viernes, 20 de abril de 2012

Tintín en París (X) - C'est la vie, c'est fini

Se acabó. Es la hora de recoger la maleta del hotel y poner rumbo al aeropuerto. Pero esta ciudad está empeñada en sorprenderme hasta el final: acabo de encontrarme cuatro coches eléctricos conectados a otros tantos enchufes en forma de pivotes colocados en la acera. No será uno de los grandes recuerdos de mi viaje, pero queda en mi registro de anécdotas para cuando esa imagen sea algo común en cualquier calle. “La primera vez que lo vi fue en París”.

De camino a Orly, un hombre tropieza conmigo y mi maleta mientras espero en un paso de peatones. A cambio, me ofrece una extensa explicación sobre una estatua que decora el centro de la plaza. Toda en francés. Entiendo palabras y frases sueltas, pero no logro recomponer la historia. En cualquier caso, asiento con la cabeza hasta que el buen señor se despide. Camino lentamente para dejar que se aleje. Curiosamente, esa estatua es lo último destacable que veo de París.

Ya en el aeropuerto, me quedan más de dos horas de aburrida espera. Yo y mi maldita manía de llegar con tiempo a los sitios. Mientras tomo una chocolatina y un refresco, repaso mis fotos en la pantalla de la cámara y hago balance de mi viaje. Se me viene a la cabeza una de las últimas cosas que me dijeron antes de coger el avión el sábado: “París nunca defrauda”. Efectivamente, no lo ha hecho.

Al cabo de un rato, veo por la ventanilla como un manto de nubes me oculta la ciudad – con sus parques, sus bulevares, sus iglesias, sus estatuas, sus puentes – hasta la próxima. Porque habrá próxima, estoy seguro. Me apropio del dicho taurino de que no hay quinto malo y sueño con poder aplicarlo a mi próximo viaje a París, que será precisamente el quinto. Dos horas más tarde, la misma ventanilla se encarga de mostrarme el cartel de fin de esta pequeña historia que, como todo en la vida, tiene su punto y final. Eso sí, menos el último e inevitable, todos los finales son, a la vez, el principio de algo nuevo.

jueves, 19 de abril de 2012

Tintín en París (IX) - Tópicos y realidades

Por razones con más o menos fundamento, París se conoce como la ciudad del amor y también como la ciudad de la luz. No soy muy amigo de tópicos ni reduccionismos. París es mucho más que un sitio romántico. De hecho, probablemente lo sea para mucha gente simplemente porque lo han escuchado demasiadas veces. En cuanto a la luz, debe depender de la época del año en que se visite.

Esta mañana paseaba por la orilla del Sena disfrutando del sol que acababa de salir. De repente, me llamó la atención un puente que brillaba a lo lejos. Ya que en este último día sólo puedo disfrutar de la mañana, me había planteado el absurdo propósito de no cruzar el río. Pero, claro está, me he dejado llevar por el brillo y he ido a parar al puente de cabeza.

Al acercarme he comprobado que los responsables del brillo eran cientos – seguramente miles – de candados fijados en las barandillas del puente. Una guía de acento sudamericano le cuenta a un grupo de turistas que el Ayuntamiento de París los retira cada seis meses. Me pregunto si también dragan el río para sacar las miles de llaves que, probablemente, han tirado los que dejaron los candados.

La costumbre de los candados como sello del amor eterno no es nada nuevo. Hasta ahora me había parecido una moda estúpida como otra cualquiera. Alguien la inició a raíz de una novela y detrás vinieron miles que ni por supuesto habían leído el libro ni seguramente sabían de dónde había surgido la idea. Sin embargo, he de reconocer que aquí se crea una estampa curiosa, tanto a lo lejos como de cerca.
Y mi lado más meloso, cursi o como queráis llamarlo a dado en sentenciar que una estampa como esta sólo es posible cuando en París se han juntado la luz y el amor. Una interpretación un tanto rebuscada, pero no por ello menos cierta.

miércoles, 18 de abril de 2012

Tintín en París (VIII) - Andar por andar

Esta mañana he salido del hotel más temprano que de costumbre y sin tener muy claro qué iba a hacer hoy. De hecho, sólo tenía decidida mi primera parada: el museo Rodin. Pero, con el paso de las horas, he aprendido una lección: en París no hacen falta planes, sólo unos zapatos cómodos y un buen par de piernas.

