viernes, 26 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (epílogo) - De viaje

Me fascinan los aeropuertos. El hecho de cruzarme con miles de personas y pensar que, en unas horas, cada uno va a estar en una punta del mundo, me maravilla. Será por eso que siempre dedico unos minutos a leer los paneles y comprobar los destinos de los próximos vuelos. Y, por supuesto, siempre se me antoja ir a dos o tres. Por lo demás, las terminales se han convertido en gigantescos centros comerciales. Pero a mí me siguen gustando. Y no solo porque visitarlos significa que me voy lejos. El viaje es parte del placer. Ya os conté algo cuando volvía de Tailandia.

En este viaje he cogido cuatro vuelos y he pasado por cinco aeropuertos, dos de los cales no conocía todavía. He estado aproximadamente 28 horas en el aire y otras 8 en tierra esperando. Tanto arriba como abajo, da tiempo a muchas cosas. Para demostrar que estoy en otro mundo, solo daré un detalle: en el primer trayecto, de Madrid a Ámsterdam, me he< comido entero el sándwich de queso gouda que me han puesto. Los que me conocen bien saben que detesto el queso. Pero, desde tan alto, todo sabe distinto.


A pesar de pasar tanto tiempo en el aire, apenas he dormido dos o tres horas en los vuelos largos. A la ida por la emoción del viaje o por las horas, que no correspondían con mi ya de por sí escaso horario de sueños. A la vuelta, no me explico por qué. Venía cansado después de ocho días harto de andar y, por si acaso ni por esas me venía el sueño, me he tomado por lo menos tres cervezas. Pero nada.

El problema es que los vuelos, sobre todo los intercontinentales, son cada vez más entretenidos. Con una pantalla para mí solo, he podido elegir que ver y qué escuchar durante todo el vuelo. Y, para alguien como yo, tener a mi disposición algunos de los mejores discos de los últimos cincuenta años y poder saltar de uno a otro es demasiada tentación. Así que he aprovechado para escuchar música y ver un par de películas que se me pasaron en el cine. Para descansar, de cuando en cuando echaba un vistazo al GPS para saber por dónde iba. Sobrevolar Vladivostok escuchando el Sgt. Pepper de los Beatles o, unas horas después, contemplar el océano ártico mientras me servía un zumo en el mini-bar de cola son cosas que no se hacen cada día,

Ya en París, después de una hora y cuando me quedaban otras tres para volver a despegar, me ha dado la pájara. De alguna forma, mi cuerpo sabía que se acababa lo bueno. No sé cómo no me he quedado dormido en algún asiento de la terminal. Seguro que si tuviera planeado quedarme un par de días por allí no me hubiera pasado. Pero, ya en el avión, solo me ha dado tiempo a distinguir desde la ventana el cauce del Sena, las islas de San Luis y la Cité. Cuando hemos dejado atrás la ciudad me he quedado frito.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (X) - Postales de Tokio

No sé cuantas veces durante este viaje he pensado “no podía pensar que esto existiera… hasta que vine a Japón y lo vi”. Ahora solo espero que mi memoria no me traicione y me permita contaros si no todas –sería una historia demasiado larga– al menos las anécdotas más llamativas.

Lo primero que me sorprendió fue ver una señal de prohibido fumar en una acera. Efectivamente, no está permitido echar un pitillo ni siquiera en lugares al aire libre. No había reparado en ello, pero cuando me puse a pensarlo me di cuenta de que no me había cruzado con ningún viandante con un pitillo en la boca. A cambio, en medio de la calle hay zonas especialmente delimitadas para fumadores, con asientos, mesas y ceniceros.

Por el contrario, incentivan otros vicios. Creo que no exagero si digo que hay muchos ludópatas. Y es un fenómeno bastante público. En todos los barrios es fácil encontrar al menos un pachinko, Viene a ser lo que en España se llama un salón recreativo: una sala llena de maquinas con juegos bastante simplones. Impresiona asomar la cabeza por alguno de ellos y contemplar las filas de tragaperras y de pequeños hombrecillos sentados frente a ellas golpeando a toda velocidad sus botones.


Algunas de estas salas tienen en los pisos superiores otras dependencias donde los juegos si son más sofisticados: desde las clásicas carreras de coches o las aventuras de matar monstruos hasta surfear, hacer snowboard o pilotar una nave. No me he parado a ver los precios, pero no creo que sea muy caros, a juzgar por la cantidad de gente que los usa.


En otros casos, la ludopatía se mezcla con el consumismo. También hay locales que mezclan los videojuegos con esas máquinas cuyo objetivo es atrapar un peluche u otra clase de objeto con unas pinzas. Otro gran éxito. Pero las que mejor acogida tienen, por lo que he podido presenciar, son las maquinitas expendedoras que venden pequeños muñecos metidos dentro de una bola de plástico. Se agolpan por decenas, generalmente en las puertas de estos establecimientos, pero también en algunas tiendas.


