Volver a París siempre es un
privilegio. Sin embargo, en el avión de ida venía dándole vueltas a la cabeza.
Es mi quinta visita, la cuarta en los últimos ocho años. De la primera vez hace
ya veintitantos. Por eso, me preocupaba si sería capaz de dar nuevos paseos,
hacer fotos originales y no repetir las anteriores, buscar experiencias distintas.
Y, puesto que en mi última vez aquí ya escribí en el blog mis notas de viaje,
si conseguiría encontrar cosas nuevas que contar.
Por supuesto, la preocupación
me ha durado el tiempo que ha tardado el tren en traernos desde el Charles de
Gaulle hasta el centro. Ha sido más de la cuenta, porque una barra metálica
atravesada en la vía nos ha tenido diez minutos parados en el Estadio de
Francia, en Saint Denis. Cuando por fin he salido a las calles del primer
distrito, he vuelto a ver los cafés, con sus filas de mesas y sus sillas todas
mirando hacia la calle, las pastelerías y su variedad de apetitosos dulces en
los escaparates, las grandes tiendas de moda al principio de la rue de Rivoli… Imágenes
tan típicas como únicas. No hay por qué temer: la inspiración me está
esperando.
Una vez instalados, hemos
salido a buscar algo de cenar. Mi apartamento está a escasos diez metros de la
orilla derecha del Sena, así que era casi inevitable que el primer paseo me
llevara a uno de los innumerables puentes que lo cruzan. Cada uno ofrece una
postal particular, peo prácticamente todas ellas son un placer para la vista.
En este caso, por proximidad, el elegido es el Pont Neuf. A la derecha, al
fondo, se ve la Torre Eiffel, iluminada con bombillas amarillas, que cada hora
en punto dejan su lugar a un chisporroteo de luces blancas, y con su gran faro
dando vueltas en todo lo alto. Un poco más cerca, el Pont des Arts, la cúpula
del Instituto de Francia y, frente a ella, el museo del Louvre. A la derecha, la
fina y puntiaguda torre de la Conciergerie, bajo la cual se esconde la Sainte
Chapelle. Y, una vez superada la isla de la Cité, la majestuosa catedral de
Notre Dame.
Ya al otro lado, camino por el
bulevar Saint Germain hacia el barrio latino, donde siempre hay un rincón donde
comer algo a pesar del permanente bullicio que llena sus callejuelas. Y sigue
siendo así. Hace frío y las calles del resto de la ciudad están prácticamente
vacías, mientras la gente se refugia tras los ventanales de algún restaurante.
Pero aquí el tumulto hace difícil el trayecto del bistró a la brasserie, del thai
al italiano, en busca de un menú más o menos económico –en realidad a la caza
del menos prohibitivo– con que saciar la gazuza que ya acucia.
En ese ir y venir, echo de
menos los restos de platos rotos que otrora llenaban los suelos de las
proximidades de algún restaurante griego. Otra peculiar consecuencia de la
crisis económica. Pero, a pesar de eso, paseo como el que anda por su pueblo,
en busca de los bares de siempre, rodeado de lugares familiares. Y, de vuelta a
casa, confío en que la noche pase rápido y que el sol salga pronto para ponerme
en marcha otra vez y empezar a disfrutar de verdad de una semana, una entera,
en uno de mis lugares favoritos en el mundo. ¡Una más!
Gracias Tintín por tu regalo en el día del libro. Con yu permiso, lo recomendaré a mis amigos.
ResponderEliminarSaludos Ignacio García.