Donde comienzan las
elevaciones de la colina de Montmartre, la ciudad del amor toma un cariz entre
sórdido y casposo. Las luces de neón, que en otros lugares se reservan para clubes
de carretera, anuncian en plena noche parisina las bondades de señoritas de
curvas sugerentes y ropas escasas. Y la gente acude en masas a contemplar el
peculiar escenario que componen todos aquellos locales y los personajes que los
rodean.
En las aceras, hombres y
mujeres –que destacan por su avanzada edad y, paradójicamente, por su nulo
atractivo físico– tratan de captar para sus establecimientos a cualquier
curioso con pinta de despistado que, en un acto casi reflejo, giran la cabeza
para observar los carteles y los escaparates. Entre el tumulto, es imposible ignorar la presencia de alguna chica con minifalda y aire expectante que aguarda compañía apoyada en un
muro de cemento que esconde uno de los pocos inmuebles vacíos de la zona. Y,
para completar el cóctel, sex shops con recuerdos turísticos, entre los que no
puedo evitar mencionar la torre Eiffel con prepucio.
En pleno siglo XXI, la estampa
no deja de ser curiosa. En ciertas ciudades del sudeste asiático se hablaría de
turismo sexual. Aquí hay turistas, hay sexo, pero a nadie parece importarle. Aunque
bien es cierto que Pigalle y sus alrededores tuvieron épocas mejores. Ver a
niños y a señoras mayores haciendo una cola kilométrica para entrar en el
Moulin Rouge quita mucho glamur a todo esto.
No todo es belleza y armonía
en la ciudad de la luz. Al caer la noche, llama la atención la cantidad de
personas sin hogar que duermen tiradas por los bulevares de los distritos más
céntricos. Viene a mi memoria algún clochard novelesco, de esos que deciden
abandonarse a sí mismos y vivir en las calles. Solo, rodeado por el mundo y
aislado de él al mismo tiempo. Me cuesta encontrarle el lado bohemio a todo esto.
Ya solo quedan la miseria y la insalubridad.
La presencia de los vagabundos
pasa más desapercibida durante las horas de luz. Sin embargo se intuye, sobre
todo bajo los grandes puentes que cruzan el Sena. Se huele, pero también se ven
sus huellas. Hay mantas, bolsas de ropa. Incluso alguno ha construido un
pequeño refugio con maderas, cartones y todo aquello que ha tenido a la mano. Cualquier
recurso es poco para reducir los efectos del frío y de la humedad del río.
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