domingo, 8 de septiembre de 2013

Tintin en Sajonia (II) - Noches de Ópera

Los destinos marcan en gran medida el programa de actividades de un viaje. Pero las compañías también lo hacen. Así que recuperar a mis compañeros de las antiguas aventuras me ha llevado a hacer cosas que, la verdad, no me pasaban por la cabeza hasta hace poco tiempo.

Como en otras ciudades –Paris, Viena, Budapest– el Palacio de la Ópera de Dresde es uno de sus atractivos turísticos. Pero hay formas y formas de verlo. Se puede acceder mediante las visitas guiadas, programadas a ciertas horas; o se puede echar un vistazo al programa de la temporada 13/14 y elegir una actuación en las fechas de la visita.


Solamente el acceso ya es cuanto menos curioso. Una vez se entra en el edificio, cada uno debe dirigirse por las escaleras correspondientes a la zona de sus asientos. Una pequeña legión de acomodadores deambula por los distintos vomitorios que dan acceso a la sala. Es prácticamente obligatorio recurrir a ellos para entrar. Una vez les enseñas tu entrada, te conducen hasta la puerta más cercana a tu localidad. Una vez allí, sacan del bolsillo un pomo y lo enganchan en un hueco preparado ex profeso para, así, abrir una de las hojas que dan acceso a las butacas.

Durante todo este proceso, uno tiene la oportunidad de hacer un pequeño recorrido y observar el edificio y el ambiente que se respira. Jóvenes, mayores, parejas, familias, amigos, gente engalanada, otras no tanto, un tipo con pajarita y pantalón vaquero… pasean por los grandes pasillos enmoquetados y decorados con mármoles y grandes lámparas. Aprovechando el buen tiempo de agosto, algunos esperan al fresco en la terraza de una de las fachadas laterales.

Es innegable que nos ha gustado la experiencia. Por eso, después de la primera noche, un concierto de la Joven Orquesta Gustav Mahler, hemos aprovechado las entradas de última hora para repetir al día siguiente, en el que ha sido mi segundo encuentro con la ópera propiamente dicha. Curiosamente, la primera fue en Sevilla con la obra de un compositor alemán, Richard Strauss. Más aún, la ópera en cuestión, La Mujer Silenciosa, se estrenó precisamente en la ópera de Dresde, en 1935. Pues bien, para esta segunda vez la elegida ha sido una historia ambientada en Sevilla, Las Bodas de Fígaro.

Como apasionado de la música, y sin ser la ópera ni de lejos mi estilo favorito, me fascina el gran montaje que supone un espectáculo de estas características. En este caso no el montaje escénico, que se reduce a un espejo, una mesa y unos cuantos paneles que hacen las veces de puertas y paredes. Pero sí todo lo que rodea a la representación: la orquesta en el foso, la potencia de las voces, el teatro engalanado, el ritual de entrada y búsqueda de los asientos, el trasiego en el ambigú… Por todo eso, merece la pena ir una vez de cuando en cuando. Y mucho más si es en un entorno como este.

Por cierto, hablando del ambigú, acostumbrado al Maestranza y su repertorio de tapas frías, choca ver que aquí la oferta se reduce a vino, quizá también champán, y bretzels (lazos de masa de pan con grandes granos de sal). Un toque demasiado popular para un ambiente tan suntuoso.

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