martes, 22 de diciembre de 2015

Tintín en Italia (II) - Noviembre

Hace frío, las hojas amarillentas inundan los suelos de calles y jardines, las horas de luz son más escasas que de costumbre y el sol y la lluvia alternan protagonismo durante la semana. Son las cosas de viajar en noviembre. Y no son ni buenas ni malas, solo hacen de la experiencia algo diferente.

Cuando cualquiera piensa en Roma le viene a la cabeza una ciudad llena de luz y de color, rebosante de vida. Lo último no deja de ser verdad. Lo primero cambia, pero a veces la belleza no entiende de colores. El Tíber baja entre verdoso y marrón, los muros de piedra que flanquean el cauce encajan con el frío y el cielo gris que cubre el paisaje y solo las hojas de los árboles a ambas orillas ponen un poco de color a la escena.

Por otro lado, la ciudad está más tranquila. Se puede pasear tranquilamente sin tener que esquivar a los cientos de manadas que en otra temporada recorren la ciudad siguiendo la banderita o el paraguas de un guía. Encuentras mesa sin problema en cualquier restaurante. No es difícil llegar al borde de la Fontana di Trevi para sentarse o tirar una moneda que garantice el volver a la ciudad. Incluso la cafetería de San Eustaquio, cuya fama hace que habitualmente cientos de personas hagan cola en la puerta, apenas tiene una decena de clientes esperando para entrar. El único lugar donde nada parece cambiar es en la Basílica de San Pedro, donde a juzgar por la longitud de la fila de turistas y fieles calculo que se tardaría alrededor de hora y media en entrar.


Y lo mismo sucede en mi breve recorrido por la Toscana. Los pueblecitos están prácticamente desiertos. Lo lugareños se refugian en sus casas o, en todo caso, en los bares y cafeterías. La mañana se levanta nublada y la niebla se queda encajonada en los valles, lo cual tiene su encanto, a pesar de que apaga los colores. Pero el día cambia de rumbo y acaba regalándome una cálida tarde otoñal que culmina con un atardecer luminoso desde lo alto de un pueblo solitario pero con las mejores vistas al valle de Nevole.


lunes, 21 de diciembre de 2015

Tintín en Italia (I) - Un café en la esquina



Siempre he sido partidario de desayunar en casa, recién levantado, para tomar fuerzas desde el primer momento de cara al resto del día. Pero cuando no se puede, no se puede. Además, para mi sorpresa, el desayuno es una comida bastante barata en Roma. En comparación con los precios de almuerzos y cenas, llama la atención que el primer bocado del día es incluso más barato que en España.

Es sábado por la mañana y todos duermen aún en casa después de haber disfrutado la noche del viernes en algún tugurio de los alrededores. Yo, que soy de sueño intenso pero corto, no aguanto más en la cama. Así que me levanto sigilosamente y bajo al bar de la esquina.


Es un bar cualquiera de un barrio cualquiera. Lo regenta y atiende una familia de asiáticos. Digo yo que son una familia, aunque a lo mejor son solo amigos. Hoy está más lleno de lo habitual, así que me tengo que quedar de pie en la barra. Pero el servicio es rápido, así que en un minuto tengo delante de mí un cappuccino, un cruasán y un vaso de agua. No soy un gran cafetero, pero en este viaje he bebido dos o tres al día. Será verdad que en Italia el café está más bueno.

A mi alrededor, todo tipo de personas comienzan su fin de semana disfrutando del placer de que te preparen el desayuno. En las mesas veo a parejas jóvenes, señoras mayores, familias con niños… Pero finalmente mi atención se queda fija en un par de hombres que deben rondar los setenta años y que se acodan en la barra junto a mí. Mientras la mayoría de la concurrencia disfruta de un café en sus diversas modalidades, los caballeros optan por un campari. Supongo que es el equivalente romano de los que acostumbran a entrar en calor con un chispazo de anís por la mañana. Eso sí, esto parece más refinado.

Junto a la entrada hay una mesita con periódicos del día. Agarro un ejemplar de La Repubblica y ojeo las primeras páginas. Me entero que Joe Biden, el vicepresidente americano, está en la ciudad. Quizá eso explique la cantidad de coches de policía que vi el día anterior. Pero todo eso sucede muy lejos de allí: en la misma ciudad, pero en otro mundo. A mi lado, los dos caballeros discuten quien invita a quién; al otro lado de la barra, los camareros tratan de sortear a un pequeño niño asiático que corretea despreocupado de acá para allá; y yo, mientras sostengo la taza de café en una mano y paso la página del diario con la otra, me he olvidado de mi Tablet y mi cola-cao. Me estaré haciendo mayor. Lo próximo será sentarse con los viejecillos que disfrutan desde los bancos de la plaza del sol otoñal que trae un poco de calor después de esta semana tan fría.

lunes, 31 de agosto de 2015

Tintin en los Balcanes (VI) - Tintin y 007

La película Casino Royal tiene una escena en la que James Bond viaja por Montenegro en un tren. La primera imagen es de un convoy último modelo, al estilo de los modernos trenes de alta velocidad, que atraviesa el accidentado relieve balcánico en plena noche. A continuación, se ve el interior de un confortable vagón, con amplios asientos de piel, en el que 007 encuentra a la chica Bond de turno.

