martes, 28 de junio de 2011

Tintin en las Antillas (IV): Cecilio

“Cecilio es mafia”, nos advirtieron desde el primer día. De hecho esa fue la primera impresión que nos dio también a nosotros, aunque la verdad es que lo tomamos por un mafioso inofensivo, incluso gracioso. Pero la mafia es lo que es: te hacen creer que su oferta es buena para ti, cuando lo único importante es que el negocio es bueno para ellos.

Por los jardines del hotel y por la playa circulan más de una docena de personajes ataviados con polos de colores que ofrecen al visitante todo lo que pueda desear. Desde una excursión hasta farlopa. Por supuesto el tono de voz varía desde los gritos cuando te ven en la distancia al susurro según sea la índole de la transacción.

Y uno de esos es Cecilio: polo blanco, piel tostada y cuerpo rechoncho. El primer día nos prometió que nos iba a reservar una sombrilla en la playa. Nunca lo hizo. Le cuesta levantarse temprano, porque él es más de trasnochar y eso se nota al día siguiente. Pero no parece preocuparle haber faltado a su promesa. Al contrario, nos busca cada mañana para darnos palique y ponernos al día de cada detalle de la vida del dominicano.

El tipo no tiene pelos en la lengua. Eso me recuerda a una de sus historias: Por lo visto, una vez se lio con una haitiana y la metió en su casa. Un día cuando llegó no la encontraba, hasta que entró en la ducha... “¡Se estaba comiendo los pelos del toto!”. Españoles revolcándose por la arena de la risa. “¡Vete de aquí, cochina!”. Es tremendo el odio que le tiene esta gente a sus vecinos de isla.

Pero detrás de tanta charla había un plan. Como buen mafioso intentó jugárnosla y, como viajeros experimentados, nosotros no lo permitimos. ¡Ay amigo, con busnos has topado!. Sin embargo, como en el fondo somos buenas personas, nos quedamos con lo positivo y volvemos a casa con un recuerdo simpático de aquel gordito charlatán que cada mañana llegaba más resacoso y que, recostado sobre el tronco curvado de una palmera, nos contaba sus batallitas entre bostezo y bostezo. ¡Menudo personaje! Eso sí, como dice Cecilio al terminar cada conversación, “no se lo cuenten a nadie, porque me puedo buscar un problema”.

viernes, 24 de junio de 2011

Tintin en las Antillas (III): Santo Domingo

Entramos a la ciudad por una zona de apartamentos. No pasan de diez plantas, pero son seguramente los edificios más altos que hemos visto en todo el viaje. Aquí aún no han llegado las rondas de circunvalación, así que en el camino hemos atravesado una ciudad de más de 200.000 habitantes en la que las casas no tenían más de dos pisos. Altas o bajas, no puedo resistirme a los tonos pastel de todas las construcciones. Le da a las ciudades ese toque alegre que a veces se echa en falta en las grises urbes europeas.

Conforme nos acercamos al centro histórico, echo en falta el bullicio que a todas horas encontraba caminando por La Habana. Poco a poco descubro que el encanto de estas calles y monumentos reside en su condición de escenario de destacados episodios en los últimos cinco siglos de historia de las Indias Occidentales: conquistadores, corsarios, emigrantes y tantos otros caminaron antes por donde yo lo hago hoy.

La Catedral Primada de América, templo principal de la ciudad, fue la primera en construirse al otro lado del Atlántico. La hicieron bien. Salvo alguna limpieza para devolverle el color a la piedra y la sustitución de la solería, no ha sufrido grandes restauraciones por el momento.

Además de gentes temerosas del Señor, por allí pasó el pirata Drake, que uso el edificio como refugio durante su asedio a la ciudad en 1586. En una de las capillas laterales, que usó como dormitorio durante su estancia, una estatua con la mano cortada es, según los lugareños, testigo de su visita. Cuentan que ordenó la amputación porque le gustaba dormir recostado sobre la figura y la mano que sobresalía se le clavaba en la espalda. Eso sí que es un pirata hecho y derecho, no los Jack Sparrow que nos vende Hollywood.

De la etapa colonial también queda el Alcázar de Colón, desde donde el hijo del descubridor, Diego, ejerció los privilegios que la Corona atribuyó a su padre en el Nuevo Mundo. Aparte de servir como testimonio de la primera arquitectura colonial, el interior no merece mucho la pena, de no ser por las vistas de la ciudad desde sus terrazas. Nos cuentan que fue restaurado y amueblado por Franco y su colega dictador dominicano, Trujillo, – ambos con pésimo gusto – en los años 50.

