domingo, 12 de enero de 2014

Tintin vuelve a París (II) - Cuando los muertos son turísticos

Detrás de un pequeño panteón del cementerio de Pére Lachaise, entre una maraña de lápidas, está la tumba de James Douglas Morrison –Jim Morrison para los amigos y los seguidores de los Doors–. No es muy ostentosa. Ni siquiera está al pie de uno de los muchos caminos que serpentean por la colina en que se asienta el camposanto. Pasaría desapercibida de no ser porque sobre ella hay alrededor de una docena de ramos de flores, varias tarjetas e incluso una botella de vino. Una decena de vallas impiden acercarse demasiado, pero un grupo de visitantes hacen cola ante el que parece ser el mejor lugar para sacar una foto.

La escena se repite a lo largo de todo el recinto en las cercanías de los sepulcros de otros tantos famosos finados. Oscar Wilde, Edith Piaf, Abelardo y Eloísa, Gericault o Chopin son solo algunos de ellos. La concentración de curiosos entre hectáreas de solitarias tumbas es la mejor señal para localizar la última morada de alguno de estos personajes. También se puede recurrir a planos que ofrecen un listado de en torno a un centenar de nombres conocidos, numerados para localizar sus sepulcros.


No es la primera vez que mis viajes me llevan a un cementerio. El primero que viene a mi memoria es el de Viena, con las tumbas de Mozart y Beethoven, entre otros. También recuerdo el de Arlington, en las afueras de Washington, con incontables hileras de pequeñas lápidas de militares caídos en acto de servicio o las tumbas la familia Kennedy. Así que este paseo podría ser una mera anécdota, si no fuera porque no es la única cita con los muertos que París ofrece a sus visitantes.

En la otra punta de la ciudad, aunque un poco más pequeño que este, se encuentra el cementerio de Montparnasse. Allí reposan, entre otros, Jean-Paul Sartre o Edgar Degas. Esta vez me lo he saltado, porque ya cumplí con todos ellos en mis últimas visitas. Pero estar en Montparnasse o en Pére Lachaise no es más que un galardón de consolación para cualquier francés que se precie. El premio gordo es que te hagan sitio en el Panteón.


En pleno barrio latino, un edificio majestuoso, concebido en sus inicios como una iglesia y desacralizado definitivamente a finales del siglo XIX, acoge a los personajes cuyas aportaciones más enorgullecen a la república francesa.  A pesar de ser un prodigio arquitectónico cuya cúpula lo hace visible desde muchas partes de la ciudad, lo más interesante está en el subsuelo. Una amplia cripta alberga a Voltaire, Pierre y Marie Curie, Victor Hugo, Louis Braille y muchos más. La casi inexistente decoración y la cantidad de paneles explicativos, que detallan los logros de cada uno de los que reposan allí, lo hacen un lugar menos impresionante que los cementerios al aire libre. Sin embargo, basta con pararse a pensar la cantidad de difunto por metro cuadrado que albergan esas paredes para que la sensación no sea la misma.

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