Como podréis imaginar, mi experiencia no ha tenido nada que ver con esto. Montenegro solo dispone de una línea ferroviaria, la que une Bar –principal puerto de mercancías del país– con la capital, Podgorica, y con Serbia. Seguro que vivió tiempos mejores, pero en pleno siglo XXI parece obsoleta y descuidada. Sin embargo, en este caso, para mí es el medio perfecto para llegar a mi primer destino: Belgrado.


Subo al tren unos minutos después de las siete de la tarde, coincidiendo con la vuelta al interior del país de cientos de jóvenes y familias que han decidido pasar el día en las playas del Adriático. Acaban de suspender un tren local que debería haberlos llevado de vuelta a sus pueblos, así que todos ellos se unen al ya de por sí considerable pasaje que cada día viaja desde Montenegro a la vecina Serbia.

Entre mochileros, playeros y demás gente de bien, consigo abrirme paso por el estrecho pasillo hasta mi asiento. Está en un compartimento con seis butacas de color burdeos –viejas, pero razonablemente cómodas– y, por supuesto, cuando llego ya está ocupado. Así que le indico a la pasajera usurpadora que ese es mi sitio. Naturalmente, no entiende una palabra de lo que le digo. Es hora de poner en marcha mis mejores habilidades comunicativas: con una mano agito el billete ante ella y con el dedo índice de la otra señalo el papel. Por fin lo comprende, se levanta y se apretuja en el asiento de enfrente con otra chica que, deduzco, debe ser su hermana.

La alineación la completan un chico de unos 13 años, el tercer hermano de la familia; un hombre de alrededor de 50, el único de todos que sabe algo de inglés; y una señora mayor que viaja junto a su hijo enfermo, al que constantemente toca la frente para comprobar cómo va la fiebre. Pero eso no es todo: tenemos equipo suplente. En la puerta del compartimento viajan otros tres jóvenes que permanecen en pie frente a la ventana, fumando y bebiendo cerveza, y que aprovechan cada vez que alguno de nosotros se levanta para sentarse un rato. Al final, se establece un pacto tácito por el que los varones del compartimento, a excepción del enfermo, vamos rotando.

Durante la primera hora de viaje puedo ver por la ventanilla como la luz rosácea del atardecer cubre las montañas montenegrinas y el lago Skadar, que hace frontera con Albania y que atravesamos sobre un antiguo puente metálico. A mí alrededor escucho risas y una interminable conversación en un idioma que ya me resulta familiar pero aún bastante incomprensible. De fondo, un sonoro y cadencioso traqueteo me acompaña durante todo el viaje.

Mi única posibilidad de comunicación se baja en Podgorica. Poco después, el enfermo sufre un fuerte ataque de tos y su madre le pone una bolsa de plástico en la boca que llega justo a tiempo antes de que comience a vomitar. Se bajan en la siguiente estación. Al menos, ya tenemos un asiento para cada uno, pero esto sigue sin parecerse en nada al viaje de 007 por los Balcanes.


La chica Bond, que en este caso sería la mayor de las hermanas, podría ser el único nexo de unión, forzando un poco la historia. No está mal, aunque debo de sacarle al menos diez años. Después de no sé cuántas horas, se anima y me dice “Hi!”, con lo que interpreto que tiene ganas de hablar. Pero no es que sepa inglés, así que mantenemos una conversación extraña e insustancial. Lo más interesante que me cuenta –no me preguntéis cómo lo entiendo, pero lo hago– es que lo único que sabe decir en español es “te amo”. ¿Casualidad o quería decirme algo? James no se lo hubiera pensado dos veces. Pero yo, que soy más prudente, intuyo que, antes de intentar nada, quizá debería pedirle el carné de identidad para evitar posibles problemas con la justicia. 

jueves, 13 de agosto de 2015

Tintín en Baviera (III) - Un concierto en el parque

Núremberg se hizo un nombre en la historia del siglo XX por haber acogido los procesos judiciales para exigir responsabilidades por todos los crímenes que se imputaban a la Alemania nazi después de la Segunda Guerra Mundial. Pero ya antes de eso, Hitler y los suyos habían elegido la ciudad como su centro de operaciones propagandístico. De Núremberg son, por ejemplo, las primeras imágenes cinematográficas que se filmaron sobre las concentraciones nazis. También allí crearon un gran centro de documentación para archivar toda el material relativo a sus actividades.

A unos pocos metros de ese centro, en las afueras de la ciudad, se extiende el parque LuitpoldUn cohain, un recinto concebido para una gran exposición industrial a principios del siglo XX y que, gracias a sus grandes dimensiones, desde finales de los años 20 se convirtió en escenario de multitudinarios encuentros en los que Hitler comenzaba a fraguar su ascenso al poder. Casi un siglo después de aquellos actos, mi visita coincide con otro evento masivo en el mismo lugar, aunque esta vez de naturaleza mucho más agradable.

Cada año, a finales de julio, se celebra el Klassik Open Air. La orquesta (sinfónica o filarmónica, no recuerdo bien) de Núremberg ofrece un concierto gratuito y al aire libre a todos sus vecinos y a cuantos curiosos quieran acercarse. Y son muchos los que lo hacen. Muchísimos más de los que yo hubiera imaginado para un concierto de música clásica. Sin querer dudar del nivel cultural y los gustos musicales de los alemanes, apunto también que quizá la principal razón de esta gran afluencia se encuentra en el carácter gastronómico-festivo del evento.

Una hora antes del concierto tomo el tranvía para llegar al lugar. Subo en la primera parada de la línea, pero rápidamente se llena de lugareños cargados de mesas, sillas y toda clase de viandas que se dirigen al mismo lugar que yo. Así que, ya en el camino, me voy haciendo una idea de lo que voy a encontrar allí. Pero no, mis expectativas se ven ampliamente desbordadas cuando llego al lugar de los hechos.