Pero sin duda las máquinas cuya presencia supera de largo a las demás son las expendedoras de bebidas. Prácticamente en cada calle se puede encontrar una. O varias juntas, porque las hay con varios tipos de bebidas: cafés y tés fríos, zumos, refrescos, bebidas energéticas y vitamínicas. No hace falta que se trate de una zona comercial. Algunas están en lugares bastante desangeladas. Además, tienen una cualidad de la que bien podían aprender las empresas europeas: los precios son prácticamente los mismos independientemente de que se encuentren en un barrio de las afueras, junto a una atracción turística o en el aeropuerto.


La verdad es que a mí me han salvado varias veces de la deshidratación. Aún recuerdo la primera que descubrí, al lado del Budokan. Aunque, como cuando se compra cualquier otro alimento en Japón, también tienen su riesgo. Aquel día lo comprobé. Al igual que los menús de los restaurantes, las etiquetas de los envases están en japonés. Así que, cuando creía comprar un zumo de manzana, en realidad estaba adquiriendo un té helado y amargo. A la segunda vi un pequeño tetrabrik de cartón con unas frutas dibujadas y pensé que sería un zumo normal, pero era un mejunje espeso y dulzón. Más potable que el anterior, pero aún bastante asqueroso. A la tercera por fin acerté: ¡agua!


También es curioso el concepto que tienen de la publicidad y su integración en los espacios exteriores. Es todo tan exagerado que a los pocos días de pasear por Tokio y ver tres o cuatro extravagancias ya ni siquiera llama la atención. Así, no es extraño encontrar en medio de una plaza un Godzilla de no sé cuantos metros o una veintena de Doraemons, ideados para promocionar los lanzamientos de sus respectivas películas.


Pero la palma se la lleva un gigantesco robot que preside la entrada de un centro comercial en la isla de Odaiba. Solamente verlo ya resulta impresionante. Pero me he perdido lo peor. Al parecer, cada mediodía hay un espectáculo en el que el robot se mueve y enciende todas las luces que lo decoran. ¡Todos los días menos el que yo fui! Un cartel, en japonés y en inglés, pedía disculpas a los visitantes y lamentaba informar de una avería que había obligado a suspender el espectáculo.


Pero tanta modernidad también convive con otras técnicas publicitarias bastante rudimentarias. En pleno barrio de Akihabara, zona comercial de la tecnología por excelencia y paraíso para los amantes de los artilugios electrónicos, muchos negocios destinan a un empleado exclusivamente a vocear en la puerta de su local los precios de sus productos estrella y las últimas ofertas. Al más puro estilo verdulera del mercado de abastos. Todos siguen un comportamiento parecido: subidos en un pequeño cajón, un megáfono en una mano, un cartel en la otra y a gritar.


Y es que, definitivamente, la calle juega un papel importante en la vida de los tokiotas. Mi primera noche, en pleno corazón del luminoso y animado barrio de Shinjuku, me sorprendió ver a una multitud parada mirando una gran pantalla suspendida de uno de los edificios. Cuando llegué al lugar, comprobé que en su mayoría eran jóvenes y que estaban viendo la grabación de un concierto del típico ídolo adolescente. No me atrevo a decir que estaban tan animados como si estuvieran presenciándolo en vivo en cualquier estadio, pero les faltaba poco.


Y me paro aquí. Podría seguir, pero esto se está alargando demasiado y leer textos tan largos en la pantalla puede llegar a ser incómodo. El que quiera seguir oyendo anécdotas y locuras varias, es libre de llamarme para tomar una cerveza.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (IX) - El jefe de estación

La estación de autobuses no es más que una explanada entre las cuatro casas mal contadas que forman Hakonemachi, a la orilla del lago Achi. Hace varios siglos fue un punto de control importante en la ruta entre Tokio y Kioto. Hoy, parece que sigue viviendo de los visitantes que llegan hasta allí. A mi alrededor, un anillo de montañas rodea el valle, creando un paisaje digno de la excursión. Uno de esos montes es el Fuji. Sin embargo, un cielo encapotado impide, hoy también, ver su cumbre.

De todas formas, mi última excursión en el país ha merecido la pena. Por la mañana he cogido un tren bala y, después, otro ferrocarril de vía estrecha hasta un pueblo entre las montañas. De allí he tomado un autobús que, a través de una empinada y tortuosa carretera, me ha llevado hasta la orilla del lago, donde me esperaba un peculiar barco con apariencia de velero y con un potente motor. A pesar del cielo encapotado, las montañas y la exuberante vegetación me han ofrecido un paisaje que tardaré en olvidar.


Y ahora comienza mi viaje de vuelta. No sé si el jefe de estación recibe o merece ese tratamiento, pero para el caso lo bautizaré así. Sentado en un soporte de cemento que sujeta un poste con los horarios de alguna línea de autobús, lo veo ir y venir. Es un hombre regordete y con cara de simpático, pantalón largo, camisa de manga corta y gorra. Va sin cesar de su caseta a los andenes y de allí de vuelta a la caseta. En un lado vende los billetes a los pasajeros y en el otro recibe a sus colegas conductores y controla el embarque de los dos o tres viajeros que suben al autobús. En mi opinión no tiene tanto que hacer, pero da la impresión de que siempre está trabajando.

