domingo, 14 de febrero de 2016

Educación para la ciudadanía

Es sábado y faltan unos minutos para las siete de la mañana. Un hombre de unos cincuenta años, alto y corpulento sube a un autobús urbano. Comienza a hablar en voz alta, sin dirigirse a nadie y sin decir nada con sentido aparente. Sigue murmurando y maldiciendo mientras el vehículo sigue su recorrido. Por las horas, se podría pensar que es un pobre borracho de recogida, pero en realidad parece que se trata de algún problema mental más serio.

Unas paradas después suben al autobús un par de amigos, también cincuentones. Mientras entran, giran la cabeza para echar un último vistazo a una chica de unos veinte años que pasa por la calle. Al otro pasajero, sentado en las primeras filas, no parece gustarle el gesto y se lo recrimina de una extraña manera: “¿Te gusta? Pues esa es mi hija”, grita dirigiéndose a uno de ellos. Los dos amigos se miran y continúan andando hacia el fondo del vehículo.

El viaje continúa hasta que el supuesto padre vilipendiado se levanta a voz en grito. “¿Qué dices? ¿Qué no es mi hija?”. Se levanta y se dirige a la puerta trasera del autobús. Cuando este se detiene en la siguiente parada, baja y se aleja murmurando. Solo entonces se escuchan las voces de los otros dos personajes. “Qué va a ser su hija…”. “Pues si no quiere que la miren, que se ponga una falda hasta los tobillos”. “Le tenía que haber partido la boca, pero no tenía ganas de jaleo tan temprano”.

Por fin el autobús llega a mi parada y salgo a la calle. Mientras camino bajo la fina lluvia que cae a esas horas, voy pensando en la extraña escena que acabo de presenciar. Por un lado, tal nivel de educación y valentía combinadas en semejante par de individuos. Por otro, el único que se ha dignado a recriminarles su actitud ha sido un tipo al que le faltaba un tornillo. Porque la gente normal no se mete en líos. Ya tienen bastante con los suyos propios. Y la educación para la ciudadanía que se dé en los colegios. O ni siquiera eso.