Sin una ruta fijada, me he dejado llevar por donde mis pies y mis sentidos han decidido en cada momento. Y así he encontrado rincones que no conocía, o que al menos no recordaba, y que merecen tanto la pena como el monumento más famoso. Menos conocidos, más sencillos pero, en fin, una parte más de esta maravillosa ciudad que me gusta entera, no a trozos.

Por el camino me he encontrado callejones pintorescos, fachadas cubiertas por flores o enredaderas, carteles electorales, niños jugando en el patio del colegio, un viejo Mini aparcado en una esquina, pequeños jardines olvidados por las guías turísticas, una antigua galería comercial venida a menos, una original boca de metro, una curiosa fachada…

Creo que París ha quedado satisfecha con mi caminata. Por eso, después de un día pasado por agua, ha decidido regalarme un último atardecer sin lluvia. Y vaya si lo he aprovechado. Después de comer en Les Halles, he decidido volver al hotel andando y recorrer a la luz de las farolas la zona más noble de la ciudad.

Camuflado como un parisino más, después de sólo cuatro días, dos chicas se han acercado a mí y, en inglés, me han preguntado por dónde se iba al Louvre. A esas horas, supongo que querrían ver la pirámide iluminada, como yo mismo he hecho más tarde. Metido en mi papel, sin darme cuenta, he empezado a responderles en francés, en mi mediocre francés. Breve lapsus que, enseguida, he corregido.

Cruzo el Sena por última vez en el día. No sé cuántas van ya. De frente, la cúpula de Los Inválidos; a la derecha, la torre Eiffel. A ambos lados, columnas coronadas con estatuas doradas que custodian el puente. Empieza a llover de nuevo. Abro el paraguas y aprieto el paso.

El día se acaba. Mi corazón se apena. Mis pies son los únicos que se alegran. Hoy han estado en muchos sitios, pero no en un vagón de metro. Todo lo han conseguido ellos solos.

martes, 17 de abril de 2012

Tintín en París (VII) - Postales de Montmartre

Siempre que hago un viaje, me gusta hacer una pequeña recopilación de los personajes más curiosos que encuentro en mi camino. En el caso de París, se da la circunstancia, no sé si coincidencia o muestra de la realidad de la ciudad, de que prácticamente todos han aparecido en este barrio de Montmartre.

En la escalinata hacia el Sacré Cœur, hago un nuevo intento por conseguir que alguien me haga una buena foto. Ya adelanto que, una vez más, sin éxito. El elegido es un ciudadano japonés, que pasea por allí con otros compatriotas. De hecho, mientras él me hace la foto, una de sus acompañantes coloca una gran cámara sobre un trípode, aunque en lugar de dirigirlo a la iglesia , apunta escaleras abajo.

Cuando el chico me devuelve mi cámara, ella me dice algo en inglés, aunque yo sólo entiendo la palabra “together”, de lo que deduzco que quiere que ahora sea yo quien les tome a ellos una foto. Pero no, me vuelve a repetir su frase y entonces comprendo que lo que quieren es hacerse una foto conmigo. Horas después, sigo preguntándome por qué. Por cierto, nos hemos hecho la foto. No sé qué les contarán a sus amigos cuando vuelvan a casa y la enseñen. Pero si han venido de tan lejos y les hacía ilusión, ¿quién soy yo para quitársela?

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“Joaquín, Susana, desde Venezuela les deseamos una feliz entrada en el matrimonio y que tengan mucha suerte”. Unos escalones más arriba, dos chicos – de los que sólo sé que son venezolanos – graban este mensaje ante una cámara de vídeo. En principio pienso que están grabando una de esas breves presentaciones que últimamente muchos grupos preparan para proyectar en la boda de unos amigos. Pero, nada más terminar la grabación, los protagonistas se despiden de los dueños de la cámara, una pareja española, y cada uno sigue su camino.