Aquí viene otra vez. Me ve escribiendo y me sonríe. Se ve que nos hemos caído bien. Y eso que nuestra conversación ha sido una mezcla de inglés y gestos, ambos igual de incomprensibles. Sabe que me queda un buen rato allí y sospecho que le gustaría sentarse a hablar conmigo, pero la verdad es que sería bastante inútil. A cambio, cada vez que pasa me mira y me dirige algún gesto amable.

Ahora vocifera algo por su megáfono rojo. A saber qué. Yo hago el intento de comprenderlo: levanto la cabeza y escucho, pero después de una semana aquí, esta lengua me sigue sonando a chino. Y eso que ya sé que es japonés.


Después de una hora de espera, por fin llega mi autobús. La carretera no tiene tanta pendiente como la de esta mañana, pero el camino es bastante movidito. Atravesamos varios pueblos y, una hora más tarde, oigo por la megafonía lo que parece el nombre de mi parada. En efecto, el autobús se detiene frente a una estación de tren. Debe ser aquí.

Me dirijo a la taquilla y le explico al taquillero que quiero volver a Tokio. Examina mi bono para los trenes y me pregunta “smoking or no smoking?”. Pronuncio la palabra “no” y, para reforzar mi mensaje, levanto la mano y, con el dedo índice en alto, la meneo de un lado a otro. Pero el buen señor vuelve a insistir: “no smoking?” pregunta, esta vez moviendo la mano, con todos los dedos juntos, de un lado para otro delante de su nariz. Intuyo que hace el gesto de dispersar el humo del tabaco, como si yo no me hubiera enterado de lo que pregunta. Así que le respondo “no smoking”. Y al final para nada, porque no me da ningún billete. Simplemente me indica que vaya a la vía 2 y que suba al próximo tren, que se dirige a Tokio. Por supuesto, lo hace con muchas menos palabras.
 

Subo al andén y en menos de dos minutos pasa un tren. Una vez en el vagón, examino mi mapa y compruebo que, efectivamente, esa línea llega a Tokio. Aunque calculo que debe tardar una eternidad. Sin embargo, veo que dos o tres paradas después puedo enlazar de nuevo con el tren bala. Y ya que me sale gratis y que es el último día, me voy a dar el capricho.

Ya de vuelta en Tokio, comento con mi anfitrión y traductor la escena del taquillero y el tabaco. Y, cuando entro en detalles, me explica la situación: mientras que nosotros negamos moviendo el dedo índice de un lado para otro, los japoneses lo hacen moviendo la mano entera. Hay que ver las cosas que se aprenden viajando.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (VIII) - Shinkansen a Kioto

A primera hora de la mañana estoy en la estación de Tokio para coger el tren bala hacia Kioto. Es impresionante la cantidad de frecuencias que tiene la línea, que conecta la capital con Osaka, así que no hay problema de plazas. Eso sí, la chica de la taquilla me comunica con cara apesadumbrada lo que para ella es una mala noticia: para el tren que yo quiero coger no quedan billetes de ventanilla en el lado desde el que se puede ver el monte Fuji. Solo puede ofrecerme un asiento de pasillo de ese lado del tren. Finalmente, las nubes me acompañan durante todo el trayecto y es imposible ver nada.


En algo más de dos horas y media llego a mi destino. En la oficina de turismo de la estación, me hago con un mapa de la ciudad y un bono para usar los autobuses urbanos. En lugar del ambiente rústico que yo esperaba, me encuentro una ciudad de tamaño medio por la que están desperdigados decenas de monumentos. Así que tomo el primer autobús, que me lleva por una larga avenida hacia el que es quizá el lugar más popular de la ciudad: el pabellón dorado.


Sin embargo, el lugar que más me ha impresionado es el palacio Ninomaru. Inserto en el castillo de Nijo, me hacen descalzarme para entrar en el edificio. Seguramente es una medida más para cuidar los suelos que, al igual que gran parte del edificio, son de madera. Bajo mis pies se escuchan sus crujidos. Leo que siempre fue así y que el suave chirrido, fácilmente perceptible en el silencio del lugar, servía para alertar de la presencia inesperada de sirvientes o visitantes. Decenas de puertas correderas dan acceso a las estancias del antiguo shogun. Laminas de oro y grabados en madera decoran las paredes. El lugar coincide casi totalmente con mi imagen mental de un antiguo palacio japonés. Mi única pena es que no está permitido hacer fotos. Así que me esfuerzo en grabar bien la imagen mental.


Coincidiendo con la caída del sol, y casi por casualidad, llego a Gion, el barrio de las geishas. Caminando por una gran avenida, me llama la atención un callejón con varias casas de madera. Así que desvío mi recorrido y me encuentro una estampa que, salvo por la presencia de algunos coches y de los cables que cuelgan a varios metros de altura, hubiera visto cualquiera que pasase por allí hace cien años. Algunos de los inmuebles están abiertos y dejan ver sus patios, decorados con flores y pequeños estanques. Al final de una cuesta, preside el barrio una gran pagoda, que pone la guinda perfecta al paisaje.


