando el puente. Aquí, como dice la canción, todos juntos como hermanos.

lunes, 8 de abril de 2013

Tintin en Malta (III) - Gozo

De entrada, “la isla de Gozo” suena, cuanto menos, prometedor. Uno puede imaginar muchas cosas sobre cómo se ha ganado su nombre aquel trozo de tierra. Un buen momento para hacerlo es el trayecto en trasbordador desde el norte de la isla de Malta, mientras a lo lejos se van dibujando una serie de cúpulas que salpican la isla. Es curiosa la querencia que tienen estos malteses por rematar sus iglesias con enormes cúpulas y competir por ver quién la tiene más grande. Piques aparte, la verdad es que ofrecen unos paisajes muy lucidos.


Después de un rato en la cubierta soportando el constante viento, es hora de poner los pies en la tierra, en todos los sentidos. Desde el puerto se divisa la ciudad de Victoria, que vigila desde lo alto toda la isla. De camino hacia allí, Gozo se presenta como un lugar más verde que su vecina del sur, donde las ciudades se han crecido hasta pegarse las unas a las otras y se han comido la mayoría de la vegetación.

También parece un sitio más animado. Quizá porque, con su tamaño reducido, todo se concentra más. El centro de su capital está invadido por un mercado callejero lleno de frutas, dulces y, aunque menos típico, camisetas de las grandes estrellas del fútbol mundial. Pero no, el lugar no es más gozoso que ningún otro en los que haya estado.


Eso sí, la visita merece la pena. Es jueves santo y, a mediodía, todas las campanas de la isla comienzan a sonar en un estruendo que dura hasta las doce y media. La escena, que me pilla por sorpresa, me coge además en un lugar espectacular: desde lo alto de la antigua muralla, junto a la catedral, desde donde se domina toda la isla, con sus costas, sus cúpulas, sus campos y sus pueblos.