lunes, 31 de agosto de 2015

Tintin en los Balcanes (VI) - Tintin y 007

La película Casino Royal tiene una escena en la que James Bond viaja por Montenegro en un tren. La primera imagen es de un convoy último modelo, al estilo de los modernos trenes de alta velocidad, que atraviesa el accidentado relieve balcánico en plena noche. A continuación, se ve el interior de un confortable vagón, con amplios asientos de piel, en el que 007 encuentra a la chica Bond de turno.

Como podréis imaginar, mi experiencia no ha tenido nada que ver con esto. Montenegro solo dispone de una línea ferroviaria, la que une Bar –principal puerto de mercancías del país– con la capital, Podgorica, y con Serbia. Seguro que vivió tiempos mejores, pero en pleno siglo XXI parece obsoleta y descuidada. Sin embargo, en este caso, para mí es el medio perfecto para llegar a mi primer destino: Belgrado.


Subo al tren unos minutos después de las siete de la tarde, coincidiendo con la vuelta al interior del país de cientos de jóvenes y familias que han decidido pasar el día en las playas del Adriático. Acaban de suspender un tren local que debería haberlos llevado de vuelta a sus pueblos, así que todos ellos se unen al ya de por sí considerable pasaje que cada día viaja desde Montenegro a la vecina Serbia.

Entre mochileros, playeros y demás gente de bien, consigo abrirme paso por el estrecho pasillo hasta mi asiento. Está en un compartimento con seis butacas de color burdeos –viejas, pero razonablemente cómodas– y, por supuesto, cuando llego ya está ocupado. Así que le indico a la pasajera usurpadora que ese es mi sitio. Naturalmente, no entiende una palabra de lo que le digo. Es hora de poner en marcha mis mejores habilidades comunicativas: con una mano agito el billete ante ella y con el dedo índice de la otra señalo el papel. Por fin lo comprende, se levanta y se apretuja en el asiento de enfrente con otra chica que, deduzco, debe ser su hermana.

La alineación la completan un chico de unos 13 años, el tercer hermano de la familia; un hombre de alrededor de 50, el único de todos que sabe algo de inglés; y una señora mayor que viaja junto a su hijo enfermo, al que constantemente toca la frente para comprobar cómo va la fiebre. Pero eso no es todo: tenemos equipo suplente. En la puerta del compartimento viajan otros tres jóvenes que permanecen en pie frente a la ventana, fumando y bebiendo cerveza, y que aprovechan cada vez que alguno de nosotros se levanta para sentarse un rato. Al final, se establece un pacto tácito por el que los varones del compartimento, a excepción del enfermo, vamos rotando.

Durante la primera hora de viaje puedo ver por la ventanilla como la luz rosácea del atardecer cubre las montañas montenegrinas y el lago Skadar, que hace frontera con Albania y que atravesamos sobre un antiguo puente metálico. A mí alrededor escucho risas y una interminable conversación en un idioma que ya me resulta familiar pero aún bastante incomprensible. De fondo, un sonoro y cadencioso traqueteo me acompaña durante todo el viaje.

Mi única posibilidad de comunicación se baja en Podgorica. Poco después, el enfermo sufre un fuerte ataque de tos y su madre le pone una bolsa de plástico en la boca que llega justo a tiempo antes de que comience a vomitar. Se bajan en la siguiente estación. Al menos, ya tenemos un asiento para cada uno, pero esto sigue sin parecerse en nada al viaje de 007 por los Balcanes.


La chica Bond, que en este caso sería la mayor de las hermanas, podría ser el único nexo de unión, forzando un poco la historia. No está mal, aunque debo de sacarle al menos diez años. Después de no sé cuántas horas, se anima y me dice “Hi!”, con lo que interpreto que tiene ganas de hablar. Pero no es que sepa inglés, así que mantenemos una conversación extraña e insustancial. Lo más interesante que me cuenta –no me preguntéis cómo lo entiendo, pero lo hago– es que lo único que sabe decir en español es “te amo”. ¿Casualidad o quería decirme algo? James no se lo hubiera pensado dos veces. Pero yo, que soy más prudente, intuyo que, antes de intentar nada, quizá debería pedirle el carné de identidad para evitar posibles problemas con la justicia. 

jueves, 13 de agosto de 2015

Tintín en Baviera (III) - Un concierto en el parque

Núremberg se hizo un nombre en la historia del siglo XX por haber acogido los procesos judiciales para exigir responsabilidades por todos los crímenes que se imputaban a la Alemania nazi después de la Segunda Guerra Mundial. Pero ya antes de eso, Hitler y los suyos habían elegido la ciudad como su centro de operaciones propagandístico. De Núremberg son, por ejemplo, las primeras imágenes cinematográficas que se filmaron sobre las concentraciones nazis. También allí crearon un gran centro de documentación para archivar toda el material relativo a sus actividades.

