martes, 21 de enero de 2014

Tintin en París (V) - Mala vida

Donde comienzan las elevaciones de la colina de Montmartre, la ciudad del amor toma un cariz entre sórdido y casposo. Las luces de neón, que en otros lugares se reservan para clubes de carretera, anuncian en plena noche parisina las bondades de señoritas de curvas sugerentes y ropas escasas. Y la gente acude en masas a contemplar el peculiar escenario que componen todos aquellos locales y los personajes que los rodean.

En las aceras, hombres y mujeres –que destacan por su avanzada edad y, paradójicamente, por su nulo atractivo físico– tratan de captar para sus establecimientos a cualquier curioso con pinta de despistado que, en un acto casi reflejo, giran la cabeza para observar los carteles y los escaparates. Entre el tumulto, es imposible ignorar la presencia de alguna chica con minifalda y aire expectante que aguarda compañía apoyada en un muro de cemento que esconde uno de los pocos inmuebles vacíos de la zona. Y, para completar el cóctel, sex shops con recuerdos turísticos, entre los que no puedo evitar mencionar la torre Eiffel con prepucio.

En pleno siglo XXI, la estampa no deja de ser curiosa. En ciertas ciudades del sudeste asiático se hablaría de turismo sexual. Aquí hay turistas, hay sexo, pero a nadie parece importarle. Aunque bien es cierto que Pigalle y sus alrededores tuvieron épocas mejores. Ver a niños y a señoras mayores haciendo una cola kilométrica para entrar en el Moulin Rouge quita mucho glamur a todo esto.


No todo es belleza y armonía en la ciudad de la luz. Al caer la noche, llama la atención la cantidad de personas sin hogar que duermen tiradas por los bulevares de los distritos más céntricos. Viene a mi memoria algún clochard novelesco, de esos que deciden abandonarse a sí mismos y vivir en las calles. Solo, rodeado por el mundo y aislado de él al mismo tiempo. Me cuesta encontrarle el lado bohemio a todo esto. Ya solo quedan la miseria y la insalubridad.

La presencia de los vagabundos pasa más desapercibida durante las horas de luz. Sin embargo se intuye, sobre todo bajo los grandes puentes que cruzan el Sena. Se huele, pero también se ven sus huellas. Hay mantas, bolsas de ropa. Incluso alguno ha construido un pequeño refugio con maderas, cartones y todo aquello que ha tenido a la mano. Cualquier recurso es poco para reducir los efectos del frío y de la humedad del río.

jueves, 16 de enero de 2014

Tintin vuelve a París (IV) - Rodando por la ciudad

Decir que París es una ciudad de cine es mucho más que una frase ñoña. Aquí empieza la historia del cine, cuando los hermanos Lumière proyectan la grabación de sus primeras imágenes en movimiento en 1895, las de la salida de los obreros de su fábrica. Desde entonces, sus calles han servido para ambientar cientos de historias en la gran pantalla. Por eso, una forma interesante de recorrer la ciudad es buscar, o incluso encontrar por casualidad, algunos de los lugares por los que pasan esos personajes que tantas veces hemos visto en el cine o la televisión.

Mi ruta particular tiene que empezar, cómo no, en la puerta lateral de Saint-Etienne-du-Mont. Sentado en su escalinata, espero –como Gil Pender, el protagonista de Midnight in Paris (de Woody Allen)– que un antiguo Rolls-Royce doble la curva de la rue de la Montagne Sainte-Geneviéve para recogerme y llevarme por los rincones más animados de la ciudad. Pero son las doce de la mañana, no de la noche, y aún no he tomado ni un sorbo de vino desde que me he levantado, así que la cosa no funciona. Tengo que seguir a pie.


Otra de las parisinas que en los últimos años ha encandilado a medio mundo es Amélie Poulain. Por el barrio de Montmartre están desperdigados muchos de los rincones en los que transcurría su vida cotidiana. Pero quizá el lugar más pintoresco es el canal de Saint Martin, un pequeño remanso de tranquilidad para el que apenas hay que alejarse del centro de la ciudad, en el que Amélie disfruta de uno de sus pequeños placeres cotidianos: hacer rebotar las piedras contra el agua. Eso sí, la película debió rodarse en primavera, porque ni la vegetación es ahora tan frondosa ni el frío aconseja pasear con manga corta, como hace la protagonista.