El escenario está instalado en uno de los fondos de una amplia pradera, delimitada por árboles en algunas zonas y por un camino asfaltado en forma de anillo que la rodea. Miles de familias, que aparentemente llevan allí desde por la mañana para coger un buen sitio, ocupan el lugar con mesas, mantas, neveras y todo lo necesario para pasar un domingo de picnic. Pero la escena es la misma en la ladera de la pequeña colina que se levanta en el fondo opuesto al escenario y al otro lado del camino que rodea la parte central, desde donde los árboles y la distancia impiden ver el escenario.


También fuera del anillo central hay una zona donde la organización ha dispuesto mesas alargadas, al estilo de las de cualquier cervecería, y un sinfín de puestos en los que se pueden comprar bretzels, salchichas, frutos secos, gominolas y, por supuesto, cerveza. Curiosamente, la cola más larga de la zona no conduce al mostrador de ninguno de estas casetas, sino a una fila de urinarios portátiles dispuestos junto a una de las puertas del recinto. A pesar de encontrarse en un amplio parque en el que cualquier español hubiera encontrado un árbol que regar, los alemanes aguardan pacientes para vaciar sus vejigas.

El comienzo del concierto me sorprende sentado a una de estas largas mesas y cerveza en mano. A mi lado, tres señoras charlan y disfrutan de una copita mientras la música suena de fondo. Y parece que todo el mundo a mi alrededor hace lo mismo. Solo una pareja permanece atenta a la orquesta y mira al frente con la mirada perdida en algún lugar del horizonte.

Aprovecho los caminos abiertos entre la multitud para colarme en la pradera central. Conforme cae la noche los asistentes empiezan a sacar bengalas y la oscura pradera se llena de los destellos y chisporroteos de los inofensivos artefactos pirotécnicos. En algún rincón del recinto encuentro carteles informativos que recuerdan los usos que anteriormente tuvo el lugar. Pero no parece que a muchas de las 20.000 personas que según los organizadores se concentran allí esta noche les importe mucho. Donde antes se daban discursos políticos cargados de odio, hoy reina la música. Quizá todavía haya esperanza para la humanidad. 

miércoles, 12 de agosto de 2015

Tintín en Baviera (II) - De los Balcanes a Alemania

Ya son varias las visitas que he hecho a distintas partes de Alemania en los últimos años. Y siempre, en algún momento de mi viaje, me pongo a pensar en lo palpables que son aún las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial en el país. Sin embargo, unos meses viviendo en los Balcanes, que sufrieron un conflicto mucho más recientemente, me han ayudado a ver las cosas con otra perspectiva y a añadir más matices a mis primeras reflexiones.

La zona de Montenegro en la que vivo no fue de las más afectadas por la guerra. No es habitual encontrar edificios dañados o infraestructuras destruidas. Los rastros del conflicto quedan solamente en las mentes de los habitantes de la zona. Y, por lo general, los guardan muy adentro, así que no son evidentes a primera vista. La cosa cambia si se viaja a otras zonas, donde aún quedan marcas de balas en las fachadas o áreas minadas junto a las carreteras.

En Alemania ha pasado medio siglo más y todo es distinto. De hecho, lo más destacado es la notable presencia en el centro de las ciudades de edificaciones modernas, que vinieron a ocupar el hueco de las destruidas. En el mismo sentido que ya he hablado en viajes anteriores de Berlín y Dresde, esta vez me ha llamado especialmente la atención el caso de Núremberg, si bien en Múnich sucede algo parecido.


Aún quedan iglesias, palacios y restos de murallas con varios siglos de antigüedad, gracias al especial empeño de las autoridades y de la sociedad en general en su mantenimiento y restauración, en los casos en que esta ha sido necesaria. Pero a su alrededor se levantan calles y plazas donde predominan construcciones que, aunque intentan respetar la estética de la zona, no pueden ocultar su juventud (en la foto, la Weißen Turm o Torre Blanca de Núremberg en medio de una calle completamente remodelada). Intento hurgar en mi memoria para encontrar otro caso similar, pero solo me vienen a la cabeza paseos por el casco histórico de otras ciudades europeas –París, Londres, Roma, Viena, Praga…– en las que esto no sucede o, en todo caso, lo hace de manera aislada y anecdótica.

El tiempo transcurrido marca, indudablemente, la principal diferencia entre los dos casos expuestos. Mientras los balcánicos tienen aún reciente y presente su historia, los alemanes han optado por pasar página de manera elegante, limpiándose la cara y dejando el pasado para los libros y los paneles informativos que, eso sí, no faltan en cualquier lugar de interés.

martes, 11 de agosto de 2015

Tintín en Baviera (I) - Cerveza


La geografía internacional y el turismo están llenos de tópicos que asocian conductas, costumbres y comportamientos a determinados pueblos. Sin embargo, en algunas ocasiones dichos tópicos son ciertos o, visto de otro modo, no lo son tanto. Y este es el caso de los alemanes con la cerveza.

Empiezo por aquí el relato de mi viaje a Baviera porque precisamente un biergarten es una de mis primeras paradas en Múnich. Después de haber volado a mediodía –con lo cual mi único almuerzo han sido unas patatas fritas y una coca cola que me han dado en el avión– y de un buen paseo por la capital bávara para hacer tiempo hasta la cena, mis pasos me llevan hasta la Augustiner Keller, una zona verde –con un tamaño del que ya querrían un parque muchas ciudades medianas– dedicada a partes iguales a calmar la sed y saciar el apetito.