Así que mi conclusión es que los españoles son una pareja de recién casados, de luna de miel en París, que van pidiéndole a cualquiera que se encuentran por la ciudad que les diga algo bonito como recuerdo de su primer viaje como marido y mujer. Lo que me lleva a otra conclusión: la gente está cada vez peor. A diferencia de los anteriores, esta pareja no ha requerido de mi colaboración. Supongo que, como no me han escuchado hablar, no se han planteado que puedo entenderlos. Pero no me quedo con las ganas: desde aquí les mando mis mejores deseos.

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Los últimos protagonistas de mi tarde en Montmartre son otra pareja. Los encuentro en la puerta de un supermercado. Él viste chaqueta, corbata y chistera, ella traje blanco de novia. Se refugian de la lluvia. Tan elegantes, pero sin paraguas. Apuesto lo que sea a que se han disfrazado de esa guisa para recordar su boda con unas fotos ante el Sacré Cœur. Y no es que yo tenga mucha imaginación. En mi último viaje a París, ya me topé con una pareja, aquella vez de japoneses, vestidos de boda y con fotógrafo profesional incluido.

Así que esta nueva experiencia no hace más que reforzar la conclusión extraída tras la historia anterior. El que antaño fuera un barrio bohemio ha sido invadido por colgados de todo el mundo.

lunes, 16 de abril de 2012

Tintín en París (VI) - Extraños homenajes

El cielo está gris, hace un poco de viento y a mi alrededor sólo se escucha el graznido de los cuervos. El ambiente no puede ser mejor para pasear por un cementerio. En este caso, es el de Montparnasse. No pensaba visitarlo, ya que lo conozco de otras veces. Pero he pasado por su puerta y no he podido resistirme a entrar una vez más.

Sin nadie a mi alrededor, camino por sus avenidas a un paso más lento de lo habitual en mí. Mientras miro los mausoleos a un lado y a otro, voy pensando en las cosas de la vida. Irónico, entre tanto muerto. Hasta que, al doblar una esquina y tomar una nueva calle, una tumba llama especialmente mi atención.

Me acerco y compruebo que es la del cantante y actor Serge Gainsbourg, enterrado con sus padres. En principio, podía ser como cualquier otra en aquel barrio, pero destaca por la cantidad de ofrendas que los admiradores del artista han dejado sobre su lápida.

En un primer momento, me sorprende que tanta gente siga acordándose de él más de 20 años después de su muerte. Pero, en realidad, eso es lo menos relevante del asunto.

Ante una gran foto enmarcada de Gainsbourg, sus devotos han depositado todo tipo de cartas de despedida. Están sujetas con piedras para evitar que el viento se las lleve. Incluso hay algunas en español, de unos salvadoreños.

Junto a las cartas, otros han depositado unos billetes de metro. Obviamente inútiles, porque aquella familia no se va a mover de allí. Tampoco es que vayan a leer las cartas, pero al menos éstas dicen algo al resto de visitantes.

Pero la cosa va en aumento y aún quedan dos peldaños más en la escala de ofrendas absurdas. El siguiente puesto lo ocupan dos coles. Sí, sí. Ni siquiera me atrevo a comentar nada más sobre el particular. Y qué decir sobre el número uno de la lista: un muñeco de Doraimon.

Ya he tenido suficiente. Me vuelvo al mundo de los vivos.

domingo, 15 de abril de 2012

Tintín en París (V) - Una silla en el parque

A diferencia de otras grandes ciudades – pienso, por ejemplo, en Londres o Nueva York – París no tiene un gran parque, sino que está salpicada de jardines de un tamaño variable. No soy capaz de decidir cuál de las dos opciones me gusta más.

Una de las ventajas de la fórmula parisina es que prácticamente en cualquier recorrido que elijas para conocer la ciudad encuentras uno de estos rincones para hacer un pequeño descanso, comer o simplemente disfrutar del lugar. Se adaptan a todo.

De hecho, desde mis anteriores visitas a París, hay un detalle que para otros será una soberana tontería, pero que a mí me maravilla. Además de los bancos, en muchos de ellos hay sillas para que los paseantes se puedan sentar donde quieran. Parece una tontería, pero a mí me encanta.