Saliendo de la zona monumental llegamos al Malecón, donde el río Ozama se encuentra con el Caribe, que acoge los grandes hoteles de la ciudad. Está desierto, seguramente hasta que caiga el sol. Después de atravesar la zona gubernamental, de amplias avenidas y majestuosos edificios, nos topamos con China Town, uno de esos barrios donde la raza negra ha ido borrando con los años los rasgos orientales de los asiáticos llegados a la isla.

Abandonamos la ciudad por una autopista que bordea la costa. Una frondosa vegetación rodea la carretera. El mar tiene un color precioso. Me recuerda a una escena de la segunda parte de El Padrino – le llegada de Michael Corleone en coche a La Habana – que precisamente recreó aquí los escenarios cubanos para esquivar el veto de Fidel. No estoy seguro de que sea el mismo sitio ni yo soy Al Pacino, pero el lugar es de película.

jueves, 23 de junio de 2011

Tintin en las Antillas (II): Carteles

“Llegó papá, al rescate de nuestra nación”. Con ese rotundo mensaje, el ex presidente Hipólito Mejía – del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) – vuelve a presentarse como candidato a la presidencia de la República.

Paseando por cualquier lugar de la América Latina es fácil reconocer usos del idioma que en la madre patria ya se consideran arcaicos. Sin embargo, en ocasiones hay que admitir que tienen una virtud: sus mensajes son mucho más directos.

En los primeros cuatro años de mandato de Hipólito, el país vivió una de las peores crisis económicas de su historia. Sin embargo, “papá” no se corta un pelo en presentarse como el salvador de todos los dominicanos. Queda un año para las elecciones y calles y carreteras ya están inundadas de lemas, todos en este tono.

Y no sólo se quedan en los carteles. En las cadenas de televisión nacionales encuentro entrevistas, debates y todo tipo de informaciones políticas en las que los representantes de los partidos hablan a sus seguidores con pasión y vehemencia de sus planes. Me queda en la memoria una escena en la que uno de los candidatos toma juramento a quienes van a acompañarlo en su lista, una masa enfervorecida que responde al unísono con voz firme, como si les fuera la vida en ello.

Mientras en España los grupos – tanto los mayoritarios como los que no lo son tanto – repiten una y otra vez palabras cada vez más vacías como “cambio”, “futuro” o referencias a la importancia del voto de cada ciudadano, al otro lado del Atlántico saben aprovechar bien cada metro de papel que gastan y cada minuto de televisión.

No sé cuál de las dos fórmulas es más eficaz. Lo que sí me queda claro es que con el modelo latinoamericano la disputa es más entretenida y uno se entera mejor de lo que hablan sus políticos.

miércoles, 22 de junio de 2011

Tintín en las Antillas (I): Maniobras de aproximación

El azar, las prisas y las ofertas de última hora nos llevan a Milú y a mí al Caribe, un destino que nunca había estado entre nuestras prioridades pero que, por qué no, merece nuestra visita tanto como cualquier otro rincón del mundo. Al poco descubrimos que la casualidad también se ha querido unir a este cóctel de circunstancias. Mientras esperamos para subir al avión, recordamos que hace apenas seis meses – que hoy parecen media vida – hacíamos cola ante la misma puerta de embarque para volar a Bangkok. El listón está muy alto.

Tras ocho horas de vuelo rodeados de un grupo de colegiales ansiosos por beberse todas las reservas de ron de la isla, al fin avistamos las blancas playas de La Española. Lo primero que llama la atención desde el aire es la abundante vegetación del lugar. El verde lo inunda prácticamente todo. Apenas se ven núcleos de población ni carreteras. Largos caminos de tierra parecen ser las únicas vías de comunicación hasta que nos acercamos al aeropuerto, del que nace algo parecido a una autopista. Al menos está asfaltada.

A pesar del atractivo turístico de las costas, parece que el desarrollo no ha llegado tierra adentro. La impresión se confirma nada más aterrizar. Donde uno espera ver una terminal de cemento y cristal se levanta una gran choza de madera, paja y piedra con algunas vigas metálicas. Grandes ventiladores cuelgan de los altos techos a dos aguas. Diría que lo más moderno del lugar es la cinta portaequipajes. Pero, pensándolo bien, en realidad es una inútil maquinita en la que los recién llegados han de picar – a modo de bonobús – su tarjeta de entrada al país, adquirida cinco metros más atrás a un agente de aduanas por el módico precio de 10 dólares americanos, 10 euros para los desprevenidos que no cambiaron.

La estampa la completa el agobiante calor. Aunque no es la primera vez que aterrizamos en latitudes tropicales, el aire espeso aún nos coge desprevenidos al salir del avión. La humedad exterior y el propio sudor acaban con la camisa pegada al cuerpo en unos pocos segundos. Las primeras fotos del lugar son borrosas. El objetivo de la cámara se ha empañado.