El recinto está lleno de mesas, cada una de las cuales puede reunir a su alrededor a una decena de personas. En uno de los laterales, varios puestos ofrecen los típicos bretzels –lazos de masa de pan cubiertos por gruesos granos de sal– y todo tipo de salchichas y trozos de carne asada, acompañados con ensaladas de patata o col. La última parada antes de dirigirse a la mesa es la barra dedicada a las cervezas, donde la más pequeña es de tercio y las jarras de litro son las más habituales.

Ha sido un soleado y caluroso día de verano, así que el lugar está atestado y resulta difícil encontrar un hueco donde sentarse. No es fácil calcular cuántas personas comen y beben en ese momento a mi alrededor. En una estimación arriesgada, mi hipótesis es que unas dos mil. Más tarde leo que el lugar tiene cabida hasta para cinco mil parroquianos. La escena que se desarrolla a mi alrededor se parece bastante a la imagen mental que tenía de la October Fest, aunque ahora imagino que esta es muchísimo más grande. También guarda cierta similitud con cualquier feria española, solo que aquí todo es mucho más ordenado. De hecho, el orden es otro de esos tópicos asociados a los alemanes que, después de varios viajes por tierras germanas, soy incapaz de desmentir.


Pero la cultura cervecera bávara es mucho más que estas escenas costumbristas o las que se vivirán en cualquier fría noche de invierno en las grandes salas forradas de madera y repletas de largas mesas y bancas de cualquier cervecería. También hay una amplia variedad de sabores que vale la pena paladear. En este sentido, la mayor sorpresa se ha hecho esperar hasta el último día de mi viaje. En la ciudad de Bamberg, la más típica es la cerveza ahumada. Ignoro los detalles del proceso de elaboración, pero el resultado es una bebida de color más oscuro que el habitual, tirando a tonos rojizos, y cuyo sabor recuerda bastante al que adquieren otros productos ahumados como embutidos y pescados. La jarra era solo de medio litro, pero el sabor era tan peculiar que invitaba a degustarla a sorbos lentos en lugar de a largos tragos, así que al final una fue suficiente para acompañar la suculenta ración de pierna de cerdo que me pusieron por delante.

martes, 14 de julio de 2015

El cuento de la buena pipa

Siempre quise saber de dinero. Pero la realidad es que, tirando por lo alto, nunca he llevado más de 100 euros en la cartera. Así que todo esto de Grecia se me queda grande. Por eso, más que certezas tengo sensaciones. Por supuesto, no son buenas.

Sobre el desastre económico y el caos de una nación, algunos quisieron construir un faro de esperanza, ofrecer el ejemplo perfecto del poder de la ciudadanía. Eligieron a un primer ministro “bueno”, cercano al “pueblo”, la única opción para plantar cara al poder económico global que marca el ritmo de todo ser humano entre la Tierra de Fuego y Vladivostok, con dudosas excepciones como alguna isla caribeña, la mitad de una península asiática y un puñado de países de cuyos nombres no quiero acordarme.

Pero resultó que, frente a la primera decisión controvertida que se le presentó, el nuevo líder decidió dejar la patata caliente en manos de sus súbditos. Durante esos días, pensé mucho en los límites entre el poder del pueblo para decidir sobre su futuro y la legitimidad que conceden en las urnas a un mandatario, al que los ciudadanos otorgan su confianza para que los represente, los gobierne y decida por ellos. Todavía no he alcanzado una conclusión clara en este sentido, aunque estaré encantado de discutir mis ideas al respecto con quien tenga tiempo y ganas.

En aquel momento, los griegos dijeron no a la vía que les proponían desde Europa para hacer frente a su deuda. Pero solo ha pasado una semana y, sin que nadie les preguntara, parece que les han endilgado una solución que no es mejor que la primera. Básicamente, están jodidos para una buena temporada.

Estaba claro que no podían salir bien parados de esta. O los desplumaban sistemáticamente durante las próximas décadas para saldar al menos una parte de la deuda o los aislaban del club de los buenos por no pagar, con lo cual también les cerraban el grifo. En ambos casos, iban a estar cual quinceañero castigado sin paga hasta que acabe la universidad. Aun así, había gente ilusionada con que se decantaran por la segunda opción y que alguien plantase cara de una vez por todas a los mascas del mundo. Pero no pudo ser.

Ahora nos queda saber por qué. ¿Es preferible tragarse el orgullo propio y el de una nación entera a distanciarse de los que controlan los hurdeles mundiales? ¿Ha resultado que Tsipras vende tanto humo como sus predecesores, a los que antes criticaba? ¿O le ha dado vértigo ser el primero en salirse del redil en este proyecto de Europa unida que no acaba de cuajar? A pesar de todas estas dudas, es evidente que al pobre Alexis le ha tocado protagonizar una escena de coprofagia a escala internacional. Y tiene para hartarse, con todo lo que le dejaron los que ocuparon el gobierno antes que él.