Me quedo con ganas de dedicarle más tiempo a la ciudad. O de acercarme a la vecina localidad de Nara. Pero la semana larga que he programado para mi viaje a Japón no da para más. Por buscar el lado positivo, ya tengo la excusa perfecta para volver por esta esquina del mundo. Sin embargo, la vuelta a Tokio me depara todavía una curiosa escena en la que no había reparado por la mañana.


De nuevo en el Shinkansen, el nombre japonés para el tren bala –debió ser una invención extranjera, porque en japonés no significa eso– me fijo en la tripulación de a bordo. Está compuesta por revisores, que visten un pomposo uniforme color beige y apariencia militar, y azafatas que pasan a ratos empujando un carrito en el que venden bebidas y aperitivos. Además de las labores propias de su puesto, todos ellos realizan un curioso ritual: cada vez que entran en el vagón miran al pasaje y hacen una reverencia; cuando llegan al otro extremo, abren la puerta y, antes de sobrepasarla, se giran y vuelven a inclinarse en señal de respeto. Haciendo una estimación a la ligera, he calculado que me han hecho en torno a cien reverencias en todo el viaje. No merezco tanto.

martes, 16 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (VII) - Yokohama

Lo primero que se me viene a la mente cuando pienso en Yokohama es que fue una de las escalas de Phileas Fogg en su vuelta al mundo en 80 días. Todo un referente para un viajero como yo. Algún año debería hacer ese viaje. En cualquier caso, ya que he llegado tan cerca, no podía dejar pasar la oportunidad de conocer la ciudad.

Un trayecto de poco más de media hora en tren me lleva desde Tokio a la estación central de Yokohama. Aunque llego con unos cuantos puntos de referencia de lo que quiero ver, mi idea es callejear entre uno y otro, como hacía en la novela el bueno de Passepartout. Sin embargo, nada más salir de la estación,  me he encontrado con la sede de Nissan. Así que he parado un rato a ver los últimos modelos y a conducir en los simuladores que ofrecen de forma gratuita.


Después de unas vueltas a toda velocidad por no sé qué circuito, pongo los pies en el suelo y salgo del edificio. Cruzo por una gran pasarela desde la que veo la primera panorámica de la ciudad. A pesar de que está unida a Tokio, Yokohama es muy diferente a la capital. También tiene grandes rascacielos, pero entre ellos hay anchas avenidas, zonas verdes y, fundamentalmente, aire.


En mi camino, me fijo en que apenas hay gente por la calle. En realidad, hay una cantidad normal de personas, pero parece ínfima viniendo de Tokio. Quizá eso también ayuda a hacer el paseo más agradable. Y, mientras doy vueltas a estas ideas, por fin llego al mar. Cruzo a una pequeña isla, desde la que se puede apreciar el skyline de la ciudad. Pero me quedo mirando unas pequeñas casas de colores, de un par de pisos como mucho, que han sobrevivido en primera línea a la expansión de los rascacielos. Me gusta el contraste.


Un poco más allá comienza el puerto. Quizá es lo menos vistoso de la ciudad, pero a la vez lo que la hizo importante, ya que Yokohama fue durante años la principal conexión de Japón con el resto del mundo. Entre las instalaciones portuarias destacan algunas antiguas, restauradas y adaptadas ahora a un uso civil, y otras modernas. Entre estas últimas, descubro que la terminal marítima fue diseñada por un español, el arquitecto Alejandro Zaera. Cuando uno está tan lejos, a veces hasta hacen ilusión estas cosas.


Para el final de mi paseo he dejado el barrio chino. Sus colores fuertes, sus arcos de entrada y sus techos picudos destacan entre las líneas rectas y los tonos apagados de los demás edificios de la ciudad. También es la zona más bulliciosa. Guías con paraguas en alto conducen a grupos de turistas japonesas que miran a ambos lados con asombro como si pasearan por una ciudad extranjera. Supongo que los carteles estarán en chino, aunque yo personalmente soy incapaz de distinguirlos de los letreros en japonés.


El centro del barrio es un pequeño templo al que se accede por unas amplias escaleras divididas en dos tramos. Está más decorado que los demás que he visto hasta ahora. No sé si estarán en fiestas o es siempre así. Aparte de eso, el barrio es una cuadrícula de calles más anchas y pequeños callejones repletos de tiendas y restaurantes chinos, atendidos todos por emigrados de aquel país. Para mi desgracia, no saben más inglés que sus vecinos japoneses. Así que, un día más, no sé qué he almorzado. Lo único que tengo claro es que picaba mucho.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (VI) - Cerca del mar

El turismo es una de las pocas actividades que no mueve a grandes mareas de gente en Japón. Sorprende ver el poco volumen de visitantes en la mayoría de atracciones turísticas. Creo que es un problema de marketing. Quizá por eso hay tan pocos carteles en inglés. O a lo mejor es al contrario. ¿El huevo o la gallina? Sin embargo, los nativos sí son muy aficionados a hacer excursiones el fin de semana y, durante el sábado y el domingo, las manadas que a diario transitan por los barrios de negocios se trasladan a las zonas más pintorescas de la ciudad o a localidades vecinas.