A la orilla del Sena está Shakespeare and Company. Es una vieja librería con estanterías del suelo al techo, atestada de libros y sospecho que más frecuentada por turistas y curiosos que por bibliófilos. Aunque es otro de los puntos por los que pasa el protagonista de Woody Allen en su deambular por París, confieso que no lo recordaba. Sin embargo, nada más ver la fachada, con sus escaparates y su puerta de madera verde, me viene a la mente Antes del atardecer, que comienza precisamente allí.


Quizá el escenario que más he repetido en esta visita corresponde a una de las películas menos conocidas, pero a la vez una de las últimas que he visto en el cine: la peculiar Holy Motors. Uno de los momentos cumbre de la historia transcurre en el antiguo edificio de las galerías Samaritaine, situado a la orilla del Sena, a pocos metros del Pont Neuf, y en la acera de enfrente según salía cada mañana de mi apartamento.


Y podría seguir escribiendo líneas y líneas recordando mil historias: el jorobado de Notre Dame, James Bond bajando sobre el techo de uno de los ascensores de la torre Eiffel. Pero la última no puede ser otra que la despedida más famosa del cine, en la que París es protagonista aunque no aparece ni una sola imagen de la ciudad. Siempre nos quedará París.

martes, 14 de enero de 2014

Tintin vuelve a París (III) - Bonne année

Desde que paso la Nochevieja fuera de casa, se está convirtiendo en una costumbre no esperar al año nuevo sentado frente a la tele, sino salir a la calle a compartir el momento con los lugareños. Eso sí, con las uvas en el bolsillo.

A pesar de ser una ciudad tan monumental, no abundan en París los grandes relojes. Así que, aparte de fiestas privadas, la gente que sale se decanta sobre todo por los Campos Elíseos o por algún puente sobre el Sena desde el que divisar la torre Eiffel, que comienza a centellear con el cambio de año. Yo he optado por una solución intermedia: el puente de la Concordia, que tiene ante sí el panorama despejado que proporciona el cauce del río y desemboca en la plaza de la Concordia, en la que a su vez comienzan los Campos Elíseos. Además, lo de asociar el comienzo de un nuevo año con la palabra “concordia” parece que da buen rollito, ¿no?


Salimos de casa pasadas las once y media con nuestro particular kit de cotillón callejero: tres paquetes de doce uvas, vasos de plástico y botella de champagne. Por suerte, hace manos frío que las noches anteriores. Las orillas del Sena parecen tranquilas, aunque no somos los únicos que caminamos en la misma dirección. Nuestra primera parada es el Pont des Arts. Hay gente pero, al ser peatonal, es bastante cómodo. Hay buena vista, pero aún queda casi media hora, así que seguimos adelante. A menos diez todo el mundo empieza a aligerar el paso. Incluso los barcos que circulan por el Sena parecen competir unos con otros para llegar a un punto con buena perspectiva. Finalmente, con apenas cinco minutos, llegamos a nuestro objetivo.

Y, a la hora en punto, cláxones, aplausos, vítores y luces brillantes desde la torre Eiffel anuncian que 2014 ha llegado. Para un comedor de uvas inexperto como yo, la ausencia de campanas que marquen el ritmo no deja de ser una ventaja. Acabado el barullo inicial, saco mi cartucho de uvas y me las como tranquilamente. Y, después, el champagne. Con amago de taponazo incluido. A mi alrededor comienza un improvisado castillo de fuegos artificiales. Ya que ni el ayuntamiento ni ninguna otra entidad ha programad nada, han sido muchos los parisinos que han decidido poner su granito de arena para un espontaneo espectáculo de luz y sonido. Artefactos pirotécnicos de una potencia sorprendente – teniendo en cuenta que han debido comprarlos en un comercio de venta al público – empiezan a colorear el cielo de Paris a lo largo de toda la orilla del Sena.