Para el ciudadano de a pie, todo esto es bastante desesperanzador. Al menos, para el que conservara alguna esperanza. Los mayores de mi familia tenían un juego cuando yo era pequeño. Empezaba así: “¿Quieres que te cuente el cuento de la buena pipa?”. Y daba igual que dijeras que sí o que no, porque la respuesta siempre era la misma: “Pero si yo no te digo ni que sí ni que no, sino que si quieres que te cuente el cuento de la buena pipa”. Nunca lo pensé hasta el momento de terminar estas líneas, pero quizá me estaban preparando para el mundo en que me tocaría vivir.

lunes, 22 de junio de 2015

Las manos de Vargas Llosa

No todos los días se conoce a un premio Nobel. Y, desde luego, Montenegro era el último sitio donde esperaba tropezarme con uno. Pero este fin de semana hemos tenido en Budva a Mario Vargas Llosa, que ha venido a inaugurar la programación cultural del verano en la ciudad.

A primera hora de la tarde recibí un mensaje de una amiga: “Llosa está en Budva esta noche”. Y la verdad es que, así de primeras, no comprendí de qué me estaba hablando. Pensé en un grupo de turbo-folk, en alguna conocida suya… Pero no fue hasta que le pedí más detalles y me dijo que se trataba de un escritor peruano que había ganado el premio Nobel cuando até cabos. Después me han comentado que el periódico local también titulaba algo así como “Llosa está en la ciudad”.


Los montenegrinos tienen un problema para comprender eso de que los latinos tenemos dos apellidos. Como ejemplo, valga el dato de que mi tarjeta de crédito en un banco local está a nombre de un tal “González Luis García”. Y me consta que no soy el único al que le pasa. Es verdad que en buena parte del mundo no es costumbre acordarse de la madre al dar un nombre a los hijos, pero también puedo decir que normalmente me llaman Mr. García en los hoteles que he visitado fuera de la tierra de los dos apellidos.

El acto ha sido una especie de entrevista en que una profesora universitaria le ha planteado una serie de preguntas con las que lo iba guiando para que abordara distintos temas. Ha halado de su obra, de literatura en general, de política, de la sociedad actual… Sin estar de acuerdo con todos sus argumentos y opiniones, me ha parecido un tipo agradable e interesante.

También ha sido curiosa la experiencia de escuchar su intervención en español con traducción al montenegrino. Aunque no sé más de diez palabras en el idioma local, dudo que los nativos se hayan enterado de la mitad de lo que he escuchado yo. Además de que la intérprete cortaba constantemente al protagonista, ha habido momentos de esas típicas películas de humor en que un japonés se pasa un minuto hablando y el traductor lo resuelve todo con dos palabras.

Pero, sin olvidar el privilegio inesperado de compartir un rato con Vargas Llosa, lo que más nos ha llamado la atención a las dos personas que me acompañaban y a mí han sido sus manos. Al terminar el acto, nos hemos acercado al estrado a saludarlo y a hablar con él. Ha sido una charla breve, pero agradable. Supongo que no esperaba encontrar a ningún otro hispanohablante en la sala y, quizá por eso, se ha mostrado bastante cercano.


Al despedirnos, nos hemos estrechado la mano. A sus 79 años, sus manos tienen una piel firme pero suave, talmente como el culito de un bebé. No sé si se trata de un milagro de la cosmética o es el resultado de que desde hace décadas solo han trabajado con una pluma o con las teclas de un ordenador. Una cosa es segura: en casa no es él quien lava los platos.

lunes, 15 de junio de 2015

Tintín en Montenegro (VI) - Comunicación

Me encanta la comunicación. No me refiero a los medios o a las tecnologías, sino a procesos simples como hablar, escuchar, dar información, recogerla, comprender, interpretar... Hay tantas formas de hacerlo y se pueden presentar tantas situaciones que me parece fascinante.

El otro día vinieron a conocerme mis caseros. Sí, después de cinco meses viviendo aquí no nos habíamos visto las caras. Una pareja encantadora. Creo… Porque la verdad es que, visto con perspectiva, fue una situación bastante cómica. Menos mal que ya sabía que iban a venir, porque si no la cosa hubiera sido muy distinta.

Llaman a la puerta y, cuando la abro, me encuentro a una mujer que me saluda en el idioma local y me estrecha la mano. Detrás de ella está su marido –supongo–, que hace lo mismo. Hasta ahí todo normal, porque ya estoy acostumbrado a saludar en montenegrino dondequiera que voy. Las fórmulas de saludo son de las pocas expresiones que he aprendido, así que procuro usarlas. Pero, como os estaréis imaginando, resulta que yo hablo más montenegrino que ellos inglés. ¡Catastrofa! Y así mantuvimos una conversación de diez minutos.

Aunque los contextos varían, la situación no es nueva. Pasa en el supermercado, en los bares, por la calle… Pero no deja de llamarme la atención que, a pesar de mi cara de no estar enterándome de nada, ellos te siguen hablando como si tal cosa. Siempre me hicieron caso los viejos españoles que les gritan a los turistas, porque creen que hablando más alto el mensaje es más claro. También me encantan los que hablan muy lento y mueven mucho las manos, pero sin señalar a nada o hacer mímica, sino simplemente marcando el ritmo de sus palabras y acompañándolas, dando si acaso algún manotazo ocasional a su interlocutor para mantener su atención.

Pero los balcánicos no hacen nada de eso. Ellos simplemente te hablan y, como mucho, te repiten una y otra vez lo mismo, supongo que con la esperanza de que a la tercera o la cuarta te enteres por fin de qué están diciendo.