Aun así, después de tres días recorriendo Tokio, el domingo parece un buen momento para dejar la ciudad y conocer algo de sus alrededores. A unos cincuenta kilómetros, pegado a la costa del Pacífico, se encuentra Kamakura. Como pueblo no vale gran cosa, pero tiene varios rincones que bien merecen la excursión en tren. El más espectacular es, sin duda, un Buda gigante de trece o catorce metros de altura. Además, la orografía de la zona hace que varios templos se emplacen en lo alto de colinas, con el consiguiente esfuerzo para el sufrido turista. A cambio, ofrecen una estampa original y también una panorámica interesante del resto del pueblo y sus alrededores.


A unos metros de la playa –tan pocos como para que un puente cubra la distancia – se asienta la isla de Enoshima. Para mi gusto, una isla unida a tierra pierde parte de su encanto. Aun así, el lugar es increíble. Se accede por una calle comercial, pero poco a poco las construcciones van dejando su sitio a la vegetación, bastante frondosa en algunos puntos. No es difícil de entender, teniendo en cuenta la humedad que hace.

Un camino de piedra, con continuas subidas y bajadas, serpentea por la isla y ofrece un completo recorrido que pasa por templos, cuevas y espléndidos miradores naturales con vistas al Pacífico. La naturaleza se mezcla con la leyenda, ya que una de estas grutas era la morada de un dragón que habitaba en la isla, según cuentan los lugareños. Siempre me hicieron gracia estos animales: lagartos grandes que volaban y echaban fuego por la boca. No sé por qué, pero me resultan simpáticos.


En otra cueva, más grande, los vigilantes del recinto entregan a la entrada velas para recorrer sus estrechos y profundos pasillos. En uno de sus recovecos, un tambor ofrece a los visitantes la oportunidad de hacer ruido para despertar al dragón. Así que, mientras paseas, se escucha de fondo una sucesión de sonidos graves y arrítmicos. Porque ninguno de los visitantes parece ser capaz de marcar un compás decente. ¡Pobre dragón!

A pesar del calor y de que no he conseguido librarme de los mogollones que atestan todo por aquí, ha merecido la pena descubrir otra cara de Japón. Tan cerca de la gran ciudad, aparece un país de casas pequeñas, distancias abarcables a pie y parajes naturales. Como unos domingueros más, hemos disfrutado de comer mirando al mar, oír leyendas de dragones o pasar unos minutos frente a un estanque mirando como chapotea un puñado de tortugas. Después de tres días entre grandes rascacielos, tocaba disfrutar de las pequeñas cosas.

viernes, 12 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (V) - Moviendo el bigote en el país del sol naciente

La hora de la comida es siempre una experiencia en cualquier lugar del mundo que se visite. Aparte de la imposibilidad de entender un menú de la que ya he hablado anteriormente, la variedad de locales disponibles en las grandes ciudades japonesas, sus platos y su ambiente siempre guardan alguna sorpresa.

Mi primera experiencia en solitario me lleva a un bar de Akihabara. Veo un hueco libre en la barra y me dispongo a sentarme. El camarero se dirige al mismo hueco y deposita una pequeña jarra con un líquido oscuro, así que supongo que el asiento está ocupado. Pero no, es para mí y el chico me indica, por gestos, que me siente. Doy un buche y compruebo que es té. Está amargo y frío. Ni a mí me gusta el té ni este parece estar muy allá, pero no tiene pinta de que me vayan a poner otra cosa de beber. Hace calor y tengo sed, así que doy un sorbo largo y apuro medio vaso. Desde el otro lado de la barra, el atento camarero llega con una jarra de dos o tres litros y me rellena. ¡Si yo me lo pensaba acabar solo por educación!


Parece que en Japón es normal no pedir una bebida para acompañar el almuerzo o la cena, así que habitualmente te van rellenando un vaso de agua o, muy a mi pesar, de té. En otro local incluso tienen pequeños grifos repartidos por la barra para que cada uno se vaya sirviendo. Donde encuentro agua, suelo beber alrededor de un litro. No exagero. Si lo que ofrecen es té, prácticamente me están obligando a pedir una cerveza. Y aquí son grandes. Lo normal es que te sirvan medio litro.

La falta de espacio, el precio del metro cuadrado y demás aspectos urbanísticos hacen frecuente encontrar restaurantes uno encima de otro. Paseando por ciertos barrios, es fácil fijarse en una puerta en la que aparecen las cartas de varios establecimientos. Un poco más adentro, un directorio indica en qué planta está cada uno. Así, en el primer piso puedes comer sushi, en el segundo curri, en el tercero guisos varios…

Especialmente en Akihabara, aunque supongo que no exclusivamente, son comunes los maid cafés, locales en los que la mayor particularidad es que las camareras visten trajes de sirvienta con las faldas demasiado cortas. La verdad es que no los he probado porque, además de la cerveza que te bebes, te cobran la carne que no te comes y que solo ves. Debajo de uno de ellos, hay una tienda de la misma empresa que vende tanto los trajes como fotos de mozas ataviadas de tal guisa. Curioso.