Hablando con propiedad, puedo decir que he celebrado la llegada del año con un botellón en París. Voy acumulando batallitas para la vejez. Cada vez que pase por allí en próximas visitas, cada vez que vea el obelisco en fotos, cada vez que un egipcio me recuerde que se lo regalaron a los franceses a cambio de un reloj que nunca funcionó; podré contar que una vez celebré allí el fin de año.

domingo, 12 de enero de 2014

Tintin vuelve a París (II) - Cuando los muertos son turísticos

Detrás de un pequeño panteón del cementerio de Pére Lachaise, entre una maraña de lápidas, está la tumba de James Douglas Morrison –Jim Morrison para los amigos y los seguidores de los Doors–. No es muy ostentosa. Ni siquiera está al pie de uno de los muchos caminos que serpentean por la colina en que se asienta el camposanto. Pasaría desapercibida de no ser porque sobre ella hay alrededor de una docena de ramos de flores, varias tarjetas e incluso una botella de vino. Una decena de vallas impiden acercarse demasiado, pero un grupo de visitantes hacen cola ante el que parece ser el mejor lugar para sacar una foto.

La escena se repite a lo largo de todo el recinto en las cercanías de los sepulcros de otros tantos famosos finados. Oscar Wilde, Edith Piaf, Abelardo y Eloísa, Gericault o Chopin son solo algunos de ellos. La concentración de curiosos entre hectáreas de solitarias tumbas es la mejor señal para localizar la última morada de alguno de estos personajes. También se puede recurrir a planos que ofrecen un listado de en torno a un centenar de nombres conocidos, numerados para localizar sus sepulcros.


No es la primera vez que mis viajes me llevan a un cementerio. El primero que viene a mi memoria es el de Viena, con las tumbas de Mozart y Beethoven, entre otros. También recuerdo el de Arlington, en las afueras de Washington, con incontables hileras de pequeñas lápidas de militares caídos en acto de servicio o las tumbas la familia Kennedy. Así que este paseo podría ser una mera anécdota, si no fuera porque no es la única cita con los muertos que París ofrece a sus visitantes.

En la otra punta de la ciudad, aunque un poco más pequeño que este, se encuentra el cementerio de Montparnasse. Allí reposan, entre otros, Jean-Paul Sartre o Edgar Degas. Esta vez me lo he saltado, porque ya cumplí con todos ellos en mis últimas visitas. Pero estar en Montparnasse o en Pére Lachaise no es más que un galardón de consolación para cualquier francés que se precie. El premio gordo es que te hagan sitio en el Panteón.


En pleno barrio latino, un edificio majestuoso, concebido en sus inicios como una iglesia y desacralizado definitivamente a finales del siglo XIX, acoge a los personajes cuyas aportaciones más enorgullecen a la república francesa.  A pesar de ser un prodigio arquitectónico cuya cúpula lo hace visible desde muchas partes de la ciudad, lo más interesante está en el subsuelo. Una amplia cripta alberga a Voltaire, Pierre y Marie Curie, Victor Hugo, Louis Braille y muchos más. La casi inexistente decoración y la cantidad de paneles explicativos, que detallan los logros de cada uno de los que reposan allí, lo hacen un lugar menos impresionante que los cementerios al aire libre. Sin embargo, basta con pararse a pensar la cantidad de difunto por metro cuadrado que albergan esas paredes para que la sensación no sea la misma.

jueves, 9 de enero de 2014

Tintin vuelve a París (I) - Una más

Volver a París siempre es un privilegio. Sin embargo, en el avión de ida venía dándole vueltas a la cabeza. Es mi quinta visita, la cuarta en los últimos ocho años. De la primera vez hace ya veintitantos. Por eso, me preocupaba si sería capaz de dar nuevos paseos, hacer fotos originales y no repetir las anteriores, buscar experiencias distintas. Y, puesto que en mi última vez aquí ya escribí en el blog mis notas de viaje, si conseguiría encontrar cosas nuevas que contar.

Por supuesto, la preocupación me ha durado el tiempo que ha tardado el tren en traernos desde el Charles de Gaulle hasta el centro. Ha sido más de la cuenta, porque una barra metálica atravesada en la vía nos ha tenido diez minutos parados en el Estadio de Francia, en Saint Denis. Cuando por fin he salido a las calles del primer distrito, he vuelto a ver los cafés, con sus filas de mesas y sus sillas todas mirando hacia la calle, las pastelerías y su variedad de apetitosos dulces en los escaparates, las grandes tiendas de moda al principio de la rue de Rivoli… Imágenes tan típicas como únicas. No hay por qué temer: la inspiración me está esperando.