En este caso, solo comprendí tres cosas: la señora me preguntó si se veía algún canal español en la tele, a lo que respondí fácilmente que no –es otra de las palabras fáciles–; que donde estaba la mesa del salón, a lo que le contesté señalando la ventana de la terraza para que viese que estaba allí; y que si no había una tetera eléctrica, ante lo que simplemente negué con la cabeza.

Y después de otro apretón de manos, se fueron por donde habían venido y indicaron que están viviendo en el apartamento de al lado. Y me quedé pensando en lo curiosa que es la comunicación humana. Pero lo más impactante vino al día siguiente, cuando me enteré de que eran rusos, lo que quiere decir que he estado intentando hablar montenegrino con una pareja de rusos. Y lo peor de todo es que, dentro de lo que cabe, nos hemos entendido.


PD: con el tiempo me he enterado de que venían con la genial idea de subirme el alquiler de mi piso, de forma que me iba a tener que mudar. Pero, según me han dicho otros implicados en el negocio, les caí simpático y han decidido dejar las cosas como están. Caigo simpático hasta cuando no se me entiende. Tengo la autoestima por las nubes.

miércoles, 3 de junio de 2015

Tintin en Montenegro (V) - El peluquero

Uno no descubre cuánto le importa su imagen hasta que no se pone en manos de un peluquero que no habla ni una palabra de inglés ni mucho menos de español. Hace casi ocho años que solo he consentido que me tocaran la cabeza Tomás y Josema, mis peluqueros de Triana. Era tal mi confianza y mi aprecio que en 2010 les dediqué el texto que sirvió como punto de partida de este blog. Pero conforme pasaban los meses en Syldavia, se iba haciendo inevitable que me pusiera en manos de un estilista local.

Mi elección se ha basado básicamente en un criterio de proximidad y dos o tres recomendaciones no del todo fiables, ya que venían de forasteros como yo. Cuando entro, el dueño del negocio está atendiendo a un cliente, mientras que su empleada parece atareada retocando la decoración exterior. Así que me toca esperar. Ante la incapacidad de leer los periódicos y revistas locales que se extienden sobre una mesita y la ausencia de publicaciones masculinas –Tomás siempre tenía alguna de esas escondida bajo el ABC del día– en las que no hace falta entender ninguna lengua, solo me queda observar a mi alrededor. Lo primero que se me viene a la cabeza es la peluquería de Cuéntame: muchos colores, muebles antiguos… La espera se me hace más larga de la cuenta y me invade una inquietud parecida a la que he sentido alguna vez esperando antes de entrar en el médico. No me gustan nada los médicos.

Finalmente llega mi turno y me dirijo al sillón. El cliente que se acaba de levantar se dirige a mí y me pregunta si necesito ayuda con el idioma porque, como me temía, el peluquero no sabe inglés. Mientras le explico mi pelado, refuerzo el mensaje señalando con las manos cada parte de mi cabeza, con la esperanza de que quien de verdad se tiene que enterar vaya cogiendo la idea. Por supuesto, ha sido de esas veces en que, después de una explicación de dos o tres minutos, el traductor no ha utilizado más de diez palabras para transmitirlo todo. Pero al peluquero le vale.

¡Y allá va! Sin mediar palabra –para qué, habrá dicho– se lanza a dar tijeretazos. Muchos y muy rápidos. Tengo miedo. Pero al poco cambia de idea: suelta las tijeras sobre una cajonera y agarra una maquinilla eléctrica. Más miedo todavía. Con un gesto –es increíble todo lo que se puede decir moviendo dos o tres dedos– me explica que va a descargarme de la mata de pelo que tengo para después rematar con la tijera.  La verdad es que, después de casi cinco meses, había mucho que esquilar.

Por fin, decido entregarme. Siempre me ha producido una sensación extraña mirarme fijamente en los espejos de las peluquerías y ver cómo voy perdiendo en poco sminutos el pelo que me ha costado semanas criar. Así que agacho la cabeza y clavo la mirada en la rubia de pelo rizado y labios rosa intenso estampada en la capa que me cubre. Algo hay que mirar.


Hasta que todo acaba. Echo de menos el masaje de tomas o su charla sobre la jornada futbolística del fin de semana, pero al final no ha ido tan mal. A pesar de que en Triana me siguen haciendo precio de estudiante a mis treinta y uno, aquí ha sido más barato. Paso el resto de la tarde mirándome en cada espejo que encuentro a mi paso. No he conseguido encontrar ningún trasquilón, así que no tengo queja.

lunes, 1 de junio de 2015

Tintin en los Balcanes (V) - Costa de Dalmacia

Croacia no deja de sorprenderme. Cada día que paseo por una de sus ciudades me planteo cómo, habiéndolo tenido tan cerca, nunca se me había ocurrido venir por aquí. Es verdad que las comunicaciones desde España nunca han ayudado, pero también es cierto que eso nunca ha sido un obstáculo para mí.

Mi centro de operaciones para el viaje está en Split. Durante años, mi única referencia de la ciudad fue el Hajduk, uno de los equipos de referencia en los mejores años del fútbol balcánico. Por supuesto, hay mucho más que eso. El casco antiguo, bastante bien conservado, es una de las maravillas del país. La parte central está llena de turistas, aunque su presencia no es todavía demasiado molesta en esta época del año. Sin embargo, basta callejear un poco para encontrar lugares con el mismo encanto pero en los que alternan mayormente los nacionales.