Otra costumbre extraña para los estándares occidentales es la de descalzarse para entrar a un restaurante. En la puerta hay unas taquillas donde dejar los zapatos. Más adelante, en lugar de una gran sala llena de mesas, el local se divide en pequeñas habitaciones en las que cada grupo puede comer sin ver ni ser visto por nadie. Cada cubículo dispone de una tableta táctil para pedir y de un timbre para avisar al camarero, que llama tímidamente a la puerta antes de entrar cada vez que viene a traer algo. Las paredes son de papel y madera, así que el aislamiento es solo visual, no acústico. Además, parece que los nativos se vienen arriba en la privacidad que dan estos finos tabiques y gritan más que nunca.

En el terreno puramente culinario, he de destacar que he comido mucho mejor que en ninguno de los restaurantes japoneses que he visitado en occidente. No sé si es la calidad de los productos, la destreza para prepararlos o que, por el hecho de estar tan lejos, te sabe todo más rico. Y a unos precios más razonables. Es verdad que he vuelto con algún kilo de menos, pero creo que eso se debe más bien a la cantidad de kilómetros que he andado.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (IV) - El templo

Cualquier recorrido por Japón pasará, al menos, por una decena de templos. Como ya he comentado anteriormente, prácticamente cada barrio tiene uno y, claro está, los hay más bonitos y más feos. Aparentemente, todos tienen una estructura similar. Un visitante poco observador podría decir incluso que todos son iguales. Aunque eso sería tanto como afirmar que todas las catedrales europeas son lo mismo.


Lo primero que llama la atención son los toriis, sencillos arcos de madera que indican el camino hacia el templo. En ocasiones hay decenas de ellos, donados por fieles agradecidos, y comienzan desde muchos metros antes de llegar al edificio principal del santuario. Pero más allá del aspecto arquitectónico –caracterizado por grandes tejados puntiagudos, columnas y paredes de madera y, a veces, colores demasiado estridentes–, me ha encantado conocer la cantidad de rituales que componen la visita a cualquiera de estos lugares.


Una vez sobrepasado el umbral del templo, a un lado se levanta un pequeño cobertizo bajo el que hay un pilón de agua con una fuente para purificarse antes de llegar al altar principal. Con la ayuda de pequeños cazos de madera, el visitante debe mojarse primero la mano izquierda, después la derecha y, por último, la boca. En algunos templos te indican que no bebas el agua y te invitan a “escupirla suavemente”. Pero a mí me enseñaron que escupir está feo y, llegados hasta aquí, no voy a dejar que me asusten un par de bacterias asiáticas. Después de varios buches, no me ha pasado nada.


Tras el agua, el fuego. Frente al altar principal hay una pequeña estufa en la que se queman barras de incienso. Decenas de visitantes se agolpan a su alrededor y, con las manos, intentan atraer hacia ellos la continua nube de humo para así llamar a la buena suerte. Es curioso contemplar a algún japonés intentando atraer la mayor cantidad de humo posible con una mascarilla que le tapa la boca y la nariz.


En otro edificio aledaño, una curiosa ceremonia propone a quien lo desee conocer qué le espera en su vida. Para ello, primero hay que tomar una caja repleta de palillos numerados y, por un pequeño agujero, sacar uno al azar. Dicho número conduce a uno de entre más de un centenar de pequeños cajones, a su vez repletos de octavillas con predicciones. A mí me aguarda un destino bastante negro en el futuro más próximo. El gracioso que se dedique a escribir estas cosas se ensañó cuando redactó la mía. Me pregunto dónde se pueden conseguir trabajos así. Daría rienda suelta a mi mala leche.


Pero a pesar de tanto artificio, todo gira en torno al altar principal. En la puerta del edificio hay un pequeño contenedor ante el que la gente se detiene unos segundos a orar. Normalmente, hay sitio para tres personas, por lo que el resto de fieles espera pacientemente tras ellos a que terminen. Después de una amplia reverencia, lo primero es echar una moneda al contenedor, después viene el momento de dialogar en silencio con la deidad correspondiente y, por último, se levantan las manos y se dan un par de palmadas. En algunos templos hay una campana suspendida del techo y, después de terminar la oración, se tira de un gran cordel que cuelga de ella para hacerla sonar.


Y, por si todo lo anterior no surte efecto, todavía hay un último recurso. Cerca del altar, se levanta un pequeño muro del que sobresalen decenas de clavos largos para suspender de ellos pequeñas tablillas en las que cada uno escribe sus deseos y plegarias. Aunque la mayoría están en japonés, a veces se encuentra alguna en inglés, francés o español.

martes, 9 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (III) - El caos ordenado

Contando su área metropolitana, Tokio es el núcleo urbano más grande del mundo. La primera impresión es que es un auténtico caos. Demasiada gente en casi todas partes, un mapa de metro enmarañado, vías de tren por encima de las calles, decenas de distritos que se agolpan uno tras otro. Observando desde el helipuerto en la azotea de la Mori Tower o desde el mirador del edificio del Gobierno Metropolitano de día o de noche parece imposible encontrar el final de la ciudad. Pero, después de unos días, se empieza a detectar que hay un orden en todo ello y que nada ha sido dejado al azar.


