La hora de la comida es
siempre una experiencia en cualquier lugar del mundo que se visite. Aparte de
la imposibilidad de entender un menú de la que ya he hablado anteriormente, la
variedad de locales disponibles en las grandes ciudades japonesas, sus platos y
su ambiente siempre guardan alguna sorpresa.
Mi primera experiencia en
solitario me lleva a un bar de Akihabara. Veo un hueco libre en la barra y me
dispongo a sentarme. El camarero se dirige al mismo hueco y deposita una pequeña
jarra con un líquido oscuro, así que supongo que el asiento está ocupado. Pero
no, es para mí y el chico me indica, por gestos, que me siente. Doy un buche y
compruebo que es té. Está amargo y frío. Ni a mí me gusta el té ni este parece
estar muy allá, pero no tiene pinta de que me vayan a poner otra cosa de beber.
Hace calor y tengo sed, así que doy un sorbo largo y apuro medio vaso. Desde el
otro lado de la barra, el atento camarero llega con una jarra de dos o tres
litros y me rellena. ¡Si yo me lo pensaba acabar solo por educación!
Parece que en Japón es normal
no pedir una bebida para acompañar el almuerzo o la cena, así que habitualmente
te van rellenando un vaso de agua o, muy a mi pesar, de té. En otro local
incluso tienen pequeños grifos repartidos por la barra para que cada uno se
vaya sirviendo. Donde encuentro agua, suelo beber alrededor de un litro. No
exagero. Si lo que ofrecen es té, prácticamente me están obligando a pedir una
cerveza. Y aquí son grandes. Lo normal es que te sirvan medio litro.
La falta de espacio, el precio
del metro cuadrado y demás aspectos urbanísticos hacen frecuente encontrar
restaurantes uno encima de otro. Paseando por ciertos barrios, es fácil fijarse
en una puerta en la que aparecen las cartas de varios establecimientos. Un poco
más adentro, un directorio indica en qué planta está cada uno. Así, en el
primer piso puedes comer sushi, en el segundo curri, en el tercero guisos
varios…
Especialmente en Akihabara,
aunque supongo que no exclusivamente, son comunes los maid cafés, locales en
los que la mayor particularidad es que las camareras visten trajes de sirvienta
con las faldas demasiado cortas. La verdad es que no los he probado porque,
además de la cerveza que te bebes, te cobran la carne que no te comes y que
solo ves. Debajo de uno de ellos, hay una tienda de la misma empresa que vende
tanto los trajes como fotos de mozas ataviadas de tal guisa. Curioso.
Otra costumbre extraña para
los estándares occidentales es la de descalzarse para entrar a un restaurante. En
la puerta hay unas taquillas donde dejar los zapatos. Más adelante, en lugar de
una gran sala llena de mesas, el local se divide en pequeñas habitaciones en
las que cada grupo puede comer sin ver ni ser visto por nadie. Cada cubículo
dispone de una tableta táctil para pedir y de un timbre para avisar al
camarero, que llama tímidamente a la puerta antes de entrar cada vez que viene
a traer algo. Las paredes son de papel y madera, así que el aislamiento es solo
visual, no acústico. Además, parece que los nativos se vienen arriba en la
privacidad que dan estos finos tabiques y gritan más que nunca.
En el terreno puramente
culinario, he de destacar que he comido mucho mejor que en ninguno de los
restaurantes japoneses que he visitado en occidente. No sé si es la calidad de
los productos, la destreza para prepararlos o que, por el hecho de estar tan
lejos, te sabe todo más rico. Y a unos precios más razonables. Es verdad que he
vuelto con algún kilo de menos, pero creo que eso se debe más bien a la
cantidad de kilómetros que he andado.
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