Hace un rato, precisamente, disfrutaba de uno de esos instantes de paz en el jardín del Palais Royal. Con los pies apoyados sobre el borde de la fuente central, la mirada fija en el choro de agua y la mente en otro lugar. Frente a la rigidez del banco, la silla te permite elegir dónde sentarte, hacia dónde miras, si al sol o a la sombra… Cada cual que construya su momento.

En estos días han sido muchos los ratos que he pasado así, y que seguiré pasando, en otros tantos lugares: las Tullerías, el Jardín de las Plantas, los Jardines de Luxemburgo… Todos son parecidos: con mucha vegetación y una gravilla polvorienta que te deja los zapatos hechos un asco. Pero cada uno tiene un detalle especial que lo hace único.

Si pusieran sillas junto al estanque de los patos del parque María Luisa… quizá perdería allí más tiempo de la cuenta. O lo ganaría, según se mire. Mientras el cuerpo se relaja, la mente empieza a funcionar. Y da lo mejor de sí.

Tintín en París (IV) - Medianoche en París

No han dado las doce, pero ya es noche cerrada. Como el personaje de la película, vago por una calle solitaria. Sueño con que un coche de otra época pare junto a mí y me lleve a conocer la noche parisina… No sé, por ejemplo de mayo de 68, para poner un poco de originalidad en la historia. Pero los pocos coches que pasan van demasiado rápidos como para detenerse a recogerme. Tampoco creo que ninguno sea de antes de 1990. La fantasía se cae poco a poco.

Paso junto a la sede de la UNESCO, a oscuras salvo por una gran esfera iluminada que decora la entrada. En una de las esquinas del edificio, tres o cuatro hombres de mediana edad están tirados en el suelo junto a una tienda de campaña, en la que parecen refugiarse por las noches desde hace un tiempo. Ni siquiera se inmutan a mi paso. Poco glamour hasta el momento.

Sigo mi camino y bordeo la Academia Militar. Entre los árboles aparece una columna de luz, con un gran foco que da vueltas sobre sí mismo todo lo alto. Ahí está, ahí está viendo pasar el tiempo.

Igual que por las mañanas, de noche la torre Eiffel sigue siendo el principal imán de turistas de la ciudad. No llegan a ser manadas pero, considerando el aspecto desolado de las calles de alrededor, es una multitud destacable. Algunos se sientan en la hierba, otros sacan fotos o pasean.

Después de un rato disfrutando del entorno, vuelvo al hotel por los desiertos bulevares. No he encontrado a nadie interesante, pero ha sido un paseo agradable. La noche en París ha resultado ser tanto o más mágica que el día. Contemplar una ciudad, con tanta vida en otras horas, parada casi por completo tiene su atractivo. Invita a soñar, en todo lo que allí ha pasado, en lo que podría pasar. Y qué mejor que darle ideas a la mente antes de irse a dormir. Buenas noches.

sábado, 14 de abril de 2012

Tintín en París (III) - Contrastes

No pretendo en estos textos hacer una guía turística de París. Ya hay muchas en las librerías. Los escenarios son casi siempre pretextos para contar otra historia o meras circunstancias de una anécdota. Sin embargo, hay al menos un lugar que merece una mención especial. Se trata del Centro Pompidou y sus alrededores. Ya me maravilló en mi primera visita a la ciudad, hace más de 20 años, y hoy lo sigue haciendo como aquel día.

Sentado en la fuente de la plaza Stranvinsky, mientras devoro un crep de nutella y plátano, pienso en el impacto visual sobre la zona, los observadores internacionales y tonterías por el estilo. Y me río. Si por algo me gusta este lugar es precisamente por el contrapunto que supone frente a todo lo que lo rodea. Y supongo que los cientos de personas que pasean a mi alrededor en este mismo instante, han venido por algo parecido.

Porque este mamotreto de colores y tuberías por fuera de los muros atrae a gente distinta, o a la misma gente que, en este entorno, se comporta de otro modo. A la plaza que preside el edificio nunca le falta un artista representando su espectáculo y un corrillo de curiosos mirándolo. Y la fuente situada en uno de sus laterales arranca una sonrisa, cuando no una foto, a todo el que pasa por su lado.

