viernes, 24 de junio de 2011

Tintin en las Antillas (III): Santo Domingo

Entramos a la ciudad por una zona de apartamentos. No pasan de diez plantas, pero son seguramente los edificios más altos que hemos visto en todo el viaje. Aquí aún no han llegado las rondas de circunvalación, así que en el camino hemos atravesado una ciudad de más de 200.000 habitantes en la que las casas no tenían más de dos pisos. Altas o bajas, no puedo resistirme a los tonos pastel de todas las construcciones. Le da a las ciudades ese toque alegre que a veces se echa en falta en las grises urbes europeas.

Conforme nos acercamos al centro histórico, echo en falta el bullicio que a todas horas encontraba caminando por La Habana. Poco a poco descubro que el encanto de estas calles y monumentos reside en su condición de escenario de destacados episodios en los últimos cinco siglos de historia de las Indias Occidentales: conquistadores, corsarios, emigrantes y tantos otros caminaron antes por donde yo lo hago hoy.

La Catedral Primada de América, templo principal de la ciudad, fue la primera en construirse al otro lado del Atlántico. La hicieron bien. Salvo alguna limpieza para devolverle el color a la piedra y la sustitución de la solería, no ha sufrido grandes restauraciones por el momento.

Además de gentes temerosas del Señor, por allí pasó el pirata Drake, que uso el edificio como refugio durante su asedio a la ciudad en 1586. En una de las capillas laterales, que usó como dormitorio durante su estancia, una estatua con la mano cortada es, según los lugareños, testigo de su visita. Cuentan que ordenó la amputación porque le gustaba dormir recostado sobre la figura y la mano que sobresalía se le clavaba en la espalda. Eso sí que es un pirata hecho y derecho, no los Jack Sparrow que nos vende Hollywood.

De la etapa colonial también queda el Alcázar de Colón, desde donde el hijo del descubridor, Diego, ejerció los privilegios que la Corona atribuyó a su padre en el Nuevo Mundo. Aparte de servir como testimonio de la primera arquitectura colonial, el interior no merece mucho la pena, de no ser por las vistas de la ciudad desde sus terrazas. Nos cuentan que fue restaurado y amueblado por Franco y su colega dictador dominicano, Trujillo, – ambos con pésimo gusto – en los años 50.

Saliendo de la zona monumental llegamos al Malecón, donde el río Ozama se encuentra con el Caribe, que acoge los grandes hoteles de la ciudad. Está desierto, seguramente hasta que caiga el sol. Después de atravesar la zona gubernamental, de amplias avenidas y majestuosos edificios, nos topamos con China Town, uno de esos barrios donde la raza negra ha ido borrando con los años los rasgos orientales de los asiáticos llegados a la isla.

Abandonamos la ciudad por una autopista que bordea la costa. Una frondosa vegetación rodea la carretera. El mar tiene un color precioso. Me recuerda a una escena de la segunda parte de El Padrino – le llegada de Michael Corleone en coche a La Habana – que precisamente recreó aquí los escenarios cubanos para esquivar el veto de Fidel. No estoy seguro de que sea el mismo sitio ni yo soy Al Pacino, pero el lugar es de película.

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