jueves, 6 de febrero de 2014

La cantina de la estación

Después de cumplir con la ruta planeada para el día, es hora de volver a casa. Pero todavía queda un rato para que salga el tren, así que toca esperar en la estación. Es una de esas que lleva el nombre de dos pueblos y, seguramente por evitar agravios a ninguno de ellos, está en medio de ninguna parte. Tiene tres o cuatro vías, que se atraviesan tranquilamente a pie; una sala de espera, que de no ser por algún cartel con los horarios parecería la de un centro de salud cualquiera; y una pequeña cantina donde se agolpa toda la concurrencia a la espera de que salga el tren, aparcado unos metros más allá. Una de esas pequeñas sorpresas que se salen de todo lo que uno podía esperar.

El local es una curiosa interpretación de una vieja casa de campo. Las paredes, de color turquesa, están llenas de antiguos utensilios de labranza, cables colgando y pequeños espejos, todos en forma de polígonos irregulares y ninguno igual que los demás. De hecho, se diría que son los fragmentos de un gran espejo roto. Pero es un desorden armónico y nadie parece reparar en él. La mayoría de los clientes esperan el tren después de un día de campo y sus miradas cansadas permanecen fijas en los troncos que arden en una pequeña chimenea. De fondo suena Jorge Cafrune.

Detrás de la barra, un hombre de unos cincuenta años atiende el negocio. Tres o cuatro de los parroquianos apoyados en la barra parecen habituales del lugar. Por eso, no sorprenden las burradas que les dice ni el hecho de que solo les hable a gritos. Uno de ellos, que acaba de terminar su café, pide un poco de agua. “¡Aquí no hay agua, coño! ¡Aaaahjajajaja!”. Y acto seguido, abre una botella, seguramente rellena del grifo, y le sirve un vaso. Es una risa muy peculiar: empieza con un pequeño grito y, tras una mínima pausa para tomar aire, continúa con una carcajada rápida pero prolongada.

Sin embargo, el tono apenas cambia con los visitantes primerizos, que se congregan lo más cerca posible de la chimenea y únicamente se acercan a la barra para pedir, recoger y pagar. Todas las respuestas siguen el mismo esquema. Da igual que le pidas un poco de leche para el té, la llave del servicio o la cuenta. El secreto está en terminar cada frase –en su caso, cada improperio– con una sonora risotada. Parece que así trata de marcar el tono jocoso del mensaje y borrar cualquier sospecha de mala intención en sus palabras.

Una mujer, seguramente su pareja, lo ayuda en la cocina. Resulta llamativo que abre la puerta para entregar las comandas –a esa hora son sobre todo cafés– y la vuelve a cerrar para prepararlas. En uno de esos abrir y cerrar de puertas, vemos como rebaja la leche con agua antes de echarle un par de cucharadas de café soluble. Y eso da una idea de cómo se hace todo allí dentro. Uno, que es hombre de mundo, se ha decantado por algo más seguro: una lata de Coca-Cola, que viene preparada de fábrica y bien cerrada.

Un bar de otra época con costumbres de otra época. Solamente el tren, que empieza a avanzar hacia el andén de la estación, nos recuerda desde el otro lado de la ventana que la vida sigue en el siglo XXI. Es hora de volver a la civilización.