A unos pocos metros de ese centro, en las afueras de la ciudad, se extiende el parque LuitpoldUn cohain, un recinto concebido para una gran exposición industrial a principios del siglo XX y que, gracias a sus grandes dimensiones, desde finales de los años 20 se convirtió en escenario de multitudinarios encuentros en los que Hitler comenzaba a fraguar su ascenso al poder. Casi un siglo después de aquellos actos, mi visita coincide con otro evento masivo en el mismo lugar, aunque esta vez de naturaleza mucho más agradable.

Cada año, a finales de julio, se celebra el Klassik Open Air. La orquesta (sinfónica o filarmónica, no recuerdo bien) de Núremberg ofrece un concierto gratuito y al aire libre a todos sus vecinos y a cuantos curiosos quieran acercarse. Y son muchos los que lo hacen. Muchísimos más de los que yo hubiera imaginado para un concierto de música clásica. Sin querer dudar del nivel cultural y los gustos musicales de los alemanes, apunto también que quizá la principal razón de esta gran afluencia se encuentra en el carácter gastronómico-festivo del evento.

Una hora antes del concierto tomo el tranvía para llegar al lugar. Subo en la primera parada de la línea, pero rápidamente se llena de lugareños cargados de mesas, sillas y toda clase de viandas que se dirigen al mismo lugar que yo. Así que, ya en el camino, me voy haciendo una idea de lo que voy a encontrar allí. Pero no, mis expectativas se ven ampliamente desbordadas cuando llego al lugar de los hechos.

El escenario está instalado en uno de los fondos de una amplia pradera, delimitada por árboles en algunas zonas y por un camino asfaltado en forma de anillo que la rodea. Miles de familias, que aparentemente llevan allí desde por la mañana para coger un buen sitio, ocupan el lugar con mesas, mantas, neveras y todo lo necesario para pasar un domingo de picnic. Pero la escena es la misma en la ladera de la pequeña colina que se levanta en el fondo opuesto al escenario y al otro lado del camino que rodea la parte central, desde donde los árboles y la distancia impiden ver el escenario.


También fuera del anillo central hay una zona donde la organización ha dispuesto mesas alargadas, al estilo de las de cualquier cervecería, y un sinfín de puestos en los que se pueden comprar bretzels, salchichas, frutos secos, gominolas y, por supuesto, cerveza. Curiosamente, la cola más larga de la zona no conduce al mostrador de ninguno de estas casetas, sino a una fila de urinarios portátiles dispuestos junto a una de las puertas del recinto. A pesar de encontrarse en un amplio parque en el que cualquier español hubiera encontrado un árbol que regar, los alemanes aguardan pacientes para vaciar sus vejigas.

El comienzo del concierto me sorprende sentado a una de estas largas mesas y cerveza en mano. A mi lado, tres señoras charlan y disfrutan de una copita mientras la música suena de fondo. Y parece que todo el mundo a mi alrededor hace lo mismo. Solo una pareja permanece atenta a la orquesta y mira al frente con la mirada perdida en algún lugar del horizonte.

Aprovecho los caminos abiertos entre la multitud para colarme en la pradera central. Conforme cae la noche los asistentes empiezan a sacar bengalas y la oscura pradera se llena de los destellos y chisporroteos de los inofensivos artefactos pirotécnicos. En algún rincón del recinto encuentro carteles informativos que recuerdan los usos que anteriormente tuvo el lugar. Pero no parece que a muchas de las 20.000 personas que según los organizadores se concentran allí esta noche les importe mucho. Donde antes se daban discursos políticos cargados de odio, hoy reina la música. Quizá todavía haya esperanza para la humanidad. 

miércoles, 12 de agosto de 2015

Tintín en Baviera (II) - De los Balcanes a Alemania

Ya son varias las visitas que he hecho a distintas partes de Alemania en los últimos años. Y siempre, en algún momento de mi viaje, me pongo a pensar en lo palpables que son aún las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial en el país. Sin embargo, unos meses viviendo en los Balcanes, que sufrieron un conflicto mucho más recientemente, me han ayudado a ver las cosas con otra perspectiva y a añadir más matices a mis primeras reflexiones.

La zona de Montenegro en la que vivo no fue de las más afectadas por la guerra. No es habitual encontrar edificios dañados o infraestructuras destruidas. Los rastros del conflicto quedan solamente en las mentes de los habitantes de la zona. Y, por lo general, los guardan muy adentro, así que no son evidentes a primera vista. La cosa cambia si se viaja a otras zonas, donde aún quedan marcas de balas en las fachadas o áreas minadas junto a las carreteras.