Las estaciones de metro y de tren están abarrotadas prácticamente a cualquier hora del día. Sin embargo, hay dos carriles imaginarios que todos respetan. Al igual que el tráfico rodado, basta con circular por la izquierda del pasillo o escalera en cuestión. El problema viene cuando debes girar a la derecha para coger otro pasillo, dirigirte a una taquilla o, cosa relativamente frecuente en estos laberintos, te has equivocado de dirección y deseas rectificar. Entonces, tienes la sensación de estar cruzando entre una estampida de búfalos. Porque todos tienen como único camino seguir a la espalda de delante y ninguno va a parar.

Una vez en el tren, aplastados cual sardinas enlatadas, la muchedumbre viaja en absoluto silencio. Creo que no exagero si digo que en cada vagón pueden caber apiñados un centenar de personas. Pues bien, en alguna ocasión he comprobado que mi voz era el único sonido que se oía allí dentro. Los demás escuchan música, juegan con sus móviles o incluso duermen.

Cuando se aproxima tu parada, parece imposible llegar a la puerta. El primer día cometí la imprudencia de tocar suavemente el hombro de otro pasajero para indicarle que deseaba salir. El salto que dio el caballero me demostró que no debía hacer eso nunca más. En realidad, basta con dirigir la mirada hacia la puerta y avanzar lentamente. Todo el mundo se apartará, saliendo incluso del vagón si fuera necesario, para dejarte paso.


También me sorprendió ver en el mapa la cantidad de líneas de tren al aire libre que recorren la ciudad. Sin embargo, la mayoría de las vías van elevadas y dejan bajo sí un espacio que en muchas partes ha sido reconvertido en locales comerciales. No hay un centímetro cuadrado que perder. El mercado de Ameyoko es un buen ejemplo, ya que se asienta bajo un trayecto de las vías de la línea Yamanote y en las dos calles que la flanquean.

La estructura de la ciudad resulta un auténtico galimatías en un principio. Pero, después de varios paseos, se asimila fácilmente. Tokio es una sucesión de barrios o distritos pero, aparte de las peculiaridades de cada uno, todos repiten prácticamente los mismos elementos. El centro suele ser una estación. Claro, tanta gente tiene que moverse de alguna forma y la red de transportes tiene una importancia vital. A su alrededor, siempre hay una zona de servicios, fundamentalmente tiendas y restaurantes. También es común que haya un parque, un pulmón de oxígeno en el que aislarse un rato del barullo de la ciudad. Y en él, a su vez, es habitual que haya un templo.


Se diría que han aprendido a vivir en orden. Y quizá eso es lo que hace a esta ciudad diferente de todas las grandes urbes que había conocido hasta ahora. Londres, París o Nueva York tienen cada una su estilo propio, pero en todas encuentras lugares en los que la población ha conseguido dominar a la ciudad y ha dado a la zona un toque que lo diferencia del resto de barrios. Lo pueden llamar mestizaje, fusión, cosmopolitismo. No hay nada de eso en Tokio. Destacan sus contrastes –de la luz y el colorido de las zonas comerciales al aspecto tenebroso de los pasillos de algunas estaciones de metro, del bullicio de las aceras a la paz de cualquier templo– pero en realidad todo está dentro de sus esquemas. Todo bajo control.

lunes, 8 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (II) - Analfabeto

Es inmensamente frustrante no poderte comunicar con la gente que te rodea. No recuerdo haber tenido nunca esa sensación en anteriores viajes, pero aquí me pasa continuamente. Entro en una tienda y la dependienta me dirige unas palabras con una amplia sonrisa. Pero no tengo ni idea de qué ha dicho. Lo único que puedo hacer es devolverle la sonrisa y, como mucho, dirigirle un “Konichiwa”, seguramente mal pronunciado. Para mi desgracia, el inglés es aquí un arma tan poco efectiva como lo sería una rama de olivo para defenderse del ataque de un tigre.

El primer encontronazo con la lengua llegó en el aeropuerto. Me detuve un momento a mirar el billete de tren que acababa de comprar para ir al centro de la ciudad y comprobé que tan solo entendía algunos números. Por alguna razón, deduje que “8 21” significaba que debía viajar en el asiente 21 del coche 8. Subí a ese vagón, pero los asientos tenían un número y una letra. Así que volví a examinar el billete y encontré otro par de cifras: “8 5-D”. Eso sí, creo. Al menos, nadie vino a decirme que el asiento 5-D era el suyo. Por cierto, los núeros anteriores se referían a la fecha: 21 de agosto.
 