Una vez instalados, hemos salido a buscar algo de cenar. Mi apartamento está a escasos diez metros de la orilla derecha del Sena, así que era casi inevitable que el primer paseo me llevara a uno de los innumerables puentes que lo cruzan. Cada uno ofrece una postal particular, peo prácticamente todas ellas son un placer para la vista. En este caso, por proximidad, el elegido es el Pont Neuf. A la derecha, al fondo, se ve la Torre Eiffel, iluminada con bombillas amarillas, que cada hora en punto dejan su lugar a un chisporroteo de luces blancas, y con su gran faro dando vueltas en todo lo alto. Un poco más cerca, el Pont des Arts, la cúpula del Instituto de Francia y, frente a ella, el museo del Louvre. A la derecha, la fina y puntiaguda torre de la Conciergerie, bajo la cual se esconde la Sainte Chapelle. Y, una vez superada la isla de la Cité, la majestuosa catedral de Notre Dame.


Ya al otro lado, camino por el bulevar Saint Germain hacia el barrio latino, donde siempre hay un rincón donde comer algo a pesar del permanente bullicio que llena sus callejuelas. Y sigue siendo así. Hace frío y las calles del resto de la ciudad están prácticamente vacías, mientras la gente se refugia tras los ventanales de algún restaurante. Pero aquí el tumulto hace difícil el trayecto del bistró a la brasserie, del thai al italiano, en busca de un menú más o menos económico –en realidad a la caza del menos prohibitivo– con que saciar la gazuza que ya acucia.

En ese ir y venir, echo de menos los restos de platos rotos que otrora llenaban los suelos de las proximidades de algún restaurante griego. Otra peculiar consecuencia de la crisis económica. Pero, a pesar de eso, paseo como el que anda por su pueblo, en busca de los bares de siempre, rodeado de lugares familiares. Y, de vuelta a casa, confío en que la noche pase rápido y que el sol salga pronto para ponerme en marcha otra vez y empezar a disfrutar de verdad de una semana, una entera, en uno de mis lugares favoritos en el mundo. ¡Una más!

domingo, 5 de enero de 2014

Preguntas incómodas

Lleva un par de días circulando  por Internet el vídeo de un periodista que pregunta a los presos de ETA si, ahora que aparentemente caminan hacia su desaparición, no están dispuestos a pedir perdón a sus víctimas. La gente parece estar muy contenta con el tipo. Yo, para variar, tengo algún pero.

Creo que la pregunta en sí es oportuna en el contexto, está bien formulada en principio. Perfecta. El periodista debe hacer preguntas incómodas, que saquen a su interlocutor del discurso preparado, por lo general conocido o al menos previsible, para así conseguir información realmente relevante y valiosa. El problema es que no son corrientes estas preguntas. Se las echa de menos en las comparecencias de los responsables de que eso que ellos mismos llamaban estado del bienestar se haya ido marchitando poco a poco.

Y ahí es dónde uno empieza a dudar dónde termina el periodismo y dónde empieza el espectáculo. A lo mejor es más fácil lucirse ante una panda de salvajes venidos a menos -que hace veinte años hubieran firmado tu sentencia de muerte por una escena similar- que plantear una cuestión en el mismo tono al representante de una organización, pública o privada, que puede cargarse a tu medio retirando su inversión en publicidad o, como poco, presionar para que te echen. 

Personalmente, me encantaría ver a un periodista crear una situación tan incómoda en la sala de prensa de la Moncloa o en la sede de la CEOE o en el sindicato de turno. Pero quizá no hace falta levantarse, ni acercarse a la mesa, ni ponerse en el tiro de todos los compañeros gráficos. Basta con que la pregunta se oiga bien.

Y se trata de hacer una pregunta, no de exponer una reivindicación. El trabajo del periodista es conseguir información y trasladarla a la sociedad, para que esta actúe en consecuencia. Pero arrogarse la potestad de hablar "en nombre de la paz, de la dignidad" me parece ir demasiado lejos. Y lo mismo vale para el proyecto de ley del aborto, la reforma del código civil, la reforma laboral y tantas otras barbaridades que suceden a nuestro alrededor todo el día. Las leo en la prensa, pero yo decido si las aplaudo, si las critico y cómo lo hago. 

Dicho todo esto, yo también espero que esos hijos de puta pidan perdón por todo lo que hicieron.