La geografía internacional y el turismo están llenos de tópicos que asocian conductas, costumbres y comportamientos a determinados pueblos. Sin embargo, en algunas ocasiones dichos tópicos son ciertos o, visto de otro modo, no lo son tanto. Y este es el caso de los alemanes con la cerveza.
Empiezo por aquí
el relato de mi viaje a Baviera porque precisamente un biergarten es una de mis
primeras paradas en Múnich. Después de haber volado a mediodía –con lo cual mi
único almuerzo han sido unas patatas fritas y una coca cola que me han dado en
el avión– y de un buen paseo por la capital bávara para hacer tiempo hasta la
cena, mis pasos me llevan hasta la Augustiner Keller, una zona verde –con un
tamaño del que ya querrían un parque muchas ciudades medianas– dedicada a
partes iguales a calmar la sed y saciar el apetito.
El recinto está
lleno de mesas, cada una de las cuales puede reunir a su alrededor a una decena
de personas. En uno de los laterales, varios puestos ofrecen los típicos
bretzels –lazos de masa de pan cubiertos por gruesos granos de sal– y todo tipo
de salchichas y trozos de carne asada, acompañados con ensaladas de patata o
col. La última parada antes de dirigirse a la mesa es la barra dedicada a las
cervezas, donde la más pequeña es de tercio y las jarras de litro son las más
habituales.
Ha sido un
soleado y caluroso día de verano, así que el lugar está atestado y resulta
difícil encontrar un hueco donde sentarse. No es fácil calcular cuántas
personas comen y beben en ese momento a mi alrededor. En una estimación
arriesgada, mi hipótesis es que unas dos mil. Más tarde leo que el lugar tiene
cabida hasta para cinco mil parroquianos. La escena que se desarrolla a mi
alrededor se parece bastante a la imagen mental que tenía de la October Fest,
aunque ahora imagino que esta es muchísimo más grande. También guarda cierta
similitud con cualquier feria española, solo que aquí todo es mucho más
ordenado. De hecho, el orden es otro de esos tópicos asociados a los alemanes
que, después de varios viajes por tierras germanas, soy incapaz de desmentir.
Pero la cultura
cervecera bávara es mucho más que estas escenas costumbristas o las que se
vivirán en cualquier fría noche de invierno en las grandes salas forradas de
madera y repletas de largas mesas y bancas de cualquier cervecería. También hay
una amplia variedad de sabores que vale la pena paladear. En este sentido, la
mayor sorpresa se ha hecho esperar hasta el último día de mi viaje. En la
ciudad de Bamberg, la más típica es la cerveza ahumada. Ignoro los detalles del
proceso de elaboración, pero el resultado es una bebida de color más oscuro que
el habitual, tirando a tonos rojizos, y cuyo sabor recuerda bastante al que
adquieren otros productos ahumados como embutidos y pescados. La jarra era solo
de medio litro, pero el sabor era tan peculiar que invitaba a degustarla a
sorbos lentos en lugar de a largos tragos, así que al final una fue suficiente
para acompañar la suculenta ración de pierna de cerdo que me pusieron por
delante.
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