Desde que paso la Nochevieja
fuera de casa, se está convirtiendo en una costumbre no esperar al año nuevo
sentado frente a la tele, sino salir a la calle a compartir el momento con los
lugareños. Eso sí, con las uvas en el bolsillo.
A pesar de ser una ciudad tan
monumental, no abundan en París los grandes relojes. Así que, aparte de fiestas
privadas, la gente que sale se decanta sobre todo por los Campos Elíseos o por
algún puente sobre el Sena desde el que divisar la torre Eiffel, que comienza a
centellear con el cambio de año. Yo he optado por una solución intermedia: el
puente de la Concordia, que tiene ante sí el panorama despejado que proporciona
el cauce del río y desemboca en la plaza de la Concordia, en la que a su vez
comienzan los Campos Elíseos. Además, lo de asociar el comienzo de un nuevo año
con la palabra “concordia” parece que da buen rollito, ¿no?
Salimos de casa pasadas las
once y media con nuestro particular kit de cotillón callejero: tres paquetes de
doce uvas, vasos de plástico y botella de champagne. Por suerte, hace manos
frío que las noches anteriores. Las orillas del Sena parecen tranquilas, aunque
no somos los únicos que caminamos en la misma dirección. Nuestra primera parada
es el Pont des Arts. Hay gente pero, al ser peatonal, es bastante cómodo. Hay
buena vista, pero aún queda casi media hora, así que seguimos adelante. A menos
diez todo el mundo empieza a aligerar el paso. Incluso los barcos que circulan
por el Sena parecen competir unos con otros para llegar a un punto con buena
perspectiva. Finalmente, con apenas cinco minutos, llegamos a nuestro objetivo.
Y, a la hora en punto, cláxones,
aplausos, vítores y luces brillantes desde la torre Eiffel anuncian que 2014 ha
llegado. Para un comedor de uvas inexperto como yo, la ausencia de campanas que
marquen el ritmo no deja de ser una ventaja. Acabado el barullo inicial, saco
mi cartucho de uvas y me las como tranquilamente. Y, después, el champagne. Con
amago de taponazo incluido. A mi alrededor comienza un improvisado castillo de
fuegos artificiales. Ya que ni el ayuntamiento ni ninguna otra entidad ha
programad nada, han sido muchos los parisinos que han decidido poner su granito
de arena para un espontaneo espectáculo de luz y sonido. Artefactos pirotécnicos
de una potencia sorprendente – teniendo en cuenta que han debido comprarlos en
un comercio de venta al público – empiezan a colorear el cielo de Paris a lo
largo de toda la orilla del Sena.
Hablando con propiedad, puedo
decir que he celebrado la llegada del año con un botellón en París. Voy acumulando batallitas para la vejez. Cada vez que pase por allí en próximas visitas, cada vez
que vea el obelisco en fotos, cada vez que un egipcio me recuerde que se lo
regalaron a los franceses a cambio de un reloj que nunca funcionó; podré contar que una vez celebré allí el fin de año.
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