Mostar es una de esas ciudades balcánicas
cuyo nombre se hizo tristemente famoso por la guerra. La destrucción de su
puente, de más de cuatro siglos de antigüedad, fue un símbolo de las
consecuencias del conflicto y la reconstrucción del mismo pretende también ser
un símbolo del resurgimiento de Bosnia tras la paz.
En la mente del viajero, el nombre de
Mostar va ligado indefectiblemente a su puente, así que ese es nuestro primer
objetivo al llegar allí. Sin embargo, el paraje donde se enclava la ciudad, al
pie de un valle atravesado por el río Neretva, tampoco está nada mal.
Las primeras construcciones –bares de
carretera y caserones aislados- comienzan varios kilómetros antes de llegar al
centro urbano. Poco a poco, la carretera se convierte en una avenida, por
llamarla de algún modo, flanqueada por edificios de no más de cuatro plantas.
Ni rastro de que aquello pueda ser una ciudad histórica. Sin embargo, dos o
tres señales marrones indican el camino para llegar a los lugares de interés.
Como era de esperar, el puente y las dos
calles que parten de cada uno de sus extremos acogen a la mayoría de turistas
que pasan por la ciudad y constituyen la zona más ambientada. Sin embargo, todo
me resulta demasiado artificial: muchas tiendas, muchos recuerdos y demasiada
gente extraña. No hay ni rastro de lo que pudiera ser la vida cotidiana de la
ciudad. Quizá lo más interesante es la vista desde el puente. Como suele pasar
con tantos otros ríos, el Neretva es una franja de aire libre dentro del casco
urbanoi y permite contemplar una panorámica de este, en el que sobresalen las
cúpulas y los minaretes de las decenas de mezquitas que jalonan la ciudad.
El entorno se vuelve más auténtico si se
dobla una esquina y se sale de la zona comercial. De vuelta a la calle por la
que transcurre la carretera general, no hace falta esforzarse mucho para
encontrar impactos de proyectiles en las fachadas de los edificios. Algunos se
mantienen en pie y están aún habitados. Otros solo conservan su fachada, pero
están completamente vacíos por dentro.
En los bajos de los primeros, hay algunos
comercios locales que también llaman nuestra atención. Una tienda de moda, una
barbería, pero en especial un bar de esos de paredes color crema, que seguramente
un día fueron blancas pero se han ido ganando su tono actual con el paso de los
años; clientela fiel, por supuesto exclusivamente masculina; y ambiente rancio.
Una vez saciada
nuestra necesidad de adentrarnos en la Bosnia profunda –aunque a lo largo de
los días comprendemos que esto no es nada– volvemos al puente y lo miramos con
otros ojos. Después del desencanto inicial –más motivado, por otra parte, por
las calles aledañas que por el propio puente– me quedo con la impresión de que
es una pieza más del desordenado puzle que compone Mostar, entre sus casas
viejas, sus nuevas construcciones, sus mezquitas y sus solares vacíos.
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