Después de cumplir con la ruta
planeada para el día, es hora de volver a casa. Pero todavía queda un rato para
que salga el tren, así que toca esperar en la estación. Es una de esas que lleva
el nombre de dos pueblos y, seguramente por evitar agravios a ninguno de ellos,
está en medio de ninguna parte. Tiene tres o cuatro vías, que se atraviesan
tranquilamente a pie; una sala de espera, que de no ser por algún cartel con
los horarios parecería la de un centro de salud cualquiera; y una pequeña
cantina donde se agolpa toda la concurrencia a la espera de que salga el tren,
aparcado unos metros más allá. Una de esas pequeñas sorpresas que se salen de
todo lo que uno podía esperar.
El local es una curiosa
interpretación de una vieja casa de campo. Las paredes, de color turquesa,
están llenas de antiguos utensilios de labranza, cables colgando y pequeños
espejos, todos en forma de polígonos irregulares y ninguno igual que los demás.
De hecho, se diría que son los fragmentos de un gran espejo roto. Pero es un
desorden armónico y nadie parece reparar en él. La mayoría de los clientes esperan
el tren después de un día de campo y sus miradas cansadas permanecen fijas en
los troncos que arden en una pequeña chimenea. De fondo suena Jorge Cafrune.
Detrás de la barra, un hombre
de unos cincuenta años atiende el negocio. Tres o cuatro de los parroquianos apoyados
en la barra parecen habituales del lugar. Por eso, no sorprenden las burradas
que les dice ni el hecho de que solo les hable a gritos. Uno de ellos, que
acaba de terminar su café, pide un poco de agua. “¡Aquí no hay agua, coño! ¡Aaaahjajajaja!”.
Y acto seguido, abre una botella, seguramente rellena del grifo, y le sirve un
vaso. Es una risa muy peculiar: empieza con un pequeño grito y, tras una mínima
pausa para tomar aire, continúa con una carcajada rápida pero prolongada.
Sin embargo, el tono apenas
cambia con los visitantes primerizos, que se congregan lo más cerca posible de
la chimenea y únicamente se acercan a la barra para pedir, recoger y pagar. Todas
las respuestas siguen el mismo esquema. Da igual que le pidas un poco de leche
para el té, la llave del servicio o la cuenta. El secreto está en terminar cada
frase –en su caso, cada improperio– con una sonora risotada. Parece que así trata
de marcar el tono jocoso del mensaje y borrar cualquier sospecha de mala intención
en sus palabras.
Una mujer, seguramente su pareja,
lo ayuda en la cocina. Resulta llamativo que abre la puerta para entregar las
comandas –a esa hora son sobre todo cafés– y la vuelve a cerrar para prepararlas.
En uno de esos abrir y cerrar de puertas, vemos como rebaja la leche con agua
antes de echarle un par de cucharadas de café soluble. Y eso da una idea de
cómo se hace todo allí dentro. Uno, que es hombre de mundo, se ha decantado por
algo más seguro: una lata de Coca-Cola, que viene preparada de fábrica y bien
cerrada.
Un bar de otra época con
costumbres de otra época. Solamente el tren, que empieza a avanzar hacia el
andén de la estación, nos recuerda desde el otro lado de la ventana que la vida
sigue en el siglo XXI. Es hora de volver a la civilización.
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