En Alemania ha pasado medio siglo más y todo es distinto. De hecho, lo más destacado es la notable presencia en el centro de las ciudades de edificaciones modernas, que vinieron a ocupar el hueco de las destruidas. En el mismo sentido que ya he hablado en viajes anteriores de Berlín y Dresde, esta vez me ha llamado especialmente la atención el caso de Núremberg, si bien en Múnich sucede algo parecido.


Aún quedan iglesias, palacios y restos de murallas con varios siglos de antigüedad, gracias al especial empeño de las autoridades y de la sociedad en general en su mantenimiento y restauración, en los casos en que esta ha sido necesaria. Pero a su alrededor se levantan calles y plazas donde predominan construcciones que, aunque intentan respetar la estética de la zona, no pueden ocultar su juventud (en la foto, la Weißen Turm o Torre Blanca de Núremberg en medio de una calle completamente remodelada). Intento hurgar en mi memoria para encontrar otro caso similar, pero solo me vienen a la cabeza paseos por el casco histórico de otras ciudades europeas –París, Londres, Roma, Viena, Praga…– en las que esto no sucede o, en todo caso, lo hace de manera aislada y anecdótica.

El tiempo transcurrido marca, indudablemente, la principal diferencia entre los dos casos expuestos. Mientras los balcánicos tienen aún reciente y presente su historia, los alemanes han optado por pasar página de manera elegante, limpiándose la cara y dejando el pasado para los libros y los paneles informativos que, eso sí, no faltan en cualquier lugar de interés.

martes, 11 de agosto de 2015

Tintín en Baviera (I) - Cerveza


La geografía internacional y el turismo están llenos de tópicos que asocian conductas, costumbres y comportamientos a determinados pueblos. Sin embargo, en algunas ocasiones dichos tópicos son ciertos o, visto de otro modo, no lo son tanto. Y este es el caso de los alemanes con la cerveza.

Empiezo por aquí el relato de mi viaje a Baviera porque precisamente un biergarten es una de mis primeras paradas en Múnich. Después de haber volado a mediodía –con lo cual mi único almuerzo han sido unas patatas fritas y una coca cola que me han dado en el avión– y de un buen paseo por la capital bávara para hacer tiempo hasta la cena, mis pasos me llevan hasta la Augustiner Keller, una zona verde –con un tamaño del que ya querrían un parque muchas ciudades medianas– dedicada a partes iguales a calmar la sed y saciar el apetito.


El recinto está lleno de mesas, cada una de las cuales puede reunir a su alrededor a una decena de personas. En uno de los laterales, varios puestos ofrecen los típicos bretzels –lazos de masa de pan cubiertos por gruesos granos de sal– y todo tipo de salchichas y trozos de carne asada, acompañados con ensaladas de patata o col. La última parada antes de dirigirse a la mesa es la barra dedicada a las cervezas, donde la más pequeña es de tercio y las jarras de litro son las más habituales.

Ha sido un soleado y caluroso día de verano, así que el lugar está atestado y resulta difícil encontrar un hueco donde sentarse. No es fácil calcular cuántas personas comen y beben en ese momento a mi alrededor. En una estimación arriesgada, mi hipótesis es que unas dos mil. Más tarde leo que el lugar tiene cabida hasta para cinco mil parroquianos. La escena que se desarrolla a mi alrededor se parece bastante a la imagen mental que tenía de la October Fest, aunque ahora imagino que esta es muchísimo más grande. También guarda cierta similitud con cualquier feria española, solo que aquí todo es mucho más ordenado. De hecho, el orden es otro de esos tópicos asociados a los alemanes que, después de varios viajes por tierras germanas, soy incapaz de desmentir.


Pero la cultura cervecera bávara es mucho más que estas escenas costumbristas o las que se vivirán en cualquier fría noche de invierno en las grandes salas forradas de madera y repletas de largas mesas y bancas de cualquier cervecería. También hay una amplia variedad de sabores que vale la pena paladear. En este sentido, la mayor sorpresa se ha hecho esperar hasta el último día de mi viaje. En la ciudad de Bamberg, la más típica es la cerveza ahumada. Ignoro los detalles del proceso de elaboración, pero el resultado es una bebida de color más oscuro que el habitual, tirando a tonos rojizos, y cuyo sabor recuerda bastante al que adquieren otros productos ahumados como embutidos y pescados. La jarra era solo de medio litro, pero el sabor era tan peculiar que invitaba a degustarla a sorbos lentos en lugar de a largos tragos, así que al final una fue suficiente para acompañar la suculenta ración de pierna de cerdo que me pusieron por delante.