Los destinos marcan en gran
medida el programa de actividades de un viaje. Pero las compañías también lo
hacen. Así que recuperar a mis compañeros de las antiguas aventuras me ha
llevado a hacer cosas que, la verdad, no me pasaban por la cabeza hasta hace
poco tiempo.
Como en otras ciudades –Paris,
Viena, Budapest– el Palacio de la Ópera de Dresde es uno de sus atractivos
turísticos. Pero hay formas y formas de verlo. Se puede acceder mediante las
visitas guiadas, programadas a ciertas horas; o se puede echar un vistazo al programa
de la temporada 13/14 y elegir una actuación en las fechas de la visita.
Solamente el acceso ya es
cuanto menos curioso. Una vez se entra en el edificio, cada uno debe dirigirse
por las escaleras correspondientes a la zona de sus asientos. Una pequeña
legión de acomodadores deambula por los distintos vomitorios que dan acceso a
la sala. Es prácticamente obligatorio recurrir a ellos para entrar. Una vez les
enseñas tu entrada, te conducen hasta la puerta más cercana a tu localidad. Una
vez allí, sacan del bolsillo un pomo y lo enganchan en un hueco preparado ex profeso
para, así, abrir una de las hojas que dan acceso a las butacas.
Durante todo este proceso, uno
tiene la oportunidad de hacer un pequeño recorrido y observar el edificio y el
ambiente que se respira. Jóvenes, mayores, parejas, familias, amigos, gente
engalanada, otras no tanto, un tipo con pajarita y pantalón vaquero… pasean por
los grandes pasillos enmoquetados y decorados con mármoles y grandes lámparas.
Aprovechando el buen tiempo de agosto, algunos esperan al fresco en la terraza
de una de las fachadas laterales.
Es innegable que nos ha gustado
la experiencia. Por eso, después de la primera noche, un concierto de la Joven
Orquesta Gustav Mahler, hemos aprovechado las entradas de última hora para
repetir al día siguiente, en el que ha sido mi segundo encuentro con la ópera
propiamente dicha. Curiosamente, la primera fue en Sevilla con la obra de un
compositor alemán, Richard Strauss. Más aún, la ópera en cuestión, La Mujer
Silenciosa, se estrenó precisamente en la ópera de Dresde, en 1935. Pues bien,
para esta segunda vez la elegida ha sido una historia ambientada en Sevilla, Las
Bodas de Fígaro.
Como apasionado de la música,
y sin ser la ópera ni de lejos mi estilo favorito, me fascina el gran montaje
que supone un espectáculo de estas características. En este caso no el montaje
escénico, que se reduce a un espejo, una mesa y unos cuantos paneles que hacen las
veces de puertas y paredes. Pero sí todo lo que rodea a la representación: la
orquesta en el foso, la potencia de las voces, el teatro engalanado, el ritual
de entrada y búsqueda de los asientos, el trasiego en el ambigú… Por todo eso,
merece la pena ir una vez de cuando en cuando. Y mucho más si es en un entorno
como este.
Por cierto, hablando del
ambigú, acostumbrado al Maestranza y su repertorio de tapas frías, choca ver
que aquí la oferta se reduce a vino, quizá también champán, y bretzels (lazos
de masa de pan con grandes granos de sal). Un toque demasiado popular para un
ambiente tan suntuoso.
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