A unos 30 kilómetros está Trogir, más pequeña pero también maravillosa. Las torres de más de una decena de iglesias sobresalen entre las callejuelas de su ciudad antigua. Uno de esos lugares donde no hace falta un plano: basta basta echarse a andar y hacer caso a los ojos, perderse y encontrarse. Lo peor ha sido encontrarme un autobús de españoles que inundaban las callejuelas de la zona. Por suerte, parece que terminaban su recorrido cuando yo lo empezaba. En ocasiones resulta odioso encontrarse compatriotas por el mundo. Sé que suena mal, pero me tranquiliza saber que alguno que otro me habéis hecho la misma reflexión alguna vez.


No me gusta especialmente viajar en barco –el agua me parece un medio extraño y desconcertante–, pero esta vez era inevitable. La costa croata está salpicada de pequeñas y no tan pequeñas islas. A poco menos de una hora de Split está Brac. Recorriéndola encuentro varios de esos pueblos pintorescos en los que seguramente nunca pasa nada. Los paisajes también son alucinantes. Quizá el menos espectacular es el más famoso del lugar: la playa de Bol. En las fotos se ve como una lengua de arena que sobresale de la costa y termina en una punta, con el mar bañándola a ambos lados. Sin embargo, una vez que estás allí te das cuenta de que lo que parecía arena son en realidad piedrecitas del tamaño de guisantes.


Aunque los croatas llevan años queriendo promover el turismo de playa, en mi opinión no es su fuerte. En el mejor de los casos te encuentras estas grandes extensiones de chinos. Otras veces son tortas de cemento junto al mar. Las costas rocosas y los acantilados son mucho más bonitos, pero quizá no son el lugar más apropiado para los que quieran bañarse.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Tintín en los Balcanes (IV) - Road Trippin'

Los Balcanes no se caracterizan especialmente por la calidad de sus carreteras. Sin embargo, la accidentada orografía de la zona hace que los propios trayectos sean una oportunidad para encontrar paisajes interesantes. Desde pequeño me ha encantado un buen viaje en coche y, como hace años que no lo practico muy a menudo, cada vez los aprecio más. Pero quizá los conductores, después de curvas, cuestas y baches, no sean de la misma opinión.


La primera experiencia curiosa son las fronteras. Acostumbrado, últimamente, a entrar en cualquier país a través del control de pasaportes de cualquier aeropuerto –o, si hago un poco más de memoria, por grandes pasos como La Junquera o Ventimiglia- mostrar tu pasaporte a un hombre que espera sentado tranquilamente en una casetilla en medio de una enorme pradera se hace extraño. No sé si es casualidad, pero son especialmente las dos fronteras de Bosnia que he atravesado. El paso fronterizo de Herzeg Novi entre Montenegro y Croacia, que he pasado ya unas cuantas veces, es bastante más decente.

Otra gran sorpresa ha sido el trayecto entre Mostar y Sarajevo. La carretera transcurre entre dos montañas que forman un estrecho valle en el que apenas hay sitio para la carretera y un río. De repente, el paisaje se abre y da paso a un gran lago, a cuyo alrededor se asientan, dispersas, algunas casas. El atardecer, que nos sorprende en el camino, aporta una luz rosada que pone la guinda a la postal.

Pero no todo es tan bucólico. En un punto del camino de Sarajevo a Dubrovnik empezamos a ver a un lado de la carretera una valla que impide ir más allá de la cuneta y una serie de carteles rojos. Son advertencias de que esa zona está plagada de minas. Veinte años después del final de la guerra de los Balcanes, aún quedan en la zona no sé cuántas minas sin explotar, por lo que se recomienda a los visitantes que no se salgan de los caminos asfaltados –que ya sí están limpios– a no ser que vayan con un guía de la zona. Lo había leído muchas veces y siempre pensé que eran las típicas historias de miedo para los turistas. Pero aquellos letreros me parecieron bastante creíbles.


Aun así, el camino sigue reservando sorpresas positivas. La primavera, que ha pintado toda la zona de verde después de un invierno que se me ha hecho más largo que nunca, y la luz del sol en un cielo azul son los complementos perfectos para pequeños pueblos –grupos de entre tres y diez casas– cuyo nombre es imposible de recordar y que se asientan en cualquier zona llana entre las incontables montañas de la península balcánica. No creo que sean un destino como para alquilar una casa rural toda una semana, pero sí que merecerían una parada y algo más de tiempo del que les pudimos dedicar.

Y, aunque la primavera ha llegado, aún quedan rastros del invierno. Atravesando las pocas llanuras que encontramos en el camino, se ven a lo lejos las cumbres nevadas de los Alpes Dináricos, que nos recuerdan que hace apenas dos semanas el tiempo no era tan bueno como el que estamos teniendo nosotros.


martes, 5 de mayo de 2015

Tintin en los Balcanes (III) - Mostar

Mostar es una de esas ciudades balcánicas cuyo nombre se hizo tristemente famoso por la guerra. La destrucción de su puente, de más de cuatro siglos de antigüedad, fue un símbolo de las consecuencias del conflicto y la reconstrucción del mismo pretende también ser un símbolo del resurgimiento de Bosnia tras la paz.

En la mente del viajero, el nombre de Mostar va ligado indefectiblemente a su puente, así que ese es nuestro primer objetivo al llegar allí. Sin embargo, el paraje donde se enclava la ciudad, al pie de un valle atravesado por el río Neretva, tampoco está nada mal.


Las primeras construcciones –bares de carretera y caserones aislados- comienzan varios kilómetros antes de llegar al centro urbano. Poco a poco, la carretera se convierte en una avenida, por llamarla de algún modo, flanqueada por edificios de no más de cuatro plantas. Ni rastro de que aquello pueda ser una ciudad histórica. Sin embargo, dos o tres señales marrones indican el camino para llegar a los lugares de interés.

