Detrás de un pequeño panteón
del cementerio de Pére Lachaise, entre una maraña de lápidas, está la tumba de
James Douglas Morrison –Jim Morrison para los amigos y los seguidores de los
Doors–. No es muy ostentosa. Ni siquiera está al pie de uno de los muchos
caminos que serpentean por la colina en que se asienta el camposanto. Pasaría
desapercibida de no ser porque sobre ella hay alrededor de una docena de ramos
de flores, varias tarjetas e incluso una botella de vino. Una decena de vallas
impiden acercarse demasiado, pero un grupo de visitantes hacen cola ante el que
parece ser el mejor lugar para sacar una foto.
La escena se repite a lo largo
de todo el recinto en las cercanías de los sepulcros de otros tantos famosos finados.
Oscar Wilde, Edith Piaf, Abelardo y Eloísa, Gericault o Chopin son solo algunos
de ellos. La concentración de curiosos entre hectáreas de solitarias tumbas es
la mejor señal para localizar la última morada de alguno de estos personajes. También
se puede recurrir a planos que ofrecen un listado de en torno a un centenar de
nombres conocidos, numerados para localizar sus sepulcros.
No es la primera vez que mis
viajes me llevan a un cementerio. El primero que viene a mi memoria es el de
Viena, con las tumbas de Mozart y Beethoven, entre otros. También recuerdo el
de Arlington, en las afueras de Washington, con incontables hileras de pequeñas
lápidas de militares caídos en acto de servicio o las tumbas la familia
Kennedy. Así que este paseo podría ser una mera anécdota, si no fuera porque no
es la única cita con los muertos que París ofrece a sus visitantes.
En la otra punta de la ciudad,
aunque un poco más pequeño que este, se encuentra el cementerio de
Montparnasse. Allí reposan, entre otros, Jean-Paul Sartre o Edgar Degas. Esta
vez me lo he saltado, porque ya cumplí con todos ellos en mis últimas visitas. Pero
estar en Montparnasse o en Pére Lachaise no es más que un galardón de
consolación para cualquier francés que se precie. El premio gordo es que te
hagan sitio en el Panteón.
En pleno barrio latino, un
edificio majestuoso, concebido en sus inicios como una iglesia y desacralizado
definitivamente a finales del siglo XIX, acoge a los personajes cuyas
aportaciones más enorgullecen a la república francesa. A pesar de ser un prodigio arquitectónico
cuya cúpula lo hace visible desde muchas partes de la ciudad, lo más
interesante está en el subsuelo. Una amplia cripta alberga a Voltaire, Pierre y
Marie Curie, Victor Hugo, Louis Braille y muchos más. La casi inexistente
decoración y la cantidad de paneles explicativos, que detallan los logros de cada
uno de los que reposan allí, lo hacen un lugar menos impresionante que los
cementerios al aire libre. Sin embargo, basta con pararse a pensar la cantidad
de difunto por metro cuadrado que albergan esas paredes para que la sensación
no sea la misma.
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