A no más de 500 metros quedan lugares representativos de la ciudad como la Tour Saint Jacques, el Ayuntamiento o, un poco más lejos, la catedral de Notre Dame o el Louvre. Y en lugar de romper la armonía del entorno o atentar contra la identidad de la ciudad, este rincón – uno de mis favoritos de todo París – se convierte en el lugar ideal para sentarse a comer algo, hacer un descanso en el duro día del turista o, simplemente, dejar pasar el tiempo mirando un sombrero que da vueltas, una sirena recostada o el agua que sale entre unos labios de color rojo intenso.

viernes, 13 de abril de 2012

Tintín en París (II) - Hacer una foto

No creo que haya foto más repetida en París que posar junto a la torre Eiffel. De hecho, si existiera un carné de turista, la prueba para el nivel más bajo debería ser precisamente tomar esa imagen. Y dado que la mayoría de las cámaras tienen ya modo automático, la única dificultad reside en elegir un buen encuadre. Pues bien, si yo fuera examinador, hoy no habría dado ni un solo carné de turista.

Hasta en tres ocasiones he pedido a otros tantos compañeros viajeros que paseaban por el Campo de Marte que me hicieran una foto. Un absoluto despropósito. Dos de ellos incluso han disparado un par de veces para que tuviera donde elegir. Todo en vano.

Para demostrar que no soy rencoroso, y aun habiendo visto el estropicio que habían cometido con mi cámara, he devuelto el favor a una de las parejas que he parado. Sólo les he hecho una foto, pero creo que ha sido bastante buena. De hecho, cuando les he devuelto la máquina y han mirado el resultado en la pantalla, parecían bastante sorprendidos y contentos. A ver si cogen ideas para otra vez que les pidan una foto.

Como muestra de lo que digo, os dejo la primera de las fotos de la Torre Eiffel. Le he escogido por ser la más original de todas: ni siquiera se ve la torre entera. La tapo yo.

No contento con mi experiencia matutina, por la tarde he llegado a la plaza de la Concordia y he vuelto a probar suerte junto al obelisco. Esta vez me he ido a por una pareja de asiáticos, que tienen fama en esto. Nuevo fracaso. Eso sí, he aprendido la lección.

jueves, 12 de abril de 2012

Tintín en París (I) - Mi barrio

“Su habitación no estará lista hasta la una”. Ha sido la excusa perfecta para dedicarme a explorar el que va a ser mi barrio durante estos días. No lo tenía planeado así, pero eso me gusta.

Sin saberlo, he ido a parar a una de esas zonas donde la majestuosidad de París – sus grandes bulevares, sus edificios señoriales – se mezclan con la gente corriente. Parece un barrio tranquilo: con sus supermercados, una tienda de chinos, varias librerías, una farmacia, un bistró en la esquina.

Al doblar una esquina, me encuentro un mercado instalado en la parte central del bulevar. Los pocos turistas que pululan por aquí se mezclan con los habitantes del distrito 15, que hacen sus compras como todo hijo de vecino. Una anciana lleva entre sus brazos una docena de huevos liada en un cartucho de papel. Otra señora, que ronda los cincuenta, consulta con un amigo qué le apetece para el almuerzo de mañana.

Pero en París todo tiene un toque especial y un mercado, por muy callejero que sea, no podía ser menos. Unas bandejas cubiertas de hielo ofrecen un buen surtido de pescado. Un poco más allá, otro puesto vende aceitunas, que tienen buena pinta y huelen aún mejor. Y también hay baterías de cocina, marisco, juegos de cuchillos, ropa, productos de cuero, fruta, verdura, dulces… Y para el que no tenga ganas de cocinar, una amplia variedad de platos preparados. Un solo pero: ni rastro de jamón o de chorizo.

Termino este primer paseo presentándole mis respetos a Napoleón, que descansa para siempre al final de la calle. Esta primera toma de contacto con la ciudad me ha abierto el apetito, en todos los sentidos. Mi habitación debe estar lista ya: ordeno mis cosas y voy a por más.