El turismo es una de las pocas
actividades que no mueve a grandes mareas de gente en Japón. Sorprende ver el poco
volumen de visitantes en la mayoría de atracciones turísticas. Creo que es un
problema de marketing. Quizá por eso hay tan pocos carteles en inglés. O a lo
mejor es al contrario. ¿El huevo o la gallina? Sin embargo, los nativos sí son
muy aficionados a hacer excursiones el fin de semana y, durante el sábado y el
domingo, las manadas que a diario transitan por los barrios de negocios se
trasladan a las zonas más pintorescas de la ciudad o a localidades vecinas.
Aun así, después de tres días
recorriendo Tokio, el domingo parece un buen momento para dejar la ciudad y
conocer algo de sus alrededores. A unos cincuenta kilómetros, pegado a la costa
del Pacífico, se encuentra Kamakura. Como pueblo no vale gran cosa, pero tiene
varios rincones que bien merecen la excursión en tren. El más espectacular es,
sin duda, un Buda gigante de trece o catorce metros de altura. Además, la
orografía de la zona hace que varios templos se emplacen en lo alto de colinas,
con el consiguiente esfuerzo para el sufrido turista. A cambio, ofrecen una estampa
original y también una panorámica interesante del resto del pueblo y sus
alrededores.
A unos metros de la playa –tan
pocos como para que un puente cubra la distancia – se asienta la isla de
Enoshima. Para mi gusto, una isla unida a tierra pierde parte de su encanto.
Aun así, el lugar es increíble. Se accede por una calle comercial, pero poco a
poco las construcciones van dejando su sitio a la vegetación, bastante frondosa
en algunos puntos. No es difícil de entender, teniendo en cuenta la humedad que
hace.
Un camino de piedra, con
continuas subidas y bajadas, serpentea por la isla y ofrece un completo
recorrido que pasa por templos, cuevas y espléndidos miradores naturales con
vistas al Pacífico. La naturaleza se mezcla con la leyenda, ya que una de estas
grutas era la morada de un dragón que habitaba en la isla, según cuentan los
lugareños. Siempre me hicieron gracia estos animales: lagartos grandes que
volaban y echaban fuego por la boca. No sé por qué, pero me resultan
simpáticos.
En otra cueva, más grande, los
vigilantes del recinto entregan a la entrada velas para recorrer sus estrechos y
profundos pasillos. En uno de sus recovecos, un tambor ofrece a los visitantes
la oportunidad de hacer ruido para despertar al dragón. Así que, mientras
paseas, se escucha de fondo una sucesión de sonidos graves y arrítmicos. Porque
ninguno de los visitantes parece ser capaz de marcar un compás decente. ¡Pobre
dragón!
A pesar del calor y de que no
he conseguido librarme de los mogollones que atestan todo por aquí, ha merecido
la pena descubrir otra cara de Japón. Tan cerca de la gran ciudad, aparece un
país de casas pequeñas, distancias abarcables a pie y parajes naturales. Como
unos domingueros más, hemos disfrutado de comer mirando al mar, oír leyendas de
dragones o pasar unos minutos frente a un estanque mirando como chapotea un
puñado de tortugas. Después de tres días entre grandes rascacielos, tocaba
disfrutar de las pequeñas cosas.
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