El transporte público está muy bien organizado, pero hay que aprender a entenderlo. En muchos trenes y autobuses indican la próxima parada en japonés e inglés, pero en otros solo lo hacen en su propio idioma. Con el tiempo, he conseguido identificar cómo suena la expresión “próxima parada”. Son tres sílabas –su-ni-ba–, aunque no tengo ni idea si eso equivale a una palabra o son varias. Así, cada vez que escucho ese grupo de sonidos, pongo la antena para ver si las palabras que vienen a continuación se parecen al nombre de la parada donde quiero bajarme. El sistema ha demostrado un cien por cien de efectividad.

Lo más comprometido llega cada día a la hora del almuerzo. Es imposible encontrar una carta en otro idioma que no sea el japonés. Y los complicados caracteres con que escriben hacen inviable ni siquiera adivinar lo que pone allí. Uno puede viajar a Alemania sin conocer el idioma, pero leyendo cree identificar alguna palabra que recuerda al castellano o a otra lengua conocida. Aquí eso sería un sueño.


Compensan esta deficiencia con fotos de todo lo que puedes pedir y, en muchos locales, con fieles representaciones en cera de cada plato. Incluso para preguntarte si quieres la bebida grande o pequeña, te muestran dos vasos –cada uno de un tamaño– rellenos de una masa que imita a la cerveza o al refresco. De hecho, esas reproducciones son tan populares que las venden como productos de recuerdo para los turistas.

Pero ni las fotos ni los platos de cera son una garantía. Hay ingredientes que no son lo que parecen, trozos de bambú escondidos entre el arroz y salsas con sabores –o picores– que no se advierten en los modelos. Así que comer al mediodía se convierte en una gran aventura. Por suerte, para la cena cuento con un intérprete y consejero que me orienta por los misterios de la gastronomía nipona. Al final, entre lo que me traducían y lo que yo no entendía, he comido bastante bien sin leer un solo menú.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (I) - Descubriendo Tokio

Después de once horas de vuelo, el tren que me lleva del aeropuerto al centro de Tokio parece una tontería. En cincuenta minutos he llegado a la estación central. Y aquí empieza la aventura. Ante mí se extiende un interminable laberinto de pasillos y decenas de señales amarillas suspendidas del techo me indican el camino hacia las numerosas salidas del edificio. Ningún nombre me dice nada en especial, así que no sé cual tomar. Finalmente, después de diez minutos andando, he salido por una cualquiera, que casualmente me venía bien para la dirección que debía tomar a continuación.

Mi primer contacto directo con la ciudad es todo lo que uno puede esperar. A mi espalda queda la fachada principal de la estación, un edificio de ladrillo rojo, construido al estilo occidental a principios del siglo XX. Frente a mí, una avenida de ocho carriles flanqueada por imponentes rascacielos. Se dice que, en las grandes ciudades, se distingue a los turistas de los nativos porque siempre miran hacia arriba asombrados por la grandiosidad de todo lo que les rodea. Aunque mi cara evidencia que no soy japonés, mi mirada curiosa también me delata.

Unos metros más allá se extienden los jardines que esconden el Palacio Imperial. Después de soltar mi equipaje, decido dedicar la tarde a este y los demás parques de la zona. En conjunto, forman un enorme espacio verde en el que es difícil percibir el sonido de la ciudad. Tampoco hay mucha gente. De hecho es un lugar extrañamente solitario para encontrarse en el centro de una gran megalópolis.

El encuentro con las postales más estereotípicas llega por la noche: carteles luminosos, manadas de gente andando por las aceras, constantes invitaciones al consumismo desenfrenado… Es el barrio de Shinjuku. Todo es más grande en Tokio, como en América: las tiendas, los anuncios que cuelgan de las fachadas. Incluso los pasos de peatones parecen más anchos. Supongo que es normal, teniendo en cuenta la cantidad de viandantes que cruzan cada vez que el semáforo se pone en verde.

En medio de ese caos, destacan dos pequeñas islas que se distinguen del resto del barrio. La primera la forman un par de calles en las que se reúnen decenas de clubes nocturnos. Tienen una iluminación estridente, como cualquier club de carretera. Solo que aquí eso no sirve para diferenciarse del resto del paisaje urbano. Y no ocultan lo que hacen. Al contrario, todo es muy evidente.

La otra zona peculiar es un callejón de no más de un par de metros de ancho repleto de pequeños bares forraos de madera donde la gente –como mucho diez personas en cada uno, porque no caben más– se agolpa en torno a la barra para comer y beber. No hay ni rastro de las grandes luces de neón de las calles principales y la poca iluminación es la que emana de los farolillos colgados de la puerta de los establecimientos.

El calor pegajoso y el jet lag empiezan a hacer mella, así que es hora de volver a casa. El camino comienza en la estación de Shinjuku, otra maraña de pasillos similar a la que atravesé esta mañana al llegar a la ciudad. En ella confluyen al menos una decena de líneas, entre las distintas compañías de metro y tren. He leído que es la más utilizada del mundo, con dos millones y medio de viajeros diarios. No es difícil perderse aquí. Y apuesto a que en esta semana lo voy a comprobar, porque la situación de mi piso franco en Tokio me va a hacer pasar por aquí varias veces al día.