Como era de esperar, el puente y las dos calles que parten de cada uno de sus extremos acogen a la mayoría de turistas que pasan por la ciudad y constituyen la zona más ambientada. Sin embargo, todo me resulta demasiado artificial: muchas tiendas, muchos recuerdos y demasiada gente extraña. No hay ni rastro de lo que pudiera ser la vida cotidiana de la ciudad. Quizá lo más interesante es la vista desde el puente. Como suele pasar con tantos otros ríos, el Neretva es una franja de aire libre dentro del casco urbanoi y permite contemplar una panorámica de este, en el que sobresalen las cúpulas y los minaretes de las decenas de mezquitas que jalonan la ciudad.

El entorno se vuelve más auténtico si se dobla una esquina y se sale de la zona comercial. De vuelta a la calle por la que transcurre la carretera general, no hace falta esforzarse mucho para encontrar impactos de proyectiles en las fachadas de los edificios. Algunos se mantienen en pie y están aún habitados. Otros solo conservan su fachada, pero están completamente vacíos por dentro.

En los bajos de los primeros, hay algunos comercios locales que también llaman nuestra atención. Una tienda de moda, una barbería, pero en especial un bar de esos de paredes color crema, que seguramente un día fueron blancas pero se han ido ganando su tono actual con el paso de los años; clientela fiel, por supuesto exclusivamente masculina; y ambiente rancio.

Una vez saciada nuestra necesidad de adentrarnos en la Bosnia profunda –aunque a lo largo de los días comprendemos que esto no es nada– volvemos al puente y lo miramos con otros ojos. Después del desencanto inicial –más motivado, por otra parte, por las calles aledañas que por el propio puente– me quedo con la impresión de que es una pieza más del desordenado puzle que compone Mostar, entre sus casas viejas, sus nuevas construcciones, sus mezquitas y sus solares vacíos. 

lunes, 4 de mayo de 2015

Tintin en los Balcanes (II) - Sarajevo y la guerra

Recuerdo que a mediados de los 90, recién terminado el conflicto en los Balcanes, se puso de moda lo que se dio en llamar el turismo de guerra. Se trataba de conocer de primera mano la barbarie que habían dejado los bombardeos y los combates recorriendo esos lugares que se habían hecho tristemente famosos gracias a las informaciones que nos llegaban por televisión de lo que pasaba en la antigua Yugoslavia. Después de sufrir un asedio de tres años, Sarajevo se convirtió en un punto clave para los viajeros que se decantaban por esta opción.

Hace tiempo que no oigo el concepto como tal, pero la actitud sigue ahí. De hecho, no puedo negar que yo mismo llego a Sarajevo con cierta curiosidad, que puede calificarse de histórica o morbosa según quien la defina. Supongo que la causa está en que, para mi generación, la guerra de los Balcanes es quizá la más cruenta desde que nacimos y, sobre todo, la que más cerca de nuestras fronteras se ha desarrollado.

Y como existe la demanda, hay también oferta. Sarajevo sigue estando preparada para recibir este tipo de turismo. Nuestra primera parada es el Museo del Túnel. En una pequeña casa junto al aeropuerto se encuentran los últimos metros de un pasadizo de algo menos de un kilómetro que, durante el sitio de Sarajevo, sirvió para abastecer la ciudad desde el exterior. Además de hacer un pequeño recorrido por lo que queda de túnel, que me hace sentir por unos momentos como Steve McQueen en La gran evasión, la casa está llena de vídeos, fotos y materiales que recuerdan a importancia estratégica del pequeño pasadizo. Lo más impactante, por cómico, es la imagen de un comerciante de la ciudad atravesando el túnel con una cabra, seguramente para matarla y vender su carne a precio de oro a los desabastecidos habitantes de Sarajevo. Sin embargo, es fácil entender que lo más común era el tránsito de armas y alimentos.

Otro símbolo de la guerra es la Biblioteca de Sarajevo. Hoy día es un edificio completamente restaurado, pero en su interior encontramos una exposición de fotografías de la ciudad en las que, como no, la guerra está muy presente. Parados frente a una de ellas, una mujer de unos 60 años se nos acerca y nos explica que es la línea roja, un curioso homenaje en el que una avenida de la ciudad se llena de sillas rojas, una por cada una de las personas que fallecieron durante el sitio de Sarajevo. Con la confianza que da una breve conversación en la que se interesa por saber de dónde venimos, cuántos días estaremos y qué nos está pareciendo la ciudad, nos atrevemos a preguntarle si vivía allí durante los años del sitio. “Fue terrible. No podríais entenderlo”. Y con esa respuesta, escueta y llena de significado a la vez, se despide y se aleja con rostro triste.



De vuelta a las calles, el centro de Sarajevo está salpicado de cientos de pequeños detalles que recuerdan a la guerra. Entre ellos, llaman rápidamente la atención las rosas de Sarajevo, poético nombre que esconde una realidad bastante desagradable. Los miles de proyectiles que cayeron sobre la ciudad dejaron suelos y paredes llenos de agujeros de todos los tamaños. Muchos de ellos fueron tapados para nivelar el terreno con resina roja. El resultado es que, veinte años después, uno va caminando por la calle y a lo lejos ve una mancha roja sobre la carretera. Y entonces sabes que un día ahí cayó una bomba.