martes, 5 de mayo de 2015

Tintin en los Balcanes (III) - Mostar

Mostar es una de esas ciudades balcánicas cuyo nombre se hizo tristemente famoso por la guerra. La destrucción de su puente, de más de cuatro siglos de antigüedad, fue un símbolo de las consecuencias del conflicto y la reconstrucción del mismo pretende también ser un símbolo del resurgimiento de Bosnia tras la paz.

En la mente del viajero, el nombre de Mostar va ligado indefectiblemente a su puente, así que ese es nuestro primer objetivo al llegar allí. Sin embargo, el paraje donde se enclava la ciudad, al pie de un valle atravesado por el río Neretva, tampoco está nada mal.


Las primeras construcciones –bares de carretera y caserones aislados- comienzan varios kilómetros antes de llegar al centro urbano. Poco a poco, la carretera se convierte en una avenida, por llamarla de algún modo, flanqueada por edificios de no más de cuatro plantas. Ni rastro de que aquello pueda ser una ciudad histórica. Sin embargo, dos o tres señales marrones indican el camino para llegar a los lugares de interés.

Como era de esperar, el puente y las dos calles que parten de cada uno de sus extremos acogen a la mayoría de turistas que pasan por la ciudad y constituyen la zona más ambientada. Sin embargo, todo me resulta demasiado artificial: muchas tiendas, muchos recuerdos y demasiada gente extraña. No hay ni rastro de lo que pudiera ser la vida cotidiana de la ciudad. Quizá lo más interesante es la vista desde el puente. Como suele pasar con tantos otros ríos, el Neretva es una franja de aire libre dentro del casco urbanoi y permite contemplar una panorámica de este, en el que sobresalen las cúpulas y los minaretes de las decenas de mezquitas que jalonan la ciudad.

El entorno se vuelve más auténtico si se dobla una esquina y se sale de la zona comercial. De vuelta a la calle por la que transcurre la carretera general, no hace falta esforzarse mucho para encontrar impactos de proyectiles en las fachadas de los edificios. Algunos se mantienen en pie y están aún habitados. Otros solo conservan su fachada, pero están completamente vacíos por dentro.

En los bajos de los primeros, hay algunos comercios locales que también llaman nuestra atención. Una tienda de moda, una barbería, pero en especial un bar de esos de paredes color crema, que seguramente un día fueron blancas pero se han ido ganando su tono actual con el paso de los años; clientela fiel, por supuesto exclusivamente masculina; y ambiente rancio.

Una vez saciada nuestra necesidad de adentrarnos en la Bosnia profunda –aunque a lo largo de los días comprendemos que esto no es nada– volvemos al puente y lo miramos con otros ojos. Después del desencanto inicial –más motivado, por otra parte, por las calles aledañas que por el propio puente– me quedo con la impresión de que es una pieza más del desordenado puzle que compone Mostar, entre sus casas viejas, sus nuevas construcciones, sus mezquitas y sus